46

No puedo dormir. No sirvo para eso. Incluso cuando éramos pequeños -cuando Charlie y yo nos turnábamos para contar historias de terror sobre el demonio, el viejo del saco y la gente de mierda que vivía en nuestro edificio- Charlie era el primero en roncar. Esta noche no es diferente.

Mientras mantengo la mirada fija en la profunda grieta negra que cruza el techo estucado, puedo oír los ecos de mi madre llorando. Y Deilacosta marchándose de casa para siempre. ¿Por qué coño nadie me lo dijo? Luchando aún con la respuesta, escucho la penosa respiración de Charlie. Cuando estaba enfermo era mucho peor: un resuello asmático que solía mantenerme vigilante como si fuese un monitor cardíaco humano. Es un sonido que me perseguirá siempre -como el sonido de los sollozos de mi madre- pero cuando me vuelvo y miro a Charlie, mientras los minutos pasan y su respiración adquiere un ritmo regular, trato de encontrar algo de alivio en la sensación de que, finalmente, estamos consiguiendo un momento de descanso. Entre las fotografías, el acuerdo de no revelación de datos y las pistas de Five Points Capital, realmente hay una luz al final del túnel. Y entonces, como salido de ninguna parte, la luz desaparece robada por unos ligeros golpes contra el cristal de la ventana.

Me incorporo en la cama.

Los golpes cesan. No muevo ni un músculo. Y los golpes vuelven a empezar. El golpe seco y persistente de un nudillo contra el cristal.

– Charlie, levántate -susurro.

No se mueve.

– Oliver -la voz llega claramente desde el exterior.

Salto de la cama tratando de no hacer ruido. Si grito, quien esté luera sabrá que estamos despiertos. Me acerco a la cama de Charlie para destaparle.

– ¿Oliver, estás ahí? -pregunta la voz.

Me giro, sorprendido, y dejo la manta de Charlie. No es cualquier voz…

– Oliver, soy yo.

… es una voz que conozco. Me acerco rápidamente a la puerta y echo un vistazo a través de la mirilla sólo para asegurarme.

– Abre…

Hago girar la llave y quito el cerrojo. La puerta se abre con un leve crujido y miro hacia la oscuridad.

– Lo siento, ¿te he despertado? -pregunta Gillian con una leve sonrisa.

Como es habitual en ella, no puede permanecer quieta. Hunde las manos en los bolsillos traseros y luego alterna el peso del cuerpo de un pie a otro, balanceándose como si fuese una cantante folk.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– No lo sé… no podía dejar de pensar en el mando a distancia… y las fotografías y… me resultaba imposible conciliar el sueño, así que imaginé que… -Se interrumpe bruscamente y echa una rápido vistazo a mis calzoncillos cortos. Me sonrojo; ella se echa a reír-. Escucha, sé que tú tienes tus propias razones para hacer esto, pero te agradezco realmente lo que haces con mi padre. Él… él te lo hubiese agradecido.

Mi cara no hace más que enrojecer intensamente.

– Hablo en serio -dice Gillian.

– Lo sé -digo.

Disfrutando del momento, añade:

– ¿Cuándo es tu cumpleaños?

– ¿Qué?

– ¿De qué signo eres, Aries o Leo? Melville y Hitchcock eran Leo, pero… -Hace una pausa, asimilando mi reacción-. Eres Aries, ¿verdad?

– ¿Cómo es posible que…? ¿Cómo lo sabías?

– Venga, estirado, lo llevas grabado en la frente: la postura perfecta, ese tono -paternalista y admonitorio cuando le hablas a tu hermano, incluso esos inmaculados calzoncillos blancos…

– Son nuevos.

– No hay duda de que lo son -dice Gillian, bajando la vista para echarles otro vistazo. Vuelvo a sonrojarme y ella se ríe-. Vamos -añade-. Ponte algo de ropa, dejaré que me invites a una taza de café barato.

Miro la calle desierta por encima de su hombro. Incluso a esta hora no es una idea muy inteligente pasear en público.

– ¿Qué me dices de un vale para otra ocasión?

