7

– Hola -dice Charlie con voz melodiosa y una hermosa sonrisa de campesino mientras se desliza hasta el mostrador de recepción de granito negro. Estamos en el cuarto piso del edificio Wayne & Portnoy, una estructura cavernosa estéril que, aunque tiene todo el encanto arquitectónico de una caja de zapatos vacía, posee no obstante dos cualidades que lo compensan: primero, queda al otro lado de la calle del banco y, segundo, es el cuartel general de la firma de abogados más grande de la ciudad.

Detrás del mostrador, una recepcionista sobreexcitada y vestida llamativamente está hablando con los auriculares puestos, que es exactamente lo que Charlie esperaba. Mi idea sería escabullirme a través del pasillo y pasar de la recepcionista, pero ambos sabemos quién es mejor en el cara a cara. Cada uno aprovecha sus mejores cualidades.

– Hola -dice por segunda vez, sabiendo que la seducirá-. Estoy esperando que baje Bert Collier… y me preguntaba si podría utilizar un teléfono para una rápida llamada privada.

Sonrío para mí. Norbert Collier era sólo uno del centenar de nombres que figuran en la lista de la firma expuesta en el vestíbulo. Al llamarle Bert, Charlie ha hecho que sonase como si ambos fuesen viejos amigos.

– Pasados los ascensores -contesta la recepcionista sin dudar un instante.

Ocultos en una esquina y fuera de la vista de la recepcionista, Shep y yo esperamos que Charlie pase y luego le seguimos. Señalo una puerta y los tres entramos en una pequeña sala de conferencias. Junto a la puerta, las palabras «Servicios al cliente» están grabadas en una placa de latón. No es una habitación grande. Una pequeña mesa de caoba, tres o cuatro sillones tapizados, bollos y queso cremoso en un aparador, una máquina de fax contra la pared y cuatro teléfonos separados. Todo lo que necesitamos para hacer un poco de daño.

– Buena elección -dice Shep, dejando el abrigo sobre el respaldo de uno de los sillones-. Aunque le siguieran la pista…

– … sólo encontrarían a unos clientes de Wayne & Portnoy -añado, lanzando mi abrigo encima del suyo.

– Sois unos auténticos genios -añade Charlie-. ¿Podemos seguir ahora con lo que hemos venido a hacer? Tic-tac, tic-tac.

Shep se desliza en uno de los sillones, saca el número del bolsillo y coge el auricular del teléfono con una garra carnosa. Mientras marca el número, Charlie pulsa el botón de «Manos libres» en el sistema de megafonía en forma de estrella de mar que hay en el centro de la mesa. A todo el mundo le encantan las conferencias.

El teléfono suena tres veces antes de que alguien conteste.

– Despacho jurídico -dice una voz masculina.

Shep se muestra tranquilo.

– Hola, necesito un abogado y me preguntaba en qué tipo de derecho está especializado el señor… eh… el señor…

– Bendini.

– Eso es… Bendini… -repite Shep, apuntando el nombre en un papel-. Me preguntaba en qué tipo de derecho está especializado el señor Bendini.

– ¿Qué tipo de especialización busca usted exactamente?

Shep nos hace una seña con la cabeza. Ahí tenemos a nuestro hombre.

– En realidad buscamos a alguien que se especialice en mantener las cosas… bueno, esperamos mantener las cosas dentro de una cierta discreción…

Al otro lado de la línea se produce una pausa.

– Puede hablar conmigo -dice Bendini.

Shep salta de su asiento. Se pasea por la habitación, aunque su poderoso cuerpo hace que parezca más un andar torpe y pesado. No puedo decir si está excitado o asustado. Apuesto por lo primero. Después de todos estos años detrás de un escritorio, su James Bond interno vuelve a la acción.

– Le pasaré con mi socio -le dice a Bendini. Shep me hace una seña mientras yo hago un esfuerzo por acercarme al altavoz todo lo que puedo.

– Si te inclinas más acabarás comiéndotelo -bromea Charlie.

– ¿Señor Bendini…? -pregunto.

Nadie responde.

Shep sacude la cabeza. Charlie se echa a reír y simula que está tosiendo.

