5

– ¿Qué hacemos ahora? -pregunta Charlie mientras cierra la puerta de mi oficina el lunes por la mañana temprano.

– Exactamente lo que hemos hablado -digo; saco del maletín el trabajo del fin de semana y lo dejo caer pesadamente sobre el escritorio. Me muevo a mi ritmo frenético habitual, corriendo del escritorio al archivador y vuelta al escritorio, pero hoy…

– Hay un extraño brinco en tu forma de andar -dice Charlie, súbitamente excitado-, Y no se trata del movimiento del hámster-en-la-rueda al que estás acostumbrado.

– No sabes de qué estás hablando.

– Sí que lo sé. -Me observa atentamente; analiza cada movimiento-. Brazos que se balancean… hombros erguidos… incluso debajo del traje. Sí, hermano. Deja que suene la libertad.

Busco el fax que alguien envió el viernes por la noche y lo dejo delante de mi ordenador. Hoy, al mediodía, las cuentas abandonadas deben ser enviadas al estado o bien devueltas a sus titulares. Eso nos deja un margen de tres horas para robar tres millones de dólares. Justo antes de comenzar hago crujir los nudillos.

– No dudes -me advierte Charlie.

Está preocupado por la posibilidad de que me arrepienta. Hago crujir los nudillos por última vez y comienzo a copiar el lax de Duckworth.

– ¿Y ahora qué estamos haciendo? -pregunta Charlie.

Lo mismo que ha hecho nuestro misterioso amigo, escribir una carta falsa reclamando el dinero; sólo que esta carta ingresa el dinero en una cuenta nuestra.

Charlie asiente y sonríe.

– ¿Sabías que anoche hubo luna llena? -dice-. Apuesto a que ésa es una de las principales razones por las que lo hicieron.

– ¿Puedes dejar por favor de ponerte dramático conmigo?

– No te burles de la luna -me advierte Charlie-. Puedes creer cuanto quieras en la lógica de la parte izquierda de tu cerebro, pero cuando estaba trabajando en ese empleo de telemarketing respondiendo a las quejas de los consumidores, las noches en que había luna llena recibíamos un setenta por ciento más de llamadas. No es broma, esa noche todos los chiflados salen a bailar. -Se queda un momento en silencio, pero es incapaz de mantenerse así-. ¿Alguna nueva idea con respecto a quién era el ladrón original?

– De hecho, ésa iba a ser mi siguiente… -Levanto el auricular del teléfono, leo el número del fax de Duckworth y comienzo a marcar. Antes de que Charlie pueda siquiera formular la pregunta, pongo el teléfono en modalidad manos libres para que pueda oír la conversación.

– Información telefónica -dice una voz femenina mecanizada-. ¿Qué ciudad?

– Manhattan -digo.

– ¿Qué nombre?

Leo el nombre en el fax.

– Midland National Bank.

El banco adonde el misterioso ladrón quería transferir el dinero.

– ¿Por qué…?

– Shhhhh -digo con impaciencia mientras marco el nuevo número.

Charlie sacude la cabeza, evidentemente divertido. Está acostumbrado a ser el hermano pequeño.

– Midland National -contesta una voz femenina-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Hola -digo, adoptando nuevamente mi voz de atención al cliente-. Me llamo Marty Duckworth y llamo para confirmar los datos de una próxima transferencia electrónica.

– De acuerdo. ¿Cuál es su número de cuenta, señor?

Vuelvo a leer el número que consta en la carta e incluyo el número de la Seguridad Social de Duckworth.

– El nombre es Martin -añado.

Oímos un leve sonido mientras la mujer teclea.

– Muy bien, ¿en qué puedo ayudarle hoy, señor Duckworth?

Charlie se inclina hacia mí.

– Pregúntale el nombre -susurra en mi oído.

– Lo siento, ¿cómo me dijo que se llamaba? -añado. Es el mismo truco que Tanner Drew empleó conmigo: pregúntales sus nombres y son súbitamente responsables.

– Sandy -contesta rápidamente.

– Muy bien, Sandy, sólo quería confirmar…

– … las instrucciones electrónicas para una próxima transferencia -dice quizá con un exceso de entusiasmo-. Tengo esa información aquí mismo, señor. La transferencia se hará desde el Banco Greene & Greene de Nueva York y luego, cuando la recibamos, tenemos instrucciones suyas de enviar el dinero a TPM Limited en el Banco de Londres, a la cuenta número B2178692792.

