4

Cuelgo el teléfono y ambos miramos la hoja del fax.

– No puedo creerlo.

– Yo tampoco -canta Charlie-. ¿Es un «Expediente X» este momento?

– No es una broma -insisto-. Quienquiera que haya enviado esto… ha estado a punto de largarse con tres millones de pavos.

– ¿De qué estás hablando?

– Si piensas en ello, es el crimen perfecto. Te haces pasar por alguien que ha muerto, pides su dinero, y una vez que la cuenta ha sido reactivada, cierras el negocio y desapareces. Puedes estar de seguro de que Marty Duckworth no se quejará.

– ¿Pero qué hay del gobierno? -pregunta Charlie-. ¿No se darán cuenta de que su dinero ha desaparecido?

– Ellos no tienen ni la más remota idea -dijo, agitando la lista de cuentas abandonadas-. Nosotros les enviamos una lista sin las cuentas que hayan sido reactivadas. Son felices recibiendo un poco de dinero fresco.

Charlie se mueve nerviosamente en el extremo de la cama y puedo ver cómo giran sus engranajes. Cuando comes el amargón, todo se convierte en un viaje apasionante.

– ¿Quién crees que lo ha hecho? -pregunta.

– Ni idea… pero tiene que ser alguien del banco.

Abre los ojos como platos.

– ¿Eso crees?

– ¿Quién más podría saber cuándo enviamos las cartas de notificación finales? Por no mencionar el hecho de que han enviado el fax desde una tienda que está a la vuelta de la esquina…

Charlie asiente con la cabeza siguiendo un ritmo continuo.

– ¿Qué hacemos ahora?

– ¿Estás bromeando? Esperamos al lunes y luego entregamos a ese cabrón a la policía.

La cabeza ya no se mueve.

– ¿Estás seguro?

– ¿Qué quieres decir con si estoy seguro? ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Quedarnos nosotros con ese dinero?

– No estoy diciendo eso, pero… -Nuevamente, el rostro de Charlie se tiñe de púrpura-. ¿Cómo sería tener tres millones de dólares? Quiero decir, sería como… sería como…

– Sería como tener dinero -le interrumpo.

– Y no sólo cualquier dinero, estamos hablando de tres millones de pavos. -Charlie se levanta de un brinco y su discurso se acelera-. Con esa pasta yo… llevaría un esmoquin blanco y sostendría una copa de vino tinto y diría cosas como «espero a un viejo amigo a cenar…».

– Yo no -digo, sacudiendo la cabeza-. Pagaría el hospital, me encargaría de todas las facturas y luego invertiría el resto del dinero.

– Venga, vamos, Scrooge [1], ¿qué es lo que pasa contigo? Tienes que tener algún proyecto loco… tirar la casa por la ventana… ¿tú qué comprarías?

– ¿Y tengo que comprar algo? -Pienso en ello durante un momento-. Pondría una alfombra de pared a pared…

– ¿Una alfombra de pared a pared? ¿Eso es lo mejor que…?

– ¡Para mi pequeño cachorro! -exclamo-. Un cachorro que tendríamos encadenado en el patio.

Charlie ríe a carcajadas ante mi ocurrencia. El juego ha comenzado. Sus ojos brillan ante el desafío.

– Me compraría un circo.

– Yo compraría el Cirque du Soleil.

– Yo compraría el Cirque du Soleil y lo rebautizaría Cirque du Sole. Sería un espectáculo de tres pistas exclusivamente con peces [2].

Sonrío, no me rindo.

– En mi cuarto de baño tendría el asiento del váter cubierto de piel, de la mejor calidad, como si estuvieses cagando sentado sobre un valioso roedor.

– Eso sería muy agradable -concede Charlie-. ¡Pero nunca tan agradable como mis espaguetis dorados!

– Pan con diamantes incrustados.

– Bollos de arándanos tachonados de zafiros.

– ¡Langostas rellenas de costillas… o costillas rellenas de langostas! ¡Tal vez incluso ambas cosas! -grito.

Charlie asiente.

– Me compraría Internet… y todos los sitios porno.

– Magnífico. Muy elegante.

– Lo intento.

