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– Ella lo sabe -dijo Gallo.

– ¿Cómo es posible que lo sepa? -preguntó DeSanctis.

– Mírale -dijo Gallo, señalando con uno de sus gruesos dedos el ordenador que descansaba sobre el asiento entre ambos-. Sus hijos han desaparecido… otra noche sola… ¿pero se lo ha dicho a alguien? ¿Llora acaso sobre el teléfono, gimoteando en la oreja de una amiga? No, simplemente se queda ahí, cosiendo y mirando programas de cocina.

– Es mejor que mirar los culebrones -dijo DeSanctis, apuntando el receptor térmico de imágenes hacia la calle oscura.

– Esa no es la cuestión, caraculo. Si sabe que la estamos vigilando, es menos probable que…

El sonido de un timbre resonó a través de los altavoces del ordenador. Gallo y DeSanctis dieron un brinco en sus asientos.

– Tiene visita -dijo DeSanctis.

– ¿Es el timbre de la calle?

DeSanctis apuntó la pistola radar hacia las ventanas del vestíbulo. En la cámara se formó una imagen verde oscura del vestíbulo. Verde era frío; blanco era caliente. Pero cuando examinó el espacio entre la zona de los timbres y el vestíbulo, lo único que vio fueron dos rectángulos blancos y brillantes en el techo. Ninguna persona… sólo luces fluorescentes.

– Allí no hay nadie.

– ¡Voy…! -gritó Maggie en dirección a la puerta del apartamento.

– ¿Cómo han conseguido entrar? ¿Hay alguna puerta trasera? -gritó Gallo.

– Podría ser uno de sus vecinos -dijo DeSanctis.

– ¿Quién es? -preguntó Maggie.

La respuesta fue un murmullo ininteligible. Los micrófonos no funcionaban a través de las puertas.

– Un momento… -dijo Maggie mientras apagaba el televisor. Mientras abría los pestillos con una mano, se alisó el pelo y la falda con la otra.

– Quiere causar buena impresión -susurró DeSanctis-. Apuesto a que es una dienta.

– ¿A estas horas de la no…?

– ¡Sophie! Me alegro de verte -exclamó Maggie al abrir la puerta. Por encima del hombro de Maggie vieron a una mujer de pelo gris que llevaba puesta una chaqueta de lana marrón de punto de trenza, pero sin abrigo.

– Vecina -dijo DeSanctis.

– Sophie… -repitió Gallo-. Ha dicho Sophie.

DeSanctis abrió la guantera y sacó una pila de papeles. «4190 Bedford Avenue-Residentes-Propiedad inmueble.»

– Sophie… Sofia… Sonja… -dijo Gallo mientras DeSanctis repasaba frenéticamente la lista impresa con el dedo.

– Tengo una Sonia Coady en el 3A y a una Sofia Rostonov en el 2F -dijo DeSanctis.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Sophie con un fuerte acento ruso.

– Es Rostonov.

– Bien… estoy bien -contestó Maggie, invitándola a entrar.

– ¡Vigila sus manos! -vociferó Gallo cuando Maggie extendió el brazo y cogió a Sophie del hombro.

– ¿Crees que le está pasando algo? -preguntó DeSanctis.

– No tiene otra alternativa. Sin fax, sin correo electrónico, sin móvil -ni siquiera una agenda electrónica-, su única esperanza es conseguir algo de fuera. Supongo que un busca o algún aparato pequeño que pueda enviar mensajes.

DeSanctis asintió.

– Tú encárgate de la madre; yo me encargo de Sofia.

Inclinados sobre la pantalla, los dos agentes permanecieron en silencio. En la oscuridad, sus rostros brillaban con la pálida luz que desprendía la pantalla.

