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– ¿Por qué? -pregunta el psiquiatra.

– Éramos como hermanos -le digo-. Con esa especie de relación amor-odio. Esas brujas iban por mí. Él lo sabía. Las había oído. De manera que dejé que me construyeran una piscina, barata. ¿Acaso es una razón para vender a un amigo? ¿Porque quiere cosas bonitas?

– ¿Las querías tú, o era ella? -pregunta él.

– Ella las quería, claro. Todas las mujeres quieren cosas bonitas. Imagínese lo que es crecer rodeada de olor a mierda de vaca y con moscas que te recorren la cara en verano: todavía las querría más.

– Pero ¿y tú? Tú también las querías, ¿no?

– ¿Y quién no? Habíamos hecho planes para una casa de seis mil metros cuadrados, justo al lado de la que teníamos. En un terreno de cuatro hectáreas junto al lago. ¿Qué le parece?

– Estás hablando con alguien que se crió con un solo cuarto de baño para siete personas -dice él tras encogerse de hombros.

– Bueno, doctor, no creo que le gustara volver a ese único cuarto de baño más que a mí. Cuanto más tienes, más quieres.

»Así son las cosas. Para mí. Para ella. Para usted. Para todos. Cinco años antes de toda esta mierda yo tenía acciones en otros cuatro proyectos de King Corp además del Garden State, por un valor de tres o cuatro millones de dólares. El problema fue que cuando la bolsa empezó su caída libre en 2000, yo me lancé a comprar.

»Había ganado a finales de los noventa, sí, pero luego empecé a perder. Mucho. Cuanto peor iba todo, más compraba. Después empecé a comprar con el margen de beneficios.

– Como quien dobla jugando al blackjack -dice él, asintiendo con la cabeza.

– Sí.

– Y su suerte cambió.

– No. Toqué fondo y me echaron un cable.

– ¿Quién?

– James.

Espero a que sus ojos demuestren sorpresa. No es así.

– No parece sorprendido -le digo.

– En muchas ocasiones los tipos con quienes nos llevamos peor son los que en un momento dado nos salvaron el pellejo. ¿Él te dio el dinero?

– Con condiciones. Me anticipó los pagos. Básicamente recompró mis acciones en los proyectos. Al final le salió un negocio redondo: triplicó su inversión. Como si le hiciera falta. Cuando todo quedó arreglado, mi capital era cero. Debía tres coches, tenía una casa de tres millones de dólares con una hipoteca monstruosa, una cuenta de seis cifras en American Express y una mujer que se moría por construir un castillo.

»El Garden State Center era la luz al final del túnel. El mayor centro comercial del mundo. Cincuenta cines. Doce grandes almacenes. Setecientas tiendas. Dos hoteles. Más grande que el Mall de América. Ben y yo éramos los socios constructores. Teníamos un dos por ciento para cada uno. Los beneficios sobre la financiación alcanzarían fácilmente los doscientos millones. Cuatro millones en el bolsillo. Libres de impuestos.

»Eso no era tanto comparado con lo que muchos otros ganaron con James. Como Milo. Su parte del beneficio rondaba los veinte millones.

– Pero todo tiene un precio -dice él.

– Sí. James chasqueaba los dedos y nosotros saltábamos. Si haces un trato así, no te preocupas por cenas de aniversario, o por partidos de rugby, o por la Navidad, o por no hacer vacaciones.

»Ni siquiera llevo la cuenta de los partidos que me perdí. De los conciertos. De las fiestas de cumpleaños. Pero aun así, lo tenía mejor que Ben. Es lo bueno de tener una esposa que quiere cosas bonitas.

»La suya no paraba de agobiarlo, llevaba Birkenstocks y tejanos acampanados. Una pedante naturista, licenciada en Filosofía. Al final se largó con sus dos hijos a Palo Alto con un catedrático de inglés. Ben siempre quedaba en segundo plano.

»Incluso en el modo en que todo el mundo me adjudicaba la idea de transportar el acero por aire, saltándonos el piquete y asestando un golpe al sindicato. La verdad es que había sido idea de Ben. Creo que la gente me recordaba porque mi foto apareció en la prensa, junto a esos enormes helicópteros Sikorsky, y fui yo quien le plantó cara a Johnny G cuando, echando espuma por la boca, llegó ante la puerta donde almacenábamos el acero. Quizá por eso Ben cogió aquella tarjeta de la agente del FBI, porque ya estaba harto de que su mejor amigo se llevara siempre todo el mérito.

– ¿Así que tú te llevaste el mérito de tirar adelante el proyecto?

– Mucha gente me lo atribuyó. Pero nadie que tuviera importancia de verdad.

– ¿Te refieres a James?

– El mundo es como un tanque lleno de tiburones. Acción-reacción. Comes o te comen. Eso me enseñó y eso es lo que hice.

– ¿Aunque ello implicara acabar con una vida?

– En cierto sentido.

– Sin embargo. James nunca lo hizo -dice él-. Nunca usó esas tácticas. Asesinato.

– No le pegó un tiro en la cabeza a nadie -le digo-, pero destruyó a gente. Con él ganabas o perdías. Nos movíamos en términos absolutos.

– ¿Él no ganaba siempre?

– Exactamente. Con James no había forma de ganar. Eso es lo que aprendí.

– ¿Ni siquiera tú?

– Nadie. Las apuestas eran altas, el riesgo, también. Como el día después de que nos saltáramos el piquete del sindicato.

– Vuelve a eso -dice él-. Nos habíamos quedado cuando te dirigías a casa, después de que os sacaran de la carretera.

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