Comienzo a hablar. Sin utilizar nombres.

– El asunto es el siguiente: quiero que me escuche atentamente y quiero que llame a este número… -«Quiero, quiero, quiero», digo, estableciendo claramente mi posición. Charlie parece soportar sin problemas mi nuevo tono de voz. Se siente feliz al verme fuerte… más exigente. Al menos algo he aprendido de Lapidus después de todos estos años.

– El lugar se llama Purchase Out International y tiene que preguntar por Arnie -explico-. No permita que le pasen con ninguna otra persona. Arnie es el único con quien tratamos. Cuando hable con él debe decirle que necesita un pastel de cuatro capas para el mismo día, destino final en Antigua. Él sabrá de qué se trata.

– Puede creerme, amigo, sé muy bien cómo montar corporaciones sin hacer ruido -interrumpe Bendini con un inconfundible acento de Jersey.

– No te eches atrás -susurra Charlie.

No pienso hacerlo. Tengo el rostro encendido y la mirada brillante. Finalmente comienzo a sentir la sangre que corre por mis venas.

– ¿Con qué nombre desea figurar? -pregunta Bendini.

– Martin Duckworth -decimos los tres simultáneamente.

Juro que puedo ver a Bendini poner los ojos en blanco.

– Muy bien. Martin Duckworth -repite-. ¿Y en cuanto al título de propiedad inicial?

Necesita otro nombre falso. No tiene importancia, todo pertenece finalmente a Duckworth.

– Ribbie Benson -digo, utilizando el nombre del amigo imaginario de Charlie cuando tenía seis años.

– De acuerdo. Ribbie Benson. ¿Y cómo quiere pagar la factura de Arnie?

Joder. No lo había pensado.

Charlie y Shep están a punto de intervenir pero les hago un gesto con la mano.

– Puede decirle que le pagaremos cuando solicitemos los documentos originales. Por ahora sólo necesitamos un fax -decido. Antes de que Bendini pueda discutir, añado-: Es lo que hace con los peces gordos; ellos no pagan hasta que el dinero no llega. Dígale que somos ballenas.

Charlie me mira como si me viese por primera vez en su vida.

– Así se habla -le susurra a Shep.

– ¿Y para cuándo lo necesita? -pregunta Bendini.

– ¿Qué le parece en media hora? -contesto.

Se produce otra breve pausa.

– Haré lo que pueda -dice Bendini, imperturbable. Se aclara la garganta para dar mayor énfasis a sus palabras y añade-: ¿Y cómo voy a cobrar yo?

Miro a Charlie. Él mira a Shep. Bendini no parece la clase de tío al que le dices simplemente «envíame la factura».

– Dígame cuál es su tarifa -dice Shep.

– Dígame cuánto valgo -contesta Bendini.

Aprieto el botón de «Manos libres» y desconecto el altavoz.

– ¡No debemos regatear! -siseo-. Nos estamos quedando sin…

– Le daré mil pavos en metálico si puede hacerlo en media hora -dice Shep, conectando nuevamente el altavoz.

– ¿Uno de los grandes? -pregunta Bendini-. Chicos, yo no me mojo por uno de los grandes, incluso cuando tengo que hacerlo. El mínimo son cinco de los grandes.

Shep me lanza una mirada de pánico y yo miro a Charlie. Mi hermano sacude la cabeza. Su lata de galletas está siempre vacía. Aprieto con fuerza los labios mientras echo un vistazo al reloj. Se necesita dinero para ganar dinero. Miro a Shep y no puedo más que asentir. Charlie sabe lo que significa. Ahí van algunos de los ahorros para la Escuela de Administración de Empresas… y para las facturas del hospital.

– No te preocupes -susurra Charlie con una mano sobre mi hombro-. Es otro gasto que pondremos en la cuenta de Lapidus.

– De acuerdo, los tendrá -le dice Shep a Bendini-. Le enviaremos el dinero en cuanto hayamos colgado. -Leyendo la pegatina blanca que hay en la máquina de fax, Shep le da nuestros números de teléfono y fax, le da las gracias al estafador y cuelga el teléfono.