– He tomado casi tres centímetros de las mangas, iré a buscar las blusas a la cuerda… -dijo Maggie mientras se dirigía hacia la ventana de la cocina. Con su visión a vista de pájaro desde la cámara instalada en el detector de humo, Gallo sólo alcanzaba a ver su espalda, pero examinó todo lo que Maggie tocaba. Las manos a los lados. Abría la ventana de la cocina. Tiraba de la cuerda de la ropa. Descolgaba dos blusas y las colocaba en sendas perchas.

– ¿Las sacas con este tiempo? -preguntó Sophie.

– El frío es bueno para la seda… la vuelve más brillante que el día que compraste las blusas.

Maggie colgó las perchas de uno de los tres colgadores que había junto a la pared de la sala de estar.

– Vigila la vuelta del dinero… -advirtió Gallo.

– Vaya, ¡dónde tengo la cabeza! -comenzó a decir Sophie, buscando un monedero que no tenía-. He dejado mi…

– No tiene importancia -dijo Maggie. Incluso en la imagen digitalizada, Gallo pudo ver su sonrisa tensa-. Puedes traerme el dinero cuando te venga bien. No pienso ir a ninguna parte.

– ¡Maldita sea! -gritó Gallo.

– Eres una buena persona -insistió Sophie- Eres una buena persona y te pasarán cosas buenas.

– Sí -digo Maggie, alzando la vista hacia el detector de humo-. Debería ser muy afortunada.


Después de cerrar la puerta detrás de Sophie, Maggie suspiró en silencio y regresó a la ventana de la cocina. A lo largo de la pared, el viejo radiador hipó con un sonido metálico, pero Maggie apenas si lo advirtió. Estaba demasiado concentrada en todo lo demás: sus hijos… y Gallo… incluso su rutina. Especialmente su rutina.

Colocando ambas manos debajo de la parte superior del marco de la ventana, tiró con fuerza un par de veces hasta que se abrió. Una ráfaga de aire frío penetró en la cocina pero, nuevamente, no reparó en ello. Sin las blusas de Sophie, en la cuerda de la ropa había quedado un espacio. Un espacio abierto que no podía esperar a llenar.

Cogió la sábana blanca húmeda que estaba doblada junto a la tabla de planchar, se inclinó hacia fuera, sacó una pinza del bolsillo del delantal y sujetó una de las esquinas de la sábana. Centímetro a centímetro desenrolló la sábana sobre el callejón oscuro. Colocó más pinzas a lo largo de la cuerda. Al llegar al borde, tiró de la tela para que la sábana quedase bien extendida. Una ráfaga de viento intentó llevársela volando, pero Maggie la sujetó con fuerza. Sólo otra noche normal. Ahora quedaba la parte más complicada.

Mientras el viento hinchaba la sábana sobre el callejón, metió ambas manos en el bolsillo del delantal. Su mano izquierda tanteó las pinzas para la ropa; su mano derecha buscó algo más. En pocos segundos, sus dedos se deslizaron por el borde de la nota que había escrito unas horas antes. Cuidando de mantener la espalda hacia la cocina, sostuvo la hoja doblada en su mano temblorosa. Con el rabillo del ojo vio el débil resplandor en el coche de Gallo y DeSanctis. Pero eso no la detuvo.

Apretó los dientes, apoyó con fuerza los pies en el suelo y luchó para contener las lágrimas. Luego, con un ágil movimiento, se inclinó nuevamente fuera de la ventana, metió la mano derecha debajo de la sábana y sujetó la nota en su sitio. Directamente enfrente, la ventana del edificio contiguo estaba a oscuras, pero aun así Maggie podía vislumbrar la silueta negra de Saundra Finkelstein. Oculta a un lado de su ventana, Fink asintió cautelosamente. Y por tercera vez desde el día anterior, bajo la mirada atenta de cuatro videocámaras digitales, seis micrófonos activados con la voz, dos transmisores en código y más de cincuenta mil dólares en el mejor equipo de vigilancia militar del gobierno, Maggie Caruso tiró de la cuerda de dos dólares y, debajo de una sábana, barata, usada y húmeda, le pasó una nota manuscrita a su vecina de al lado.

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