– Sé que lo intentas, por eso te compraría Orlando.

– ¿Estamos hablando de Tony Orlando o hablamos de Florida? -pregunta Charlie.

Le miro directamente a los ojos.

– Ambos.

– ¿Ambos? -Charlie se echa a reír, finalmente impresionado.

– ¡Has dudado! ¡He ganado! -exclamo.

Hacía mucho tiempo que Charlie no era el primero en tirar la toalla. No todos los días se consigue derrotar a un auténtico maestro en su propio juego.

– Lo ves, de eso estoy hablando -dice por fin-. ¿Por qué debemos pasar otro día rompiéndonos las espaldas en el banco cuando podemos comprarnos cachorrillos e Internets y langostas?

– Tienes toda la razón, Charles -digo con mi mejor acento británico-. Y lo mejor de todo es que nadie se enteraría de adonde ha ido a parar todo ese dinero.

Charlie hace una pausa.

– ¿No podrían enterarse, verdad?

Dejo a un lado a mi personaje.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Es realmente tan descabellado, Ollie? -pregunta ahora con expresión seria-. Quiero decir, ¿quién va a echar de menos ese dinero? El dueño ha muerto… está a punto de ser robado por alguien… y si el gobierno se queda con él… bueno, no hay duda de que utilizarán bien toda esa pasta, ¿verdad?

Me siento muy erguido en la cama.

– Charlie, odio tener que echar por tierra tu decimoséptima fantasía del día, pero estamos hablando de algo ilegal. Dilo en voz alta… ileeeegaaaal.

Me lanza una mirada que no había visto desde que mantuvimos nuestra última pelea por mamá. Hijo de puta. No está bromeando.

– Tú mismo lo dijiste, Oliver, es el crimen perfecto…

– ¡Eso no significa que esté bien!

– No me hables de lo que está bien o está mal. Gente rica… grandes compañías… le roban al gobierno todos los días y nadie abre la boca, pero en lugar de robar, lo llamamos simplemente ingeniería financiera y prosperidad corporativa.

El típico soñador.

– Venga, Charlie, tú sabes que el mundo no es perfecto…

– No estoy pidiendo la perfección, ¿pero sabes cuántas grietas tiene el código fiscal para los ricos? ¿O para una gran corporación que puede permitirse un buen cabildero? Cuando los tíos como Tanner Drew presentan su 1040EZ, apenas si pagan un dólar en concepto de impuesto sobre la renta. Pero en el caso de mamá -que no llega a los veintiocho mil dólares por año- la mitad de lo que tiene va directamente al Tío Sam.

– Eso no es verdad; me encargué de que los expertos del banco…

– No me vengas ahora con que le están ahorrando a mamá unos cuantos pavos, Oliver. No supondrá ninguna diferencia. Entre la hipoteca, las tarjetas de crédito y todas las demás deudas que nos dejó papá cuando murió, ¿tienes idea de cuánto tiempo nos llevará saldar la deuda? Y eso ni siquiera incluye lo que le debemos al hospital. ¿A cuánto asciende la deuda en este momento? ¿Ochenta mil dólares? ¿Ochenta y dos mil dólares?

– Ochenta y un mil cuatrocientos cincuenta dólares -aclaro-. Pero sólo porque te sientes culpable con respecto al hospital, no significa que tenemos que…

– No se trata de culpa, ¡se trata de ochenta mil dólares, Ollie! ¿Te das cuenta realmente de lo que eso significa? ¡Y aumenta cada vez que vamos a visitar a uno de los médicos!

– Tengo un plan…

– ¡Puta madre, tu genial plan de los cincuenta pasos! ¿Cómo era? Lapidus y el banco te ayudan a ingresar en la Escuela de Administración de Empresas, lo que te ayudará a escalar posiciones, lo que hará que todas nuestras deudas desaparezcan, ¿no? Porque odio tener que recordártelo Ollie, pero llevas cuatro años en el banco y mamá sigue respirando los humos del hospital. Apenas si estamos consiguiendo reducir la deuda; ésta es nuestra oportunidad de sacarla de allí. ¡Piensa en los años que eso añadirá a su vida! Mamá no tendrá que seguir siendo un paciente de segunda clase…

– Ella no es de segunda clase.