Ella retrocede ligeramente y en su rostro se dibuja la expresión de un cachorro herido.

– Tampoco significa que tengas que irte… -añado a modo de invitación.

Gillian se detiene y se vuelve rápidamente.

– ¿Eso significa que quieres que me quede?

Es una broma y ambos lo sabemos. Charlie me diría que cierre la puerta sin perder un segundo. Pero eso no haría más que dejarme tumbado en la cama, en la oscuridad y mirando el techo sin poder dormir.

– Sólo estoy diciendo que debo tener cuidado.

– Ah, debido a los… no había pensado… -Gillian vacila de la manera más dulce posible. Es uno de esos momentos en los que nadie sería capaz de fingir-. Por supuesto que quiero que tengas cuidado. De hecho… -Una sonrisa burlona le ilumina el rostro.

– ¿Qué?

– Ponte unas zapatillas -dice, ahora radiante-. Se me acaba de ocurrir una idea.

– ¿Para salir? No creo que sea…

– Confía en mí, guapo en calzoncillos, ésta será una de esas ocasiones que me agradecerás. Nadie sabrá que estamos allí.

Gillian dice algo más, pero yo todavía estoy saboreando la palabra guapo.

– ¿Estás segura de que no hay peligro?

– No te lo pediría si hubiese peligro -contesta, súbitamente seria-. Especialmente cuando estamos en esto juntos.

Ese es el impulso que me lleva hasta la cima de la montaña. Si Gillian quisiera hacernos daño, Gallo y DeSanctis estarían aquí hace ya varias horas. En cambio, Charlie y yo disfrutamos de todo un día de paz y tranquilidad. A partir de ahora, cuanto más tiempo pase Gillian con nosotros, más riesgos correrá. Pero no le importa. Quiere conocer la verdad acerca de su padre. Y nosotros también. Dejo una rápida nota para mi hermano y le echo un vistazo para asegurarme de que sigue dormido.

– No te preocupes -dice Gillian-. Nunca sabrá que te has marchado.


Mientras recorremos el muelle tengo que reconocer que tenía razón. En una ciudad que se enorgullece de ser vista, Gillian ha encontrado el único lugar tranquilo donde nadie mira.

– ¿Suficientemente solitario para ti? -pregunta mientras nuestros zapatos resuenan sobre las tablas de madera de la Miami Beach Marina. A nuestro alrededor, los muelles están sumidos en un silencio absoluto. En la playa, un guardia de seguridad está haciendo su habitual ronda nocturna pero Gillian agita la mano en un gesto amistoso y eso basta para mantenerle a distancia.

– ¿Vienes aquí con frecuencia? -pregunto.

– ¿Tú no lo harías? -contesta mientras pisa el freno.

No estoy seguro de a qué se refiere, es decir, hasta que no señala una pequeña embarcación de pesca, blanca y visiblemente afectada por el paso del tiempo, que se balancea junto al muelle. Apenas lo bastante grande para que quepan seis personas, tiene los asientos cubiertos con cojines gastados que llevan el emblema de los Miami Dolphins y un parabrisas con una grieta que lo atraviesa por la mitad. Con un ligero y exacto movimiento de los pies, Gillian lanza las sandalias dentro del bote.

– ¿Es tuyo? -pregunto.

– El último regalo de mi padre -dice con evidente orgullo-. Incluso los ingenieros ateos siguen apreciando la majestuosidad de atrapar un pez a la luz del crepúsculo.

Cuando desata los cabos que sujetan la embarcación a los pilotes del muelle puedo ver sus brazos delgados que brillan con gracia a la luz de la luna. Salto dentro del bote sin dudarlo un instante. Gillian enciende el motor y coge la rueda del timón con mano suave pero segura. Deben de ser las cuatro de la madrugada, pero en el mar aún hay unas vistas realmente maravillosas.


Con un brusco giro a la izquierda dejamos la marina e, ignorando los carteles de «No provoque olas», Gillian mueve la palanca del acelerador hacia adelante y nos envía rebotando a través del agua oscura. La accidentada marcha basta para lanzarnos contra nuestros asientos, pero ambos nos aferramos al tablero de instrumentos y hacemos un esfuerzo para mantenernos en pie.

