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Gallo sujetó con fuerza los bordes de la pantalla del ordenador con sus manos callosas y miró el portátil que balanceaba entre su barriga y el volante. Durante dos horas había estado observando a Maggie Caruso prepararse el almuerzo, lavar los platos, arreglar los bajos de dos pares de pantalones y colgar tres blusas de seda en la cuerda que había fuera de la ventana. En ese tiempo, recibió dos llamadas: una de una de sus dientas, y la otra un número equivocado. «¿Podrá tenerla lista para el jueves?» y «Lo siento, aquí no vive nadie con ese nombre». Eso era todo. Nada más.

Gallo subió el volumen y abrió la alimentación de las cuatro cámaras digitales. Gracias a su último interrogatorio, y al reciente contacto de Maggie con sus hijos, pudieron ampliar la autorización e instalar una cámara en su dormitorio, otra en la habitación de Charlie y una tercera en la cocina. A través de la pantalla, Gallo disponía de vistas de cada habitación principal del apartamento de los Caruso. Pero la única persona que había allí era Maggie, inclinada sobre la máquina de coser en la mesa del comedor. En un rincón, un viejo aparato de televisión emitía un programa de entrevistas del mediodía. En un plano más cercano, la máquina de coser golpeaba la tela como si fuese un martillo neumático. Durante dos horas. Eso era todo.

– ¿Preparado para tomarte un descanso? -preguntó DeSanctis al tiempo que se abría la puerta del acompañante.

– ¿Qué coño te ha llevado tanto tiempo? -preguntó secamente Gallo, sin apartar los ojos de la pantalla.

– Paciencia… ¿Has oído hablar alguna vez de la paciencia?

– Sólo dime qué has averiguado. ¿Algo que pueda servirnos?

– Por supuesto que puede servirnos… -Aún fuera del coche, DeSanctis colocó dos maletines de aluminio sobre el asiento delantero, uno encima del otro. Se deslizó junto a ellos e instaló el que estaba arriba sobre su regazo.

– ¿Te lo han hecho pasar mal? -preguntó Gallo.

DeSanctis contestó con una sonrisa sarcástica y la apertura de las cerraduras del maletín.

– Ya sabes cómo se las gastan los de Delta Dash: diles qué necesitas, diles que se trata de una emergencia y bing-bang-bing, todos los artilugios de James Bond están en el siguiente envío. Todo lo que tienes que hacer es recogerlos en el depósito de equipajes.

En el interior del maletín plateado, encajada en un molde de gomaespuma negra, DeSanctis encontró lo que parecía una cámara redonda con una lente enorme. Una pegatina en la parte inferior decía «Propiedad de la DEA». Típico, asintió DeSanctis. Cuando se trataba de vigilancia de alta tecnología, la DEA y la Patrulla de Fronteras siempre tenían los juguetes más avanzados.

– ¿Qué es eso? -preguntó Gallo.

– Lentes de germanio… detector de antimónido indio…

– ¡En cristiano!

– Videocámara de infrarrojos con una imagen térmica completa -explicó DeSanctis mientras miraba a través del visor.

– Si quiere escabullirse por la noche, la cámara captará el calor que desprende su cuerpo y podrá localizarla en el callejón más oscuro.

Gallo alzó la vista hacia el brillante cielo invernal.

– ¿Qué más has conseguido?

– No me mires de ese modo -le advirtió DeSanctis. Dejando la cámara de infrarrojos sobre el regazo, dejó el primer maletín en el asiento trasero y abrió el segundo. En su interior había una pistola radar de alta tecnología con un largo cañón que parecía una linterna policial-. Sólo es un prototipo -explicó DeSanctis-. Mide el movimiento, desde el agua corriente hasta la sangre que corre por tus venas.

– ¿Y significa?

– Y significa que te permite ver a través de objetos inmóviles. Como las paredes.

Gallo cruzó los brazos con una expresión escéptica dibujada en el rostro.

– No jodas…

– Funciona. Yo lo he visto -insistió DeSanctis-. El ordenador que lleva incorporado te permite saber si se trata de un ventilador cenital o de un crío que da vueltas en círculos en el terrado. De modo que si ella se encuentra con alguien en el pasillo, o si se sale del campo visual de la cámara…

– La cogeremos -dijo Gallo, cogiendo la pistola radar y apuntando con ella hacia el apartamento de Maggie Caruso-. Todo lo que tenemos que hacer es esperar.

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