Escritor mucho más veloz, Charlie apunta el número rápidamente. Junto a «TPM Limited», cojo su bolígrafo y escribo: «compañía falsa. Inteligente».

– Perfecto. Gracias, Sandy…

– ¿Puedo ayudarle en alguna otra cosa, señor Duckworth?

Miro a Charlie y él se acerca al altavoz. Impostando la voz en su mejor imitación de la mía, añade:

– En realidad sí, ahora que hablo con usted… no he recibido mis últimos estados de cuenta, ¿podría comprobar si tiene apuntada correctamente mi dirección?

Caramba, este chico es realmente bueno.

– Lo comprobaré -dice Sandy.

Cuando tenía nueve años y estaba enfermo con cuarenta grados de fiebre, Charlie me preparó un bocadillo de mantequilla de cacahuete y mayonesa que dijo que me curaría. Me hizo vomitar por toda la casa. Hoy, la voz de Charlie es más dulce que nunca. Tiene una sonrisa afectada dibujada en los labios. Todos estos años pensé que intentaba ser útil. Ahora me pregunto si no es simplemente un tío insensible.

– Muy bien, creo que ya sé dónde está el problema -interrumpe Sandy-. ¿A qué dirección desea que le enviemos la información?

Charlie, desconcertado, duda un momento.

– ¿Tienen más de una dirección? -pregunto.

– Bueno, está la dirección de Nueva York: 405…

– … Amsterdam Avenue, apartamento 2B -completo la dilección leyendo la que consta en la carta.

– Y luego tenemos otra en Miami…

Charlie me alcanza un Post-it y cojo un bolígrafo. Sólo tendremos una oportunidad de apuntarla.

– 1004 calle Diez, Miami Beach, Florida, 33139 -anuncia Sandy.

Instintivamente, Charlie apunta ciudad, estado y código postal. Yo apunto la dirección de la calle. Es la forma en que solíamos memorizar los números de teléfono: yo me encargaba de la primera mitad y Charlie del resto. «Es la historia de mi vida», solía decir.

– Si lo desea, puedo cambiarla a la de Nueva York -explica Sandy.

– No, no, déjela como está. Siempre que sepa dónde buscar…

Alguien llama a la puerta de mi oficina. Me giro justo a tiempo de ver cómo se abre.

– ¿Hay alguien en casa? -pregunta una voz grave.

Charlie coge la carta. Yo cojo el auricular y desconecto el altavoz.

– Muy bien, gracias otra vez por su ayuda.

Cuelgo el auricular.

– Hola, Shep -canta Charlie, poniendo su cara más feliz para el jefe de Seguridad.

– ¿Todo bien? -pregunta Shep, avanzando hacia nosotros.

– Sí -dice Charlie.

– Perfectamente -añado.

– ¿Qué podría ir mal?

Charlie se muerde los labios tan pronto como la pregunta ha salido de sus labios.

– ¿En qué puedo ayudarte hoy, Shep? -pregunto.

– De hecho, esperaba poder ayudarte a ti -dice Shep, empleando su tono más amable.

– ¿Perdón? -digo.

– Sólo quería hablarte de esa transferencia que enviaste a Tanner Drew…

Los hombros de Charlie se hunden con un terror súbito. No es bueno en las confrontaciones.

– Fue una transferencia perfectamente legal -digo en tono desafiante.

– Escucha -me interrumpe Shep-. Puedes ahorrarte ese tono. -Shep percibe que ha llamado nuestra atención y añade-: Ya he hablado con Lapidus. Está encantado por las pelotas que le echaste al hacerte cargo del asunto. Tanner Drew es feliz; todo está bien. Pero en lo que a mí respecta… bueno, no me gusta nada ver cómo pasan zumbando cuarenta millones de pavos… especialmente cuando utilizas la contraseña de otra persona.

Cómo sabe que nosotros…

– ¿Crees que me contrataron por mi cara bonita? -pregunta Shep, echándose a reír-. Con trece billones de dólares expuestos a un montón de riesgos, tenemos la mejor seguridad que el dinero puede comprar.

– Bueno, si necesitas alguna ayuda, tengo un candado de bicicleta bastante bueno -dice Charlie, intentando que la situación no se descontrole.

Shep se vuelve directamente hacia él.

– Eh, tío, te encantará esto, Charlie. ¿Has oído hablar alguna vez del programa Investigator?

Charlie sacude la cabeza. Se acabaron las bromas.