– ¡Si no te colocas por encima del parabrisas, no puedes probar el sabor del océano! -grita Gillian por encima del ruido del motor. Asiento y paso la lengua por la sal que el aire deposita en mis labios. Cuando comencé a trabajar en Greene, Lapidus me llevó en su avión privado a Saint Bartholomew y salimos a navegar en uno de los yates de un cliente del banco. Tenían catas de vinos, masaje tailandés y dos mayordomos. Comparado con esto era una mierda.

Gracias a un faro antiniebla instalado en la proa de la embarcación podemos ver a través de la oscuridad, pero con la luna oculta detrás de las nubes, es como conducir a través de un campo abandonado. A la distancia, el océano se desvanece y todo se vuelve negro. Las únicas cosas que se pueden ver con cierta claridad son los espigones paralelos que corren a derecha e izquierda, un pasamanos natural que nos lleva hacia mar abierto.

– ¿Preparado para montar en el autobús mágico? -me grita Gillian cuando entramos en el océano. Espero que aumente la velocidad. En cambio, reduce la marcha. Al final del espigón gira nuevamente a la izquierda, rodea las rocas, y apaga el motor.

– ¿Qué haces?

– Ya lo verás -bromea, dirigiéndose a proa.

Nos encontramos a unos buenos doscientos metros de la costa, pero aún puedo oír cómo rompen débilmente las olas en la arena.

– ¿La gente puede vernos? -pregunto, echando un vistazo hacia un puesto de salvavidas apenas visible.

– Ya no -dice Gillian mientras apaga el faro antiniebla. La repentina oscuridad nos engulle por completo.

Buscando un punto de referencia que me dé seguridad, mis ojos se desvían hacia los letreros de neón rosa, azul claro y verde limón que señalan los techos de los hoteles art déco que flanquean Ocean's Drive. Desde esta distancia parecen luces de aterrizaje. Todo lo demás ha desaparecido.

– ¿Estás segura de que esto es prudente?

En ese momento se oye el sonido de algo cayendo al agua y la proa de la embarcación se sacude ligeramente. Ahí va el ancla.

– Gillian…

Moviéndose ahora rápidamente hacia la popa, Gillian retira los cojines de los Miami Dolphins que cubren el banco de madera, levanta la parte superior de éste y deja al descubierto el compartimiento para guardar cosas que hay debajo. Saca dos trajes de neopreno, máscaras, aletas…

– Échame una mano con esto -me dice, luchando con algo bastante pesado.

Me acerco y la ayudo a sacar del compartimiento un tubo de metal frío. Luego otro. Botellas de oxígeno.

– ¿Estás tratando de decirme algo? -le pregunto, haciendo un gran esfuerzo para dar la impresión de que no me siento intimidado por la situación.

Saca una linterna y me ilumina la cara.

– Pensé que estabas preparado para un poco de aventura…

– Y lo estoy -digo, bloqueando el haz de luz con la mano-. Para eso hemos venido a este bote.

– No, hemos venido al bote para sumergirnos. La aventura comienza aquí. -Con el rostro sonrojado por la adrenalina, Gillian coloca la linterna en un soporte del banco y se concentra en la pila de equipo que tenemos a los pies. Lee los indicadores de presión, ajusta las válvulas, deshace un nudo en los tubos flexibles de respiración…-. Sólo espera a verlo -dice con voz excitada.

– Gillian…

– Esto te abrumará los sentidos, vista, tacto, oído: bum, como si fuese un altavoz gigantesco.

– Tal vez deberíamos…

– Y la mejor parte es que solamente los que vivimos aquí conocemos este lugar. Ya puedes olvidarte de toda esa panda de turistas con la boca abierta en South Beach… Esto es sólo para los nativos. Toma, ponte esto. -Me arroja un traje de submarinista que me golpea el pecho.

