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– Brandt Katkin, es un placer conocerles -dice mientras nos estrecha las manos.

– Jeff Liszt -digo, utilizando otro de los nombres del banco. Katkin echa un vistazo a mi tarjeta de identificación, en la que se lee Lapidus.

– Lo siento… -interviene Charlie, exactamente como lo hemos ensayado-. El señor Lapidus se estaba retrasando, de modo que le pedimos al señor Liszt que se uniera a nosotros en su lugar…

– No, por favor, no hay problema -dice Katkin, demasiado educado como para revelar siquiera un atisbo de fastidio. En el mundo del capital de riesgo, donde se deja caer un nombre y causa una impresión instantánea, Katkin está más que acostumbrado a lanzar el cebo y tirar del sedal. Mientras nos conduce de regreso a su despacho, sigue un curso sinuoso a través de los pasillos grises de la corporación. Yo voy delante, seguido de Gillian. Charlie cierra la marcha.

Cuanto más nos alejamos del área de recepción, el ambiente se vuelve más silencioso. Mirando a mi alrededor trato de encontrar oficinas individuales, pero me doy cuenta rápidamente de que todas las puertas están cerradas.

– ¿Esta ha sido siempre una división del servicio secreto? -pregunta Charlie. Emplea el mismo tono festivo de siempre, pero la ansiedad en su voz resulta inconfundible.

– Yo no la llamaría una división -le aclara Katkin mientras giramos a la izquierda hacia su despacho. Lleva pantalones caqui, mocasines y una camisa de golf Doral. El traje de tres piezas típico de Miami. Pero el acento plano y nasal de Minnesota hace que parezca fuera de lugar-. Es más bien una sociedad.

Gillian y yo ocupamos los dos sillones delante del enorme escritorio de Katkin con tablero de cristal. Charlie roba un espacio en el sofá de cuero negro de líneas contemporáneas. El despacho es un intento de alta tecnología pagada con el dinero de los contribuyentes. En una esquina, una estantería lacada en negro exhibe docenas de juguetes productos de acuerdos, las chucherías de agradecimiento que regala una compañía cuando cierra un buen trato: un camión de bomberos, una jeringuilla falsa, un apoyalibros con forma de microchip. Los típicos objetos inútiles del mundo de los negocios. Justo encima de la estantería hay un certificado enmarcado que conmemora el nombramiento de Katkin como agente especial del servicio secreto. Charlie lo está mirando fijamente.

«Una sociedad, y una mierda», señala con la cabeza.

Muestro mi conformidad asintiendo ligeramente con la cabeza. El servicio secreto es el servicio secreto. Sin embargo, Katkin parece no tener idea de quiénes somos; eso significa que, dondequiera que estén, Gallo y DeSanctis siguen con la boca cerrada.

– ¿Cómo funciona exactamente el fondo? -balbuceo, tratando de no dejarme ganar por el pánico.

– No permita que la parte del servicio secreto le engañe -dice Katkin-. Esto es sólo el siguiente peldaño en R &D. Con la tecnología avanzando a la velocidad de la luz, las agencias del gobierno no podían seguir el ritmo. Tan pronto como conseguíamos desentrañar un sistema de seguridad, otro ocupaba su lugar. CIA… FBI… todos estaban al menos cinco años rezagados en relación al mercado privado. La CIA abrió In-Q-Tel para cerrar la brecha. Hace dos años nosotros inauguramos Five Points.

»Es algo realmente muy sencillo cuando se piensa en ello -continúa-. ¿Por qué matarte tratando de correr contra Silicon Valley cuando puedes dejarles que formen cola ante tu puerta? Es lo interesante del juego: toda idea nueva necesita dinero, incluso las ilegales. Y, de este modo, conseguimos que todo funcione a nuestro favor. Por ejemplo, si un tío inventa una bala capaz de atravesar el Kevlar, en lugar de permitir que vaya con su invento al mercado negro, lo compramos nosotros, averiguamos qué es lo que la hace tan potente y luego proporcionamos a nuestros agentes las contramedidas adecuadas. Es lo mejor de ambos mundos: podemos utilizarlo nosotros o derrotarlo si alguien lo utiliza contra nosotros. Para cuando hemos acabado, nuestros empresarios reciben sus fondos y nosotros echamos un vistazo antes que nadie a los mejores productos.

– ¿De modo que el gobierno se queda con los beneficios? -pregunto.

– ¿Qué beneficios? -bromea Katkin-. Somos un 501 (d) (3). «No lucrativo» es nuestro segundo nombre. De ese modo los políticos son felices, la competencia no nos considera una amenaza y nos permiten dar el salto al mundo de los negocios. Bienvenidos al futuro. Gobierno, Inc.

– Si no puedes vencerles… -comienza Charlie.

– Cómetelos -bromea Katkin. Es una lástima que sea el único que se ríe-. Bien, ¿en qué puedo ayudarles?