– Es un programa que te permite hacer un control de los teclados -añade Shep, y ahora toda su atención está concentrada en mí-. Lo que significa que cuando estás sentado ante tu ordenador, puedo ver cada palabra que tecleas. Correos electrónicos, cartas, contraseñas… tan pronto como aprietas la tecla, aparece en mi pantalla.

– ¿Estás seguro de que eso es legal? -pregunto.

– ¿Bromeas? Hoy en día es lo más normal del mundo. Exxon, Delta Airlines, incluso las jodidas esposas desconfiadas que quieren ver lo que escriben sus maridos en los chats, todos lo utilizan. Quiero decir, ¿por qué crees que el banco tiene todos sus ordenadores conectados a una sola red? ¿Para que puedas enviar correos electrónicos internos? El Gran Hermano no está por llegar… ha estado aquí durante años.

Miro a Charlie, que tiene la mirada clavada en la pantalla del ordenador. Oh, no, la carta falsa…

– Es algo realmente asombroso -continúa Shep-. Puedes programarlo como una alarma, de modo que si alguien está utilizando la contraseña de Mary, y el sistema de seguridad dice que ella ya no está en el edificio… saltará en nuestra pantalla y te dirá qué está pasando.

– Escucha, siento haber tenido que…

– Ahí tenemos otra vez el acento de Brooklyn. -Shep sonríe-. ¿Qué pasa, sólo te sale cuando estás nervioso? ¿Cuando te olvidas de ocultarlo?

– No, es sólo que… en esas circunstancias no sabía qué…

– No debes preocuparte -dice Shep, arrastrando también las palabras en el mejor acento del viejo barrio-. Como he dicho, a Lapidus le importa un huevo. Cuando se trata de asuntos de tecnología, no le importa que yo pueda ver que alguien teclea el nombre de Mary o el suyo… -Shep mira por encima de mi hombro y dice más lentamente-… o incluso si puedo ver que alguien utiliza un ordenador del banco para escribir una carta fraudulenta.

Charlie se pone rígido en su silla y de pronto no soy el único que tiene una expresión estreñida en la cara.

– Te diré que no tenían ese chisme cuando estaba en el servicio -continúa diciendo Shep, avanzando unos pasos hacia nosotros y arremangándose la camisa. Se rasca los antebrazos, primero el derecho, luego el izquierdo, y por primera vez compruebo su eficacia-. Hoy en día… con los ordenadores… puedes conseguir enterarte de cualquier cosa… -añade, el acento del viejo barrio ya ha desaparecido de su voz-… una transferencia de cuarenta millones de dólares a Tanner Drew… o tres millones transferidos a Marty Duckworth…

Hijo de puta.

Estoy paralizado. No puedo moverme.

– Todo ha terminado, hijo. Sabemos lo que estáis tramando.

Charlie salta de su asiento y tiñe su voz con una pequeña risa.

– Ja, ja, ja, Shep, tranquilo con esa porra, no pensarás que nosotros…

Shep pasa junto a él y me apunta con un dedo directamente a la cara.

– ¿Te parece que estoy ciego, Oliver? -Clavo los ojos en el suelo y no le contesto-. Te he hecho una pregunta hijo; ¿realmente crees que soy tan imbécil? Lo supe desde el momento en que enviaste el primer fax, sólo era cuestión de tiempo que cometieras un error.

– ¿El primer fax? -pregunta Charlie-. ¿El que enviaron desde Kinko's? ¿Crees que fuimos nosotros? -Apoya una mano sobre el hombro de Shep, esperando ganar uno o dos segundos-. Te lo prometo, tío, nosotros jamás enviamos ese… de hecho, cuando llegamos esta mañana… estábamos… estábamos tratando de coger a ese ladrón… ¿no es verdad, Ollie? ¡Estábamos haciendo lo mismo que tú!

Yo permanezco inmóvil en mi silla, pálido como un fantasma. Charlie sabe que estoy perdido. Me mira. «Maldita sea, Ollie… ¡venga! Por favor.»

– Toc, toe… ¿hay alguien en casa? -pregunta una voz estridente al tiempo que la puerta de mi despacho se abre de par en par. Shep se vuelve y descubre el origen de la voz, el hombre de mediana edad, de vientre prominente pero aún así impecablemente vestido que ahora se acerca a mi escritorio. Francis A. Quincy, socio financiero principal de la firma. Detrás de él se encuentra el mismísimo jefe. Henry Lapidus.