Aunque pierda ante ella unos puntos preciosos, no es el momento más indicado para mantener la boca cerrada.

– Gillian, nunca he practicado el submarinismo.

– No te preocupes… todo irá bien.

– Pero no es peli…

Gillian se baja la cremallera de los tejanos y deja que se deslicen hasta los tobillos. Mientras libera los pies, se quita la camisa y la arroja a un lado.

– Relájate -dice, parada frente a mí y cubierta sólo con un sujetador transparente y unas bragas de algodón blanco-. Yo te enseñaré.

Justo por encima del fino elástico de las bragas lleva un diminuto tatuaje de una mariposa morada. No puedo quitar mis ojos de él.

– Ten cuidado, podrías quedarte ciego -bromea, contorsionándose para meterse en el traje de neopreno.

– ¿Te he dicho alguna vez cuánto me gusta practicar el submarinismo? -pregunto con la mirada aún clavada en la pequeña mariposa.

Con una sonrisa, Gillian me señala los pantalones. Me los quito rápidamente y me enfundo el traje de submarinista, que resulta ser mucho más ceñido de lo que yo imaginaba. Especialmente en la entrepierna.

– No te preocupes -dice Gillian al ver la expresión de mi rostro-. Se aflojará cuando se moje.

– ¿El traje o yo?

– Espero que ambos.

Estiro ambos brazos y prácticamente me precipito hacia ella. En la parte posterior de la embarcación, Gillian apuntala las botellas de oxígeno y las abre haciendo girar una válvula.

– Éste es tu regulador -dice, señalando el extremo superior de la botella, donde fija un pequeño artilugio negro que tiene cuatro tubos flexibles que serpentean en todas direcciones-. Y éste es el regulador -añade, tendiéndome el tubo corto de la derecha.

Siguiendo sus indicaciones me llevo el tubo a la boca y respiro profundamente. Se produce un lento siseo tipo Darth Vader cuando una corriente de aire frío pasa a través de la garganta y llena mis pulmones.

– Eso es… continúa así -dice Gillian mientras yo exhalo el aire y repito la operación-. Suave y lento… parece que lo hayas hecho toda la vida.

Es fácil hacer un cumplido, pero cuando mi respiración silba a través del tubo flexible, la testosterona comienza a debilitarse.

– ¿Para qué sirven todos estos otros tubos? -pregunto sin poder disimular mi nerviosismo.

– No te dejes impresionar por esas minucias -dice Gillian mientras sube la cremallera de mi traje y me da unas suaves palmadas en el pecho-. Cuando estás debajo del agua, sólo hay una regla, de vida o muerte: sigue respirando.

– Pero qué hay del regulador y de estos tubos…

– Todo el equipo funciona de forma automática. Mientras sigas respirando, mantiene el flujo del aire y regula la presión. Después, es como conducir un coche: no es necesario que sepas cómo funciona el motor y cómo se produce la combustión y todas esas cosas, sólo necesitas saber conducir.

– Pero nunca antes he conducido…

Gillian ignora mi comentario y me indica que levante las manos en el aire, pone un grueso cinturón amarillo alrededor de mi cintura y lo sujeta con lo que parece una versión en plástico de un cinturón de seguridad de los que se usan en los aviones.

– ¿Cuánto pesas? -pregunta, metiendo pesos de plomo en los bolsillos de velero del cinturón.

– Setenta y cinco kilos, aproximadamente. ¿Por qué?

– Perfecto -dice, cerrando herméticamente el último bolsillo-. Eso te llevará al fondo como a un chivato de la mafia.

Negándose a ir más despacio, Gillian se coloca detrás de mí. Giro para seguirla, pero el peso extra que llevo en la cintura y el balanceo del bote me hacen perder ligeramente el equilibrio.

– ¿No tendría que haber aprendido antes para hacer esto? -pregunto.

– Te encantan las reglas, ¿verdad? -contesta, colocándose su cinturón de plomo-. Lo único que te enseñan en esas clases es cómo no tener pánico.