– Sí lo es, Ollie. Y nosotros también lo somos -insiste Charlie-. Lamento si todo esto arruina tu preciosa autoestima, pero ha llegado el momento de encontrar una manera de sacarla de allí. Todo el mundo merece una oportunidad para empezar de nuevo, especialmente mamá.

Cuando las palabras salen de los labios de Charlie, siento que me perforan el estómago. El sabe exactamente lo que está haciendo. Cuidar de nuestra madre ha sido siempre la máxima prioridad. Para los dos. Naturalmente, eso no significa que yo deba seguirle por el borde del acantilado.

– No necesito convertirme en un ladrón.

– ¿Quién ha hablado de ladrones? -pregunta Charlie en tono desafiante-. Los ladrones le roban a la gente. Este dinero no pertenece a nadie. Duckworth está muerto, tú intentaste ponerte en contacto con su familia, y no tiene a nadie. Sólo estaríamos cogiendo un dinero que nadie echará de menos. Y aun en el caso de que algo saliera mal, siempre podemos echarle la culpa a quienquiera que haya enviado esa carta por fax. Quiero decir, ese tío no está en condiciones de delatarnos.

– De acuerdo, Lenin, de modo que cuando hayamos terminado de redistribuir la riqueza, simplemente nos lanzaremos a la carretera y estaremos huyendo el resto de nuestras vidas. No hay duda de que ésa es la mejor manera de ayudar a mamá, abandonarla y…

No tenemos que abandonar a nadie -insiste-. Haremos exactamente lo que está haciendo este tío, transferir el dinero y no tocarlo hasta no estar seguros de que no hay peligro. Cuando han transcurrido siete años, el FBI cierra la investigación.

– ¿Quién lo dice?

– He leído un artículo en el Village Voice…

– ¿El Village Voice?

– No hacemos ruido, sólo son siete años, luego no somos más que otro expediente sin resolver. Caso cerrado.

– ¿Y después qué hacemos? Nos retiramos a la costa, abrimos un bar y escribimos canciones cursis el resto de nuestras vidas?

– Es mucho mejor que perder otros cuatro años besando culos corporativos sin llegar a ninguna parte.

Salto de la cama y Charlie comprende que ha superado todos los límites.

– Tú sabes que la Escuela de Administración de Empresas es la mejor salida, y también sabes que no puedo ingresar directamente después de la universidad -insisto, agitando el índice delante de su cara-. Primero tienes que trabajar un par de años.

– Muy bien. Un par de años… eso son dos. Tú estás acabando el cuarto.

Respiro profundamente y trato de no perder la iniciativa.

– Charlie, me he presentado a las mejores escuelas del país. Harvard, Pensilvania, Chicago, Columbia. Allí es donde quiero ir, cualquier otra cosa es segunda categoría y no ayuda a nadie, incluida mamá.

– ¿Y eso quién lo decidió, tú o Lapidus?

– ¿Qué se supone que significa esa pregunta?

– ¿Cuántas oportunidades has dejado pasar sólo porque Lapidus te metió en la cabeza sus grandes planes sobre la Escuela de Administración de Empresas? ¿Cuántas ofertas has rechazado de otras compañías? Tú sabes tan bien como yo que deberías haber abandonado el banco hace ya varios años. En cambio, has recibido una tras otra las cartas de rechazo de las escuelas de comercio. ¿Y crees que este año las cosas serán diferentes? Debes ensanchar un poco tus horizontes. Quiero decir, es como tu relación con Beth. De acuerdo, hacéis buena pareja, pero eso es todo; una bonita fotografía, Oliver, un retrato de Sears de cómo crees que deberían ser las cosas. Eres una de las personas más brillantes y dinámicas que conozco. Deja de tener tanto miedo de vivir.

– ¡Entonces deja de juzgarme! -estallo.

– No te estoy juzgando…

– ¡No, sólo me estás pidiendo que robe tres millones de dólares… que eso resolverá todos mis problemas!

– No estoy diciendo que sea la respuesta a todas las plegarias, pero es la única forma que tendremos de salir de una vez de esta situación.