Me las arreglo para componer una sonrisa absolutamente falsa, pero debajo los dedos de mis pies excavan la alfombra.

– Mirad quién está ahí… ¡el hombre de los cuarenta millones de dólares! -canturrea Lapidus, mientras se acerca a mí-. Lo creas o no, estoy oyendo cómo Tanner Drew te reserva un lugar en su testamento.

Mientras habla, se pasa la mano por su cabeza casi totalmente calva; es un gesto que forma parte de su estado permanente de movimiento. A pesar de sus casi dos metros de altura, Lapidus es como un colibrí con forma humana… flap, flap, flap todo el santo día. Yo solía pensar que se trataba de una energía incapaz de ser contenida. Charlie solía decir que se trataba de un caso claro de hemorroides. Siempre aparecen en los culos [4].

– Y adivina a quién te hemos traído -dice Lapidus. Se aparta para dejar paso a un muchacho tímido con cara de tortuga y vestido con un traje italiano demasiado caro. Tiene nuestra edad y me resulta familiar, pero yo…

– ¿Kenny? -exclama Charlie.

Kenny Owens. Mi compañero de habitación durante mi primer año en la Universidad de Nueva York. Un detestable niño rico de Long Island. Hacía años que no le veía, pero sólo el traje es suficiente para confirmar que nada ha cambiado. Sigue siendo un gilipollas.

– Ha pasado mucho tiempo, ¿eh? -dice Kenny. Espera una respuesta, pero Charlie y yo no le quitamos los ojos de encima a Shep.

– Pensé que os gustaría tener un poco de tiempo para poneros al día -dice Lapidus y suena como si nos estuviese arreglando una cita.

– Viejos amigos y todo eso… -añade Quincy.

Charlie levanta la cabeza. Sabe que aquí hay gato encerrado. Por regla general, Quincy odia a todo el mundo. Como a todos los peces gordos, lo único que le importa es el dinero. Pero hoy… hoy, somos una gran familia. Y si Lapidus y Quincy acompañan personalmente a Kenny por las dependencias del banco… seguramente debe tratarse de una entrevista de trabajo.

Antes de que nadie pueda abrir la boca, Lapidus sigue nuestra mirada hasta Shep.

– ¿Y qué está haciendo usted aquí? -pregunta Lapidus y su voz suena agradablemente sorprendida-. ¿Más disertaciones sobre Tanner Drew?

– Sí -dice Shep secamente-. Todo sobre Tanner Drew.

– Muy bien, por qué no lo deja para más tarde -dice Lapidus-. Dejemos a estos chicos solos.

– En realidad, esto es más importante -le desafía Shep.

– Tal vez no lo ha entendido -interviene Quincy-. Queremos que estos chicos se queden solos. -En ese momento, la discusión acaba. El pez gordo se come al chico.

– Gracias otra vez por lo que has hecho -me dice Lapidus. Se inclina hacia mí y susurra-. Y puedes creerme, Oliver, si nos ayudas a conseguir a Kenny sería una manera perfecta de redondear tus solicitudes de ingreso a la Escuela de Administración de Empresas.

Charlie y yo permanecemos sentados en silencio mientras Shep acompaña de mala gana a Lapidus y Quincy hacia la puerta. Justo cuando están saliendo, Shep se vuelve y le lanza a Charlie una mirada penetrante que le atraviesa el corazón. La puerta se cierra con fuerza, pero no hay ninguna duda. No hemos hecho más que prolongar el sufrimiento.

– ¿Qué? ¿Tengo buen aspecto o tengo buen aspecto? -pregunta Kenny tan pronto como el trío se ha marchado.

Charlie aún está conmocionado.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -pregunto.

– A mí también me alegra verte -dice Kenny, sentándose al otro lado del escritorio-. ¿Siempre eres tan agradable con las visitas?

– Sí… no… Lo siento, es sólo uno de esos días -tartamudeo. Trato de mantener la calma, aunque es obvio que no lo estoy consiguiendo.

Kenny dice algo más, pero no puedo dejar de pensar en Shep. Miro a Charlie y nuestras miradas se cruzan. No hay nada peor que el miedo reflejado en los ojos de tu hermano.

– Bien, cuéntanos qué es lo que pasa -le digo a Kenny-. ¿Para qué puesto es la entrevista?

– ¿Entrevista? -Kenny se echa a reír-. No estoy aquí buscando trabajo… estoy como cliente.