Luego me levanta los brazos para colocarme un chaleco salvavidas rojo inflable. La botella de oxígeno y sus tubos tentaculares están sujetos con correas al chaleco salvavidas. Cuando me agacho, ella levanta el chaleco sobre mis hombros y estoy a punto de caer hacia atrás a causa del exceso de peso. Pero Gillian está allí para sostenerme.

– Puedes creerme -me promete, asegurándose de que el chaleco se encuentra bien sujeto en su sitio-. No te llevaría ahí abajo si no fuese seguro.

– ¿Qué hay de las embolias? No quiero acabar metido en una de esas cámaras de descompresión de ciencia ficción.

– Sólo bajaremos a diez metros de profundidad. Las embolias no representan ningún riesgo hasta que no has alcanzado al menos los treinta metros.

– ¿Y sólo bajaremos a diez metros?

– Sólo diez -repite Gillian-. Quince como máximo. -Arrodillándose se coloca su chaleco y la botella sobre los hombros-. Poco más que el largo de este bote. -Cuando ha terminado de ajustarse el chaleco, coge uno de mis cuatro tubos y aprieta un botón en uno de los extremos. Se produce un agudo siseo. El chaleco se llena de aire y se tensa alrededor de mis costillas-. Si todo lo demás falla, aún te queda el chaleco salvavidas -dice, haciendo que suene como si tuviese miedo de ahogarme en una piscina para niños.

Gillian llena de aire su chaleco, coge una máscara y una linterna, se calza las aletas y sube a la pequeña nevera que hay en popa.

– Gillian, espera…

Ella ni siquiera se gira. Se oye un chapoteo y la barca se balancea por la súbita pérdida de peso. Gillian desaparece de la superficie y vuelve a aparecer un segundo después.

– ¡Eh, tienes que sentir esto! -grita.

– ¿Está caliente?

– ¡Está helada! ¡Es como si tuviera hielo en mis bragas!

Gillian lanza una carcajada como si estuviese celebrando la fiesta del año, y cuanto más la miro, más comprendo que lo es.

– Venga -me dice-. Al menos tienes que probarlo. Si no te gusta, siempre puedes flotar alrededor del bote.

Sé que no es justo lo que hago, pero trato de imaginar a Beth en la misma situación. Odia el frío. ¿Y a estas horas? Ella ni siquiera hubiese subido al bote.

– ¡Venga! -grita Gillian mientras busco las aletas y la máscara-. ¡Con suavidad, sólo tienes que subirte a la nevera y saltar!

Me ajusto la máscara sobre la cara y cojo con fuerza todos los tubos.

– ¿Estás segura de que ésta es la mejor manera de entrar en el agua?

– Jacques Cousteau no podría hacerlo mejor… un paso de gigante para toda la human…

Cierro los ojos, salto y me sumerjo rápidamente. El peso extra me hunde a plomo pero, gracias al chaleco inflado, salgo despedido nuevamente hacia la superficie. La temperatura es lo primero que siento. Sin el sol sobre el agua… incluso con el traje de neopreno… hielo en los calzoncillos es una buena descripción.

– ¿Está lo bastante fría para ti? -pregunta Gillian.

– No, esto es genial, me gusta cuando absolutamente, positivamente no puedo sentir mi pene.

Es un chiste fácil, pero ella sabe perfectamente que no es sólo el frío lo que me provoca estos temblores. El mar está oscuro y desierto, la máscara se ajusta a mis sienes y lo único que oigo es el tema de la película Tiburón.

– ¿Estás preparado para sumergirte? -pregunta Gillian.

– ¿Ahora mismo?

Mirándome fijamente a través de su máscara, Gillian se acerca con un par de brazadas y me coge por los hombros.

– Lo harás de maravilla, estoy segura.

– ¿Estás…?

– Totalmente -me promete.

Mientras Gillian se aparta, levanto la mano hacia el hombro derecho y busco el tubo con el regulador.

– ¿Todo lo que debo hacer es respirar a través de esta cosa?