La habitación queda sumida en un silencio sepulcral.

– Bueno, creo que todo ha salido genial -afirma Charlie, agitando los brazos en el aire.

– No habrá problemas -dice Shep.

Asiento rápidamente con la cabeza. Luego con movimientos más lentos.

– ¿O sea que crees que funcionará? -pregunto ansiosamente.

– Ya estamos otra vez… sólo tres segundos -dice Charlie-. El viejo Oliver ha vuelto.

– Siempre que tu amigo Arnie cumpla con su parte… -dice Shep.

– Confía en mí, Arnie acabará el trabajo en diez minutos. Quince como máximo -añado, observando la reacción de Charlie. Él cree que me estoy inventando una explicación que suene plausible-. Amie es un hippy marginal que vive en las islas Marshall, es un profesional de los margaritas y defrauda al gobierno todo el día.

– ¿De qué modo? -pregunta Charlie.

– El trabajo de Arnie consiste en registrar corporaciones en todo el mundo; les proporciona nombres, direcciones, incluso directorios. Ya habéis vistos los anuncios clasificados, se encuentran en todas las revistas de las compañías aéreas que hacen vuelos interiores: «¿Odia el IRS [5]? ¿Paga demasiados impuestos? ¡Las compañías privadas de ultramar le garantizan la privacidad!»

– ¿Y crees que será capaz de montar una compañía en la próxima media hora? -pregunta Charlie.

– Confía en mí, en los últimos meses se ha encargado de montar la ABC Corp, DEF Corp y GHI Corp. Todo el papeleo va está hecho… cada corporación no es más que una carpeta en una estantería. Cuando le llamamos se limita a anotar nuestro nombre falso en los pocos espacios en blanco que quedan y lo completa con la firma de un notario. Para serte sincero, me sorprende que tarde tanto…

En ese momento suena el teléfono; Charlie se adelanta y responde la llamada a través del altavoz.

– Hola.

– Felicidades -dice Bendini con su acento de Jersey a pleno rendimiento-. Ribbie Henson ya es el orgulloso propietario y único accionista de Sunshine Distributors Partnership, Limited, en las Islas Vírgenes, que es propiedad de CEP Woldwide en Nauru, que es propiedad de Maritime Holding Services en Vanuatu, que es propiedad de Martin Duckworth en Antigua.

Cuatro capas, punto de destino en Antigua. Cuando la ley se decida a investigar le llevará meses clasificar todo el papeleo.

– Me parece que ya estáis en el negocio, amigos. Sólo debéis aseguraros de enviar mi dinero.

En el momento en que la línea queda muda, la máquina de fax comienza a funcionar. Juro que casi me da un infarto.

Durante los siguientes cinco minutos, la máquina de fax vomita el resto de la documentación -desde reglamentos internos hasta artículos de asociación-, todo lo que necesitamos para abrir la cuenta de una flamante corporación. Compruebo la hora en el reloj de la pared: nos quedan dos horas. Mary pidió la documentación para el mediodía. Mierda. Los tres sabemos que esto no puede funcionar igual que el asunto de Tanner Drew. Nada de contraseñas robadas. Debe hacerse según las reglas.

– ¿Podemos hacerlo? -pregunta Charlie.

– Si quieres, podemos entregarle la carta original a Mary ahora mismo -propone Shep-. Mis cuentas de Duckworth ya están preparadas, puesto que pertenecían al auténtico Duckworth…

– Ni hablar -le interrumpo-. Como tú mismo dijiste… nosotros elegimos el lugar adonde va el dinero.

Shep siente la tentación de discutir pero comprende rápidamente que no puede ganar. Si la primera transferencia la recibe él, tendrá su bolsa de lona llena de pasta y nosotros corremos el riesgo de quedarnos con las manos vacías. Ni siquiera Charlie desea correr ese riesgo.

– De acuerdo -dice Shep-. Pero si no tenéis intención de utilizar la cuenta de Duckworth ya existente, yo me llevaría el dinero fuera del país lo antes posible. De ese modo, el dinero ya no estaría en Estados Unidos y no tendríamos la obligación de informar. Ya conoces la ley: cualquier cosa sospechosa llega al IRS, lo que significa que seguirán su rastro a cualquier parte.

