– ¿Así que no eras tú quien debía hacerlo?
– Recuerdo que una vez leí algo sobre el tiempo. Se supone que es como un río, ¿no? De manera que un palo puede chocar contra una piedra y, antes de que te des cuenta, se ha acumulado allí un montón de mierda que hace que el puto río tome otra dirección. ¿Lo había oído alguna vez?
– Fue Einstein. Dijo que el tiempo era como un río.
– Sólo bastó un pequeño contratiempo. Un palo. Una multa de aparcamiento. Es demencial.
– ¿Una multa de aparcamiento?
– Pete, el hombre de Johnny G. Tenía más de veinte multas pendientes de pago en Atlantic City. Sale de la autopista en Nueva Jersey para comerse un taco o algo así. Llueve. Un tío cruza delante de su coche. Pete pisa el freno y se vuelve loco con la bocina. La emprende a gritos con el tío. Se mandan a la mierda respectivamente. Del restaurante sale un poli, que calma los ánimos pero comprueba las matrículas. Pete está en búsqueda y captura. Ya está. Multas de aparcamiento. Un puto taco.
– Pero le habían dicho a tu mujer que no había vuelta atrás.
Ahora se me escapa la risa, porque veo que sigue sin entenderme.
– Johnny G estaba dispuesto a dejarlo correr -explico-. Pero no me enteré de eso hasta más tarde.
Sus ojos parpadean tras las gafas, se le marcan arrugas en la frente.
Yo estaba totalmente fuera de mí. Cabreado. Aterrado. Dolido. Toda esa mierda. Hecho unos zorros. Muchas mujeres creen que los hombres muestran su lado sensible cuando lloran. A Jessica no le fascinaba la idea.
Me estaba esperando cuando llegué a casa del trabajo. Se había puesto mi perfume favorito. Aromatic: un olor que me recuerda a la primera vez que nos conocimos, en Nueva York, y al vestido rojo que llevaba, sin nada debajo. Tommy estaba en casa de un amigo, así que subimos al dormitorio. Era sólo el principio, para suavizarme. No es que siempre fuera así. A veces lo hacía porque sí, pero… ¿si además quería algo? Bueno, supongo que ayudaba.
Cuando terminamos yo podría haber dormido hasta el día siguiente, haberme saltado la cena, pero ella me convenció para que me pusiera unos pantalones de chándal y una camiseta, y me sacó hasta el porche.
– Van a librarse de él -me dijo.
Sus palabras golpearon el silencio como un martillo contra un yunque.
Respiró hondo, contempló la extensión de terreno vacío y dijo:
– La construiremos aquí, usaremos esos bloques de caliza. Durará diez mil años. Más.
Me olvidé del cielo, del lago y del mundo. Lo único que veía era su rostro, que me miraba fijamente. Severo e implacable, como un bloque de caliza. Sus dedos me rodearon con fuerza la muñeca.
– ¿Qué?
– James -susurró ella.
– ¿Lo hará Johnny G?
– Les permitiremos acceso a Cascade y les daremos la combinación del armario de Scott, para que cojan su cuchillo.
– ¿Bromeas?
– No pasará nada -dijo ella-. Sólo tienes que pasar el control de retina y luego largarte.
Una carcajada amarga se me abrió paso en la garganta antes de que pudiera evitarlo.
– Mira esto -dijo ella, abriendo los brazos, como quien espera recibir un regalo-. Será como un castillo. ¿Cómo crees que James consiguió lo que tiene? ¿De dónde crees que lo sacó? La vida es así. Hay que luchar por ello. Hay que pactar con gente. James lo hizo, tal vez no con el sindicato, pero sí con políticos corruptos, abogados y hombres de negocios. Mírale ahora: si su hijo necesitara una operación, él podría pagársela.
Negué con la cabeza y di un paso atrás.
– ¿Te encuentras bien?
– Sí -dije, y me froté los ojos.