– Ése es todo el manual de instrucciones. Respirar y respirar y respirar. De hecho, por qué no das una vuelta nadando alrededor de la manzana…

Como antes, me coloco el regulador entre los dientes y Darth Vader regresa. Después de tres o cuatro inspiraciones, Gillian señala hacia el fondo. Mordiendo con fuerza las puntas de plástico duro que mantienen el regulador en su sitio, me inclino y sumerjo el rostro en el oscuro océano.

Hago una pequeña pausa antes de volver a respirar, pero mi cerebro se concentra en el cursillo intensivo de Gillian. Respirar, respirar, respirar. Abro los pulmones y absorbo una bocanada de aire… y la exhalo rápidamente. Un estallido de pequeñas burbujas sale del regulador. A partir de ese momento, me concentro en hacer respiraciones cortas, y funciona.

Gillian me da unos golpes en la espalda. Saco la cabeza fuera del agua y me quito el regulador.

– ¿Preparado para el pistoletazo de salida? -me desafía.

Asiento, esperando que eso sirva para que se tome las cosas con calma. Pero no hace más que acelerarlas.

– Muy bien, éstas son las instrucciones. Primero: si te desorientas, sigue las burbujas… te llevarán siempre hacia la superficie.

– Seguir las burbujas. De acuerdo.

– Segundo: cuando descendamos, no olvides destaparte los oídos, no querrás perforarte un tímpano, ¿no?

Para practicar me aprieto la nariz con el índice y el pulgar y soplo con fuerza.

– Y tercero, que es lo más importante: cuando subas a la superficie sigue respirando. Sentirás la tentación de contener la respiración, pero debes luchar contra ese deseo.

– ¿Qué quieres decir?

– Es algo instintivo. Estás debajo del agua… comienzas a sentir pánico. Lo primero que harás -garantizado- es contener la respiración. Pero si subes a la superficie de ese modo, y no estás respirando, tus pulmones estallarán como un globo. -Se pone bien la máscara y me mira rápidamente-. ¿Preparado?

Asiento nuevamente, pero sigo concentrado en una sola imagen. «Mis pulmones estallando como un globo.» Debajo de las olas, mis pies se mueven rápidamente impulsándome hacia atrás.

– ¿Qué? -pregunta Gillian-. ¿Ahora tienes miedo?

– ¿Me estás diciendo que no debería tenerlo?

– No te estoy diciendo nada. Si quieres abandonar ahora, la decisión es tuya.

– No se trata de abandonar…

– ¿De verdad? -me interrumpe, enfadada-. ¿Entonces por qué actúas de pronto como la primera rata en saltar del barco?

La pregunta se clava como un sacacorchos en mi pecho. Nunca había oído antes ese tono de voz en Gillian.

– Escucha -le digo-, lo estoy haciendo lo mejor que puedo. Cualquier otro dejaría que te sumergieras sola.

– Sí, seguro…

– ¿Crees que estoy bromeando? Nómbrame a una sola persona que fuese capaz de saltar al océano helado en un traje de neopreno y arriesgar su vida simplemente por experimentar una nueva sensación a las cuatro de la madrugada?

– Tu hermano -dice Gillian, mirándome fijamente para remachar el clavo. Antes de que pueda reaccionar, ella se coloca el regulador entre los dientes y coge el tubo que tiene apoyado en el hombro izquierdo. Levantándolo por encima de la cabeza, aprieta un botón en el extremo del mismo. Un siseo de aire rasga el silencio. Cuando el chaleco se desinfla, Gillian comienza a hundirse lentamente.

Me coloco rápidamente el regulador, levanto el tubo y oprimo el botón con el pulgar para desinflar el chaleco. La presión se afloja en torno a mis costillas. El agua me roza la barbilla.

– No te arrepentirás, Oliver -grita Gillian, quitándose el regulador para respirar por última vez fuera del agua. Cuando está a punto de sumergirse, añade-: Después me lo agradecerás.

Sacudo la cabeza fingiendo ignorar el súbito entusiasmo. Pero cuando me hundo -a medida que el agua negra me lame las mejillas y llena mis oídos- descubro de pronto que nunca he dicho a Gillian que mi verdadero nombre es Oliver.

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