Charlie asiente y saca un pequeño fajo de papel rojo de mi maletín. La Hoja Roja: la lista principal de los bancos extranjeros preferidos de los socios, incluyendo los que permanecen abiertos las veinticuatro horas. Está en papel rojo para que nadie pueda fotocopiarla.

– Yo voto por Suiza -dice Charlie-. Una de esas jodidas cuentas numeradas con una contraseña imposible de descubrir.

– Lamento desilusionarte, pequeño, pero las cuentas bancarias suizas ya no son lo que eran -dice Shep-. A diferencia de lo que Hollywood quiere que creas, las cuentas anónimas suizas están abolidas desde 1977.

– ¿Qué me dices de las islas Caimán?

– Demasiado Grisham -dice Shep-. Además, incluso allí están cambiando de política con respecto a las cuentas bancarias. A la gente se le calentó tanto la cabeza después de leer La tapadera que Estados Unidos tuvo que intervenir. Desde entonces llevan años trabajando con las autoridades.

– ¿Cuál es entonces el mejor…

– No hay que limitarse a un único lugar -dice Shep-. Una rápida transferencia desde Nueva York a las Caimán resulta sospechosa no importa quién la envíe, y si el empleado del banco levanta una ceja eso significa «Hola IRS». Es el primer principio en el blanqueo de dinero: quieres enviarlo a un banco en el extranjero porque ellos son los que probablemente se muestren menos dispuestos a colaborar con la ley. Pero si lo transfieres demasiado deprisa, los bancos respetables de aquí lo identificarán como sospechoso y se apresurarán a poner al IRS tras tu pista. ¿Qué haces entonces? Haces saltos cortos -saltos lógicos-, de ese modo te evitas que se lo miren dos veces. -Shep coge un bollo y lo coloca encima de la mesa-. Estamos en Estados Unidos, ¿cuál es el principal lugar donde tenemos depósitos en el extranjero?

– Inglaterra -digo.

– Inglaterra, eso es -contesta Shep, colocando otro bollo a pocos centímetros del primero-. El epicentro de las operaciones bancarias internacionales; Mary realiza cerca de treinta transferencias a Inglaterra cada día. No lo pensará dos veces. Ahora bien, una vez que estás en Londres, ¿cuál es el lugar más próximo? -Coloca otro bollo-. Francia es el lugar más fácil y no hay nada sospechoso en ello, ¿verdad? Y una vez que tu dinero está allí, sus reglas son menos estrictas, lo que significa que el mundo se abre un poco más. -Otro bollo-. Personalmente me inclino por Letonia: no está demasiado lejos… es una república ligeramente permisiva… el gobierno aún no ha decidido si le gustamos. Y en cuanto a las investigaciones internacionales, los letones sólo nos ayudan la mitad de las veces, lo que significa que es un lugar perfecto para que un investigador pierda el tiempo. -Otros dos bollos aterrizan rápidamente sobre la mesa-. Desde allí te marchas a las Islas Marshall y, desde allí, saltas a Antigua, cerca de casa. Para cuando el dinero llegue allí, lo que comenzó siendo dinero negro ahora es imposible de rastrear, está limpio.

– ¿Y eso es todo? -pregunta Charlie, paseando la mirada de Shep a mí.

– ¿Tienes idea de lo que se tarda en investigar en un territorio extranjero? -Shep señala el primer bollo, luego el segundo, luego el tercero-. Bing, bing, bing, bing, bing. Por eso lo llaman la Regla de Cinco. Cinco países bien escogidos y ya está. En el servicio secreto nos llevaba entre seis meses y un año investigar sin garantía de éxito.

– Ohhh, cariño, pásame el queso cremoso -canta Charlie.

Hasta yo sonrío. Trato de disimularlo, pero Charlie lo descubre en mis ojos. Sólo con eso ya se siente feliz.

Me inclino sobre la mesa, examino la Hoja Roja y elijo un banco para cada territorio. Cinco bancos en una hora.