– ¡Ahí es donde te equivocas! -grito-. A ti te puede parecer sumamente excitante juntar recortes de papel en la sala de archivos, pero yo tengo los ojos puestos en algo más grande. Confía en mí, Charlie; una vez que haya terminado la Escuela de Administración de Empresas, mamá jamás volverá a ver otra factura. Puedes burlarte y hacer todas las bromas que quieras, de acuerdo, el camino es seguro y puede parecer simple, pero lo único que importa en este momento es que funciona. Y cuando llegue el momento de cobrar, esos tres millones de dólares parecerán del precio de un billete de autobús desde Brooklyn.

– Y de eso se trata, ¿verdad? Bien, deja que te diga una cosa, amigo: tú puedes creer que viajas hacia la cumbre en un jet privado, pero desde mi orilla del río, lo único que veo es que haces cola igual que el resto de los holgazanes de clase baja que odiabas en una época. Un holgazán como papá.

Tengo ganas de abofetearle, pero ya ha pasado demasiadas veces. No necesito otra pelea.

– No sabes de qué estás hablando -digo.

– ¿De verdad? ¿De modo que crees que aunque eres unos de los principales asociados del banco; aunque has conseguido sin ayuda más de doce millones de dólares en nuevas cuentas para Lapidus con sólo frotar la revista de ex alumnos de la Universidad de Nueva York; y aunque casi todos los socios de la firma han asistido a alguna de las cuatro escuelas de comercio a las que te has presentado, todavía te explicas que te hayan rechazado dos años seguidos?

– ¡Es suficiente!

– ¡Vaya, he tocado el punto sensible! Tú ya lo habías pensado, ¿verdad?

– ¡Cierra la boca, Charlie!

– No estoy diciendo que Lapidus lo planease desde el principio, ¿pero tienes idea de lo difícil que le debe de resultar contratar a alguien nuevo y prepararle para que piense exactamente igual que él? Tienes que encontrar al chico apropiado… preferiblemente a alguien pobre y sin contactos…

– ¡He dicho que cierres la boca!

– … prometerle un trabajo que le mantendrá allí unos pocos años para que pueda pagar su deuda…

– ¡Charlie, te juro por Dios que…!

– … luego seguir engañándole hasta que el pobre imbécil comprende finalmente que él y toda su familia no van a ninguna parte…

– ¡Cierra la boca! -grito y me abalanzo sobre él. Estoy fuera de mí. Mis manos apuntan directamente al cuello de su camisa.

Charlie, que siempre ha sido mejor atleta, se escabulle y corre hacia la cocina. Sobre la mesa descubre un catálogo de la Escuela de Administración de Empresas de Columbia y una carpeta con la palabra «Formularios de ingreso».

– ¿Estos son…?

– ¡No los toques!

Es todo lo que necesita. Coge la carpeta. Pero cuando la abre un sobre azul y blanco cae al suelo. Lleva una firma en la parte posterior, justo donde está lacrado. Henry Lapidus.

La firma en el sobre es un requisito exigido por las cuatro escuelas, para asegurarse de que no lo abro. Las páginas mecanografiadas que hay dentro del sobre son, sin duda, la parte más importante de cualquier solicitud de ingreso en una Escuela de Administración de Empresas: la recomendación del jefe.

– Muy bien, ¿quién quiere jugar a detectives? -canta Charlie, agitando el sobre por encima de la cabeza de modo que roza el bajo techo del sótano.

– ¡Devuélveme ese sobre! -exijo.

– Venga, Oliver, ya han pasado cuatro años. Si Lapidus te tiene encerrado en las mazmorras, al menos de este modo te enterarás de la verdad.

– ¡Ya conozco la verdad! -grito, lanzándome hacia Charlie para recuperar el sobre. Nuevamente, consigue eludir mi ataque y sale de la cocina.

Otra vez en el dormitorio, Charlie deja de agitar el sobre delante de mis narices. Por una vez, se ha puesto serio.