– Se trata de mi padre -dice Gillian, abriendo por fin la boca-. Marty Duckworth…

– ¿Duckworth era su padre? -pregunta Katkin y el tono de su voz suena divertido-. Ese tío me caía realmente bien. ¿Qué es de su vida?

Gillian aparta la vista.

– Mi padre murió hace unos meses.

– Vaya, yo… yo lo siento -dice Katkin. Observo atentamente su reacción. Los ojos muy abiertos. El pecho hundido. No excesivamente conmocionado, pero obviamente consternado por la noticia. Miro a Charlie por encima del hombro buscando una confirmación. Él también lo ha visto.

«Si este tío está actuando, este año le concederán un Oscar», coincide Charlie.

– No sabía que… -continúa Katkin.

– No hay problema -le interrumpo, volviendo a mi papel de banquero-. Como ya debe haber supuesto, nosotros somos los testamentarios del señor Martin Duckworth y pensamos que puede haber algunas cosas en las que usted podría ayudarnos. Verá, cuando estábamos revisando sus efectos personales, encontramos esto… -Meto la mano en el bolsillo interno de la chaqueta y saco el acuerdo de no divulgación y se lo entrego a Katkin.

Asintiendo para sí, Katkin reprime una sonrisa.

– Aquí está… el que escapó…

– ¿Perdón?

– Era un hombre brillante, pero también un auténtico personaje. Un empresario de pura raza. Quiero decir, en una ocasión nos encontrábamos en el aeropuerto sobre una cinta mecánica y yo le pregunté, en broma: «¿Cuánto cree que se tardaría en dar la vuelta al mundo en algo como esto?» Duckworth lo pensó un momento, se volvió hacia mí y dijo: «2 233,3 horas, suponiendo que se emplee el diámetro polar de la Tierra y no el ecuatorial.»

Gillian quiere reírse, pero no lo consigue.

– ¿O sea que recuerda haber tratado con él? -pregunta Charlie.

– ¿Cómo podría olvidarlo? Era un tío original, no hay duda. Encontró nuestro nombre en el listín telefónico. Honestamente, ellos abrieron esta oficina para establecer contactos con Latinoamérica… ¿A quién se le hubiera pasado por la cabeza que un hombre como Duckworth se presentaría aquí?

Inclinándose hacia adelante, Gillian cruza los brazos delante del estómago.

– ¿Qué fue lo que les dijo? -pregunta y su tono revela dolor.

– Simplemente entró. El ordenador portátil en una mano y una vieja tablilla con el sujetapapeles oxidado en la otra. Enviamos a uno de nuestros internos a que hablase con él. En la oficina no aceptamos propuestas que no hayamos solicitado previamente. Diez minutos más tarde le llevaron a ver a los tíos de comercialización. Y diez minutos después de eso, acompañaron a Duckworth directamente a mi despacho. -Agitando el AND delante de él, Katkin añadió-. Solíamos bromear con que su padre había bajado esto de la página web de alguna firma de abogados. Pero debo decir en su honor que se negó a revelarnos cómo funcionaba hasta que no firmamos este documento.

– ¿Tan bueno era?

– ¿Sabe cuántos AND firmamos el año pasado? -pregunta Katkin-. Dos -se contesta él mismo-. Y el otro correspondía al tío que… -Se interrumpe bruscamente-. Digamos simplemente que… se trata de alguien de quien sin duda han oído hablar.

Charlie se sienta erguido en el sofá, percibiendo que nos estamos acercando a nuestro objetivo.

– ¿De modo que firmaron ese acuerdo de no divulgación de datos?

– Duckworth nos dejó el documento. Nosotros dudamos… dimos rodeos… y finalmente firmamos. Pero después de unas pocas primeras citas, creo recordar que eso ocurrió hace aproximadamente ocho meses, nunca volvimos a saber nada de Duckworth.

– ¿Qué? -decimos Charlie y yo simultáneamente.

– Eso es exactamente lo que pensamos. Todos estábamos preparados para poner la cosa en marcha -teníamos el equipo dispuesto… ya estaba incluido en el presupuesto- incluso hicimos que nuestro experto en delitos financieros volase desde Nueva York.

En el preciso instante en que Katkin menciona nuestra ciudad natal, un dolor agudo se instala entre mis hombros. Es como si un buitre estuviese clavándome su pico duro en la nuca.

– ¿Nueva York? -pregunto.

– De hecho tenemos algunos amigos en la oficina de Nueva York -interviene Charlie-, ¿Cómo se llama ese experto?

Gillian frunce el ceño, pero el truco da resultado.

– Bueno, es uno de nuestros mejores hombres -dice Katkin mientras las garras del buitre se hunden profundamente en mi espalda. Miro con expresión vacía a través del tablero de cristal del enorme escritorio mientras los pies de Katkin reposan sobre la mullida alfombra-. Un tío realmente agradable -explica Katkin-. Se llama Jim Gallo.

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