– Escuchad, debo ir a ver a Lapidus -dice Shep mientras recoge su abrigo-. ¿Qué os parece si nos reunimos en mi despacho a las once y media?

Asiento, Charlie dice «gracias» y Shep sale de la sala de conferencias.

En el momento en que la puerta se cierra a sus espaldas, vuelvo a conectar el altavoz del teléfono, me inclino sobre la mesa y marco el número del banco de Antigua.

– Tengo una tarjeta de visita en caso de que lo necesites -dice Charlie.

Sacudo la cabeza. Hay una razón para haber escogido la firma de abogados.

– Hola, quisiera hablar con Rupa Missakian -leo el nombre en la página roja.

Cinco minutos más tarde he transmitido el número de identificación fiscal y todos los otros datos vitales para abrir la primera cuenta bancaria de Sunshine Distributors. Para redondear la operación incluyo la fecha de nacimiento de Duckworth y una contraseña seleccionada personalmente. No tenemos absolutamente ningún problema. Gracias, Hoja Roja.

Cuando desconecto el altavoz del teléfono, Charlie señala su reloj de la Mujer Maravilla con el segundero en forma de lazo mágico. Veinte minutos en total. Disponemos de cuarenta minutos para abrir otras cuatro cuentas. No me gusta.

– Vamos, entrenador, me he puesto los patines -dice Charlie-. Quiero entrar en la pista.

Sin decir nada, arranco dos páginas de la Hoja Roja y las deslizo por encima de la mesa. En una dice «Francia» y en la otra «Islas Marshall». Charlie coge el teléfono que tiene a su derecha; yo corro hacia el que está a mi derecha. Esquinas opuestas. Nuestros dedos vuelan sobre los teclados.

– ¿Habla inglés? -le pregunto a un desconocido en Letonia-. Sí… busco a Feodor Svantanich o a quien lleve sus cuentas.

– Hola, estoy intentando localizar a Lucinda Llanos -dice Charlie-. O quienquiera que lleve sus cuentas.

Hay una breve pausa.

– Hola -decimos al unísono-. Me gustaría abrir una cuenta corporativa.

– Muy bien, ¿puede leerme el número una vez más? -pregunta Charlie a un francés al que insiste en llamar inspector Clouseau. Apunta el número y me lo pasa-, Dile a tu contacto inglés que es HB7272250.

– Allá vamos… HB7272250 -le digo al representante de Londres-. Una vez que haya llegado, queremos que el dinero sea transferido a ese número lo antes posible.

– Gracias otra vez por su ayuda, Clouseau -añade Charlie-. Hablaré de usted a todos mis amigos ricos.

– Magnífico -digo-. Lo comprobaré mañana, y luego espero que podamos comenzar a hablar acerca de algunos de nuestros otros negocios en ultramar.

Traducción: Haga un buen trabajo y le enviaré tal cantidad de negocios que estos tres millones parecerán calderilla. Es la tercera vez que practicamos este juego, o sea, dar el número de cuenta de un banco al banco que lo precede.

– Sí… sí… eso sería genial -dice Charlie, cambiando al tono de voz realmente-tengo-que-colgar-. Tome un croissant por mí.

Charlie salta de su sillón cuando bajo el auricular.

– Yyyyyyyyyyyy… hemos terminado -dice tan pronto como cuelga el teléfono.

Mis ojos vuelan hacia el reloj. Once treinta y cinco.

– Maldita sea -susurro. Vuelvo a formar una pila con las páginas sueltas de la Hoja Roja y la guardo en el maletín.

– Venga, larguémonos de aquí -dice Charlie, corriendo hacia la puerta.

Mientras le sigo, empujo los sillones nuevamente debajo de la mesa. Charlie recoge los bollos y los coloca en la bandeja. Limpio y ordenado. Tal como lo encontramos.

– Tengo los abrigos -digo, cogiéndolos del respaldo de uno de los sillones.

A Charlie no le importa. Sigue corriendo. Y antes de que la recepcionista advierta la mancha borrosa que pasa delante de su escritorio, hemos desaparecido.