– Tú sabes algo jodido, Oliver, puedo leerlo en tus ojos. Este tío te ha robado cuatro años de tu vida. Cuatro años con grilletes con la promesa de una futura recompensa. Si en esta carta Lapidus subestima tu capacidad (olvídate del hecho de que todas las escuelas de comercio la guardan en sus archivos) habrá arruinado todo el plan. Tu salida, cómo pagar las deudas de mamá, todo aquello con lo que habías contado. Y aun cuando creas que puedes volver a empezar, ¿sabes lo difícil que resulta encontrar un nuevo trabajo sin recomendaciones? No es exactamente la situación ideal para cubrir las facturas del hospital y los pagos de la hipoteca de mamá, ¿no crees? ¿Por qué entonces no abrimos este sobre y…

– ¡Deja el sobre! -estallo.

Avanzo directamente hacia él, preparado para cortarle el paso hacia un costado. Pero en lugar de eso, se sube a la cama y comienza a saltar sobre ella como si fuese un crío de siete años. «¡Daaaaamas yyyyyyyy caaaaaaaaaaballeros, el campeón muuuuuuuuundial de los pesos pesados!» Dice la última parte cantando, luego imita a una multitud que anima ruidosamente. Cuando éramos pequeños, éste era el momento en que me lanzaba a sus pies. A veces conseguía cogerle, a veces fallaba, pero al final los cuatro años de diferencia de edad acababan por imponerse.

– ¡Baja de la cama! -grito-. ¡Te cargarás uno de los muelles!

Charlie deja de saltar instantáneamente. Aún está encima de la cama, pero inmóvil.

– Realmente te quiero, Oliver… pero esa última afirmación… ése es exactamente el problema.

Camina hasta el borde del colchón y, con un elegante movimiento, se deja caer sobre las nalgas, rebota fuera de la cama y cae de pie. No importa cuán peligroso, no importa cuán imprudente… el aterrizaje siempre es perfecto.

– Oliver, no me importa el dinero -me dice mientras me golpea el pecho con el sobre-. Pero si no empiezas a hacer pronto algunos cambios, serás como ese tío que al cumplir los treinta y cuatro años ya odia su vida.

Le miro directamente a los ojos, impasible ante su comentario.

– Al menos no estaré viviendo con mi madre en Brooklyn.

Deja caer los hombros y da un paso hacia atrás. No me importa.

– Lárgate -añado.

Al principio, se queda inmóvil.

– Ya me has oído, Charlie… lárgate.

Finalmente, sacudiendo la cabeza, se dirige hacia la puerta. Primero con pasos lentos, luego más deprisa. Cuando se vuelve, juro que hay una sonrisa en sus labios. La puerta se cierra con fuerza a sus espaldas y echo un vistazo por la mirilla. Pum, puní, pum, Charlie salta sobre los escalones.

– ¡Ábrelo y entérate de lo que dice! -grita desde afuera. Y desaparece.


Diez minutos después de que Charlie se haya marchado, estoy sentado a la mesa de la cocina, mirando el sobre. Detrás de mí, la nevera susurra. El radiador resuena. Y el agua de la tetera comienza a hervir. Me digo que es porque tengo ganas de beber una taza de café instantáneo, pero mi subconsciente no se lo cree ni por un segundo.

No es como si estuviese hablando de robar el dinero. Se trata de mi jefe. Es importante saber qué es lo que piensa.

Fuera, un coche pasa velozmente, golpeando con fuerza el bache del tamaño de un cráter que hay delante del edificio. A través de la parte superior de mis ventanas alcanzo a ver los neumáticos negros del coche. Es lo único que puedo ver desde el sótano. La visión de las cosas en movimiento.

El agua comienza a hervir, alcanza su nota más aguda y chilla a través de la cocina casi vacía. En un minuto el chillido parece llevar sonando un año. O dos. O cuatro.

Al otro lado de la mesa diviso la factura más reciente que ha enviado el hospital de Coney Island: 81 450 dólares. Eso es lo que sucede cuando pasas por alto un pago del seguro para hacer malabares con tus otras facturas. Son otros veinte años de la vida de mamá. Veinte años de preocupación. Veinte años de estar atrapado. A menos que pueda sacarla de allí.