– Cariño -dijo ella, avanzando decidida hacia mí-, no me asustes. Tenemos que hacerlo. No nos queda más remedio. Debes hacerlo por mí. Por Tommy. Con esta gente, no hay marcha atrás. Eso dijo él.
En ese momento supe que yo era la mosca. Ya no me debatía en la telaraña. Me había rendido: reposaba cómodamente, mientras a mi alrededor el universo temblaba y la araña se dirigía hacia mí, amenazadora. Al principio con cuidado, luego con paso rápido y ágil, como una gota de lluvia que resbala por el cristal.
– No hay vuelta atrás -repitió ella.
– Lo sé.
– Tenemos que hacerlo.
– Sí.
Me cogió de la mano y me llevó hacia casa. Me habló de Pete, del plan trazado con Johnny: debía reunirme con él en el aparcamiento del Cedar House, al día siguiente por la noche. Yo llamaría a James y le diría que los mensajeros habían extraviado una de las ofertas, que la estaban buscando y prometían tenerla lista en un día. Así no me esperaría.
– Todo saldrá bien -dijo ella.
Descorchó una botella de Opus, una que llevaba tiempo reservando para una ocasión especial. El corcho resonó en la cocina vacía al salir. Bebimos. Sentados en el sofá, en penumbra.
Comprendí cuál era mi posición. Tenía una pistola apuntándome a la cabeza. Johnny G. No serviría de nada emprenderla con ella por acceder, por meternos en este lío. Ya estábamos hasta el cuello. Nadando entre tiburones. Sólo había una salida.
De manera que, a la noche siguiente, mientras el minutero del reloj avanzaba hacia la hora señalada y yo miraba con aprensión, a través del parabrisas mojado, hacia todos los faros de coches que salían de la carretera, estaba listo para formar parte de eso. Sabía que era inevitable, con la misma seguridad que reconocía como mías aquellas manos lívidas que iluminaban los fogonazos, azules y blancos, de los relámpagos. Si James vivía, mi vida terminaría o quedaría arruinada. Si moría, estaba salvado.
Cuando la silueta del jeep de Jessica se materializó en la oscuridad, noté un vuelco en el estómago. Supe lo que tendría que hacer antes de que ella lo dijera. Recordé el día que la conocí en Central Park, aquel día cálido y primaveral de hacía años. Yo era un joven soldado recién incorporado a las filas de King Corp. Me sentía fuerte. Sin saber por qué, evoqué los álamos y su libro de texto. El nematodo, los hongos y aquel escarabajo que se encaramaba hacia la copa del árbol.
Cuando el reloj marcó las diez y Pete aún no había llegado, me sentí como el escarabajo. Al ver su coche, imaginé que los hongos me supuraban por la piel. Yo era la concha, el anfitrión de algo mucho más poderoso.
La observé: encorvada bajo la lluvia y la nieve húmeda, una sombra oscura que se movía de un coche al otro. Ocupó el asiento del copiloto y cerró la puerta. Su boca era una línea recta y la altivez de su gesto clamaba a gritos que estaba lista para una pelea. No haría falta.
– No viene -dije yo.
Abrió mucho los ojos, y el labio inferior desapareció bajo los bordes de sus pequeños y afilados dientes.
– Nosotros…
– Lo haré yo.
Me cogió de la mano y la apretó con fuerza. Piel fría y huesecillos de pájaro. Su otra mano buscó mi cuello: me abrazó y me besó, un beso salvaje y ávido que hizo que toda mi piel se estremeciera.
– Se lo merece -dijo ella.
No pude contestarle.
– Iré contigo -susurró Jessica.
– No.
Se quedó inmóvil durante un minuto: era una niña indefensa que contemplaba la nieve a través del cristal. Pasó un camión enorme, a toda velocidad, levantando una nube de agua. Ella asintió y me apretó la mano con fuerza.
– Tienes razón.