– ¿Dónde coño estabais, tíos? ¿Haciéndoos trenzas en el pelo? -pregunta Shep cuando entramos en su despacho. Diez minutos y contando. Arrojo los abrigos sobre el sofá de cuero; Shep se levanta y agita una hoja de papel delante de mi cara.

– ¿Qué es esto? -pregunto.

– Una solicitud de transferencia; sólo tienes que poner el destino.

Abro el maletín y busco la Hoja Roja marcada «Inglaterra». Charlie se inclina para que pueda usar su espalda a modo de escritorio. Escribo lo más rápido que puedo y copio la información de la cuenta.

Ya está casi terminado.

– ¿Cuál es el destino final? -pregunta Shep.

Charlie se levanta y yo dejo de escribir.

– ¿De qué estás hablando?

– La última transferencia. ¿Dónde ingresamos el dinero?

Miro a Charlie, pero me devuelve una mirada vacía.

– Creía que habías dicho…

– … que podías elegir adonde va el dinero -me interrumpe Shep-. Eso dije, y podéis enviarlo al lugar que os salga de las narices, pero será mejor que os metáis en la cabeza que quiero saber cuál es el destino final.

– Eso no formaba parte de nuestro acuerdo -protesto.

– Chicos, ¿no podemos dejar esto para después? -implora Charlie.

Shep se inclina hacia adelante, muy molesto.

– El acuerdo era que vosotros dos tuvieseis el control… no que os libraseis de mí al mismo tiempo.

– ¿De pronto se te ha metido en la cabeza que queremos quedarnos con todo el pastel? -pregunto.

– Tíos, por favor -insiste Charlie-. Se nos acaba el tiempo…

– No me jodas, Charlie, sólo estoy pidiendo alguna garantía.

– No, lo que estás pidiendo es nuestra garantía. Que es lo que se supone que nos mantendrá a salvo.

– Sólo espero que ambos os deis cuenta de que estáis a punto de echarlo todo a perder -dice Charlie. Ninguno de nosotros tiene importancia. Así son siempre las cosas cuando se trata de dinero… todo se vuelve personal.

– ¡Sólo quiero saber dónde está el jodido banco! -estalla Shep.

– ¿Por qué? ¿Para que puedas vivir tu fantasía de la bolsa de lona y nos dejes comiendo mierda?

– ¡Joder, tíos, nadie está abandonando a nadie! -grita Charlie. Se interpone entre ambos y me quita mi montón de páginas rojas.

– ¿Qué estás haciendo? -grito, tratando de recuperarlas.

– ¡Suéltalas! -insiste Charlie con un último tirón. Las dos páginas superiores se rasgan por la mitad y salgo lanzado hacia atrás. Consigo recuperar el equilibrio, pero no lo bastante rápido para detenerle. Volviéndose hacia Shep, pasa las hojas hasta las páginas finales, extrae la Hoja Roja marcada «Antigua» y la dobla de manera que sólo se puede ver un banco de la lista.

– ¡Charlie… no lo hagas!

Demasiado tarde. Cubre el número de la cuenta con los dedos y coloca la hoja ante los ojos de Shep.

– ¿Lo tienes?

Shep lo examina con un rápido vistazo.

– Gracias… eso es todo lo que pido.

– ¿Qué diablos pasa contigo? -grito.

– No quiero oírlo -me dice Charlie-. Si nos quedamos aquí discutiendo, nadie conseguirá nada, de modo que acabemos de una puta vez con el jodido papeleo. ¡Sólo tenemos cinco minutos!

Me vuelvo hacia el reloj para comprobarlo personalmente.

– Los ojos en el botín, Oliver. Los ojos en el botín -dice Shep.

– ¡Venga, venga, venga! -me anima Charlie mientras relleno la última línea. Acaba de entregar toda nuestra póliza de seguro, pero no merece la pena perderlo todo. No cuando estamos tan cerca de conseguirlo. Charlie vuelve a meter las páginas rojas en mi maletín; debajo del brazo tengo una pila de cuarenta cuentas abandonadas. Abandono el despacho de Shep sin mirar atrás. Sólo hacia delante.

– Así se hace, hermano -grita Charlie.

Allá vamos. Es hora de coger un poco de pasta.

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