Mis ojos se desvían directamente hacia el sobre azul y blanco. Sea lo que sea lo que haya en su interior… sea lo que sea lo que haya escrito Lapidus… necesito saberlo. Por todos nosotros.

Agarro el sobre y me levanto tan rápido que la silla cae al suelo. Antes de que pueda darme cuenta, estoy delante de la tetera, observando la columna de vapor que se eleva en el aire. Con un rápido movimiento del pulgar abro la tapa de la tetera. El silbido cesa y la columna de vapor se vuelve más densa.

El sobre tiembla en mis manos. La firma de Lapidus, perfecta como es, se convierte en una mancha en movimiento. Contengo el aliento y hago un esfuerzo para que el sobre permanezca quieto. Todo lo que debo hacer es colocarlo sobre el vapor. Pero cuando estoy a punto de hacerlo me quedo paralizado. El corazón me da un vuelco y todo se vuelve borroso. Es lo mismo que sucedió con la transferencia electrónica… pero esta vez… No. Esta vez no.

Apretando el sobre con fuerza me digo que esto no tiene nada que ver con Charlie. Absolutamente nada. Luego, con un solo movimiento, sostengo el sobre por la parte inferior, coloco la cara con el sello sobre el vapor y ruego a Dios que funcione como en las películas.

Casi inmediatamente, el sobre se arruga a causa de la condensación. Comenzando por las esquinas, coloco el borde en ángulo hacia la tetera. El vapor me calienta las manos, pero cuando lo acerco un poco más, me quema las puntas de los dedos. Con el mayor cuidado posible, deslizo el pulgar por dentro del borde del sobre y consigo abrir un pequeño espacio. Dejo que se llene de vapor y avanzo con el pulgar tratando de abrir la tapa. Parece como si estuviese a punto de rasgarse… pero justo cuando voy a dejarlo… la goma cede. Entonces despego la tapa como si se tratase de una tirita.

Dejo el sobre a un lado y abro la carta de dos páginas. Mis ojos comienzan a leer superficialmente, buscando alguna palabra clave, pero es como abrir la carta de aceptación de una universidad. Apenas si puedo leer. «Relájate, Oliver. Comienza por el principio.»

«Estimado decano Milligan.» Personalizada. Bien. «Le escribo en nombre de Oliver Caruso, quien se presenta como candidato de otoño para su programa MBA…» [3], bla, bla, bla, «… supervisor de Oliver durante los últimos cuatro años…», bla y más bla, «… lamento decir…». ¿Lamento decir? «… que no puedo en conciencia recomendar a Oliver como candidato para su escuela… aunque me duela… falta de profesionalismo… cuestiones de madurez… por su propio bien, se beneficiaría de otro año de experiencia laboral profesional…».

No lo puedo soportar. Mis manos se aferran al papel, destrozando los bordes. Las lágrimas afloran a mis ojos. Y en alguna parte… más allá de los baches… al otro lado del puente… juro que oigo a alguien que se ríe. Y a otra persona que añade: «Te lo dije.»Me levanto, corro hacia el armario y cojo mi abrigo. Si Charlie está esperando el autobús aún puedo alcanzarle. Me pongo el abrigo sin soltar la carta, abro la puerta de golpe y…

– ¿Y bien? -pregunta Charlie, sentado en los escalones-. ¿Qué hay de nuevo en Whoville?

Freno en seco y no digo nada. Tengo la cabeza gacha. La carta es una bola de papel en mi puño derecho.

Charlie me estudia durante unos segundos.

– Lo siento, Ollie.

Asiento, ardiendo de ira.

– ¿Hablabas en serio antes? -le pregunto.

– ¿Te refieres a…?

– Sí -le interrumpo, pensando en la cara de mamá cuando todas las facturas estén pagadas-. A eso.

Inclina la cabeza hacia un lado, entrecierra los ojos.

– ¿De qué estás hablando, Willis?

– Basta de juegos, Charlie. Si aún te interesa… -Me interrumpo en la mitad de la frase. En mi cabeza estoy abriéndome paso a través de los cambios. Todavía hay muchas cosas por hacer… pero en este momento… lo único que tengo que decirle son dos palabras-. Estoy dentro.

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