Salgo despedido de mi asiento.

Eso es todo lo que Kenny necesita ver. La sonrisa de gran gilipollas.

– Te aseguro que el negocio inmobiliario es realmente excitante -añade con la misma sonrisa-. Diecisiete millones… y eso es sólo el principio. ¿En qué otro lugar puedes conseguir dinero fresco de este modo? Quiero decir, sin que te arresten, por supuesto.


En el instante en que la puerta se cierra detrás de Kenny, me hundo en mi asiento. Charlie está de pie y se mueve por toda la habitación, incapaz de estarse quieto.

– Tal vez deberíamos llamar a Shep -dice, sin dejar de moverse-. Sigue siendo mi amigo… atenderá a razones…

– Dame sólo un minuto…

– No tenemos un minuto, sabes que estará aquí en cualquier momento… y si nos limitamos a quedarnos sentados… Quiero decir, ¿qué estamos haciendo aquí todavía? Es como quitar la anilla y esperar con la granada metida en nuestros pantalones. -Se vuelve hacia mí, preparado para mantener una discusión, pero, ante su sorpresa, sólo encuentra silencio-. ¿Qué? -pregunta-. ¿Qué he hecho ahora?

– Repite lo que has dicho.

– ¿Sobre la granada en nuestros pantalones?

– No… antes de eso.

Piensa un segundo.

– ¿Qué estamos haciendo aquí todavía?

– Exacto -digo, mi voz ahora sale volando por la pista de despegue-. ¿Cómo te explicas eso?

– No te entiendo.

– ¿Qué estamos haciendo aquí todavía? -pregunto mientras le levanto de mi asiento-. Shep nos ha cogido tratando de robar tres millones de dólares pero, ¿se lo dice a Lapidus? ¿Se lo dice a Quincy? ¿Llama a sus compañeros del servicio secreto? No, no y no. Se larga del despacho y aplaza la conversación hasta más tarde.

– ¿Y? -dice Charlie encogiéndose de hombros.

– ¿Cuál es la primera regla de la Aplicación de la Ley 101?

– ¿Ser un jodido cabrón enfermo de poder cada vez que atrapas a alguien?

– Hablo en serio, Charlie, es la página uno del manual: «No permitas que los malos escapen.» Si Shep huele que algo no funciona bien, se supone que debe acudir inmediatamente al jefe.

– Veo que empiezas a entenderlo. Tal vez nos está dando la oportunidad de explicar lo que ha pasado.

– O tal vez él… -Me interrumpo a mitad de la frase. Alzo una ceja suspicaz-. ¿Conocemos bien a ese tío, Charlie?

– Venga ya… -dice, poniendo los ojos en blanco-. ¿Ahora piensas que Shep es el ladrón?

– Es perfectamente lógico si piensas en ello. ¿De qué otro modo podría haberse enterado del fax original de Duckworth?

– Él te lo ha dicho, Sherlock, vio cómo llegaba…

– Charlie, ¿tienes idea de cuántos centenares de faxes llegan al banco cada día? A menos que Shep se pase todo el día controlando cada fax que llega al edificio, no hay forma posible de descubrirlo. De modo que, o bien alguien le dio el soplo antes de que ese fax llegase… o bien de alguna manera…

– …él sabía que el fax estaba al caer -dice Charlie, completando mi pensamiento. Abre la boca. Su cuerpo se pone rígido, como si la sangre estuviese congelándose en las venas-. ¿Realmente crees que él…

– Tú no le conoces de nada, ¿verdad?

– Bueno, nos vemos y hablamos durante el trabajo…

– Tenemos que largarnos de aquí -digo. Me dirijo rápidamente hacia la puerta.

– ¿Ahora? -pregunta Charlie.

– Cuanto más tiempo nos quedemos sentados aquí, más posibilidades existen de que nos tomen como chivos exp… -Abro la puerta y levanto la vista. Hay una figura en la entrada del despacho.

Con su pecho en mi cara, Shep avanza obligándome a retroceder. Una vez que está dentro, cierra la puerta. Estudia a Charlie y luego clava su mirada en mí. Su grueso cuello mantiene la cabeza brutalmente arqueada, pero no se trata de un ataque… nos está midiendo. Pesando. Calculando. Es como uno de esos silencios que se producen al final de la primera cita, cuando deben tomarse las decisiones.

– Lo repartiré con vosotros -dice Shep.

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