21

Johnny G le había dado un número a Jessica para que lo usara en caso de emergencia, y eso hizo.

– ¿Sí?

– Hola. Soy Jessica Coder. Johnny me dijo que llamara a este número si necesitaba hablar con él.

– ¿Y qué?

– Bueno, necesito hablar con él.

– Eres nueva.

– ¿Puedes pasármelo?

– Cuando lo vea le diré que has llamado.

– Escucha -dijo ella-, estoy segura de que tu trabajo consiste en esto, pero será mejor que se ponga al teléfono ahora. Tengo que hablar con él enseguida. Dile que vamos a perder el trato del Garden State. Nos queda sólo un día para remediarlo. Te aseguro que querrá saberlo.

– Sí. Ya lo sé.

– Es importante que se lo comuniques. Dile que espero su llamada a este número. ¿Tienes el número?

– Está en el teléfono.

– No me gustaría estar en la piel de uno de nosotros si esto se hunde.

– Tranquila, cielo. Se lo diré.

Jessica recorrió el gran salón. La ventana ofrecía una vista del lago. Era muy temprano. Una niebla gris ocultaba las montañas. La luz débil iluminaba las revueltas aguas del color de la plata empañada. El teléfono móvil que llevaba en la mano estaba pegajoso del sudor, y lo agarraba con tanta fuerza que los tendones del antebrazo empezaron a dolerle. Se sobresaltó cuando sonó el teléfono y contestó.

Él le dio el nombre de una cabaña en los Poconos, en Gander Mountain. Ella dijo que tardaría unas tres horas. Él le aconsejó que fuera sola.

Ya estaba vestida: pantalones anchos, con bolsillos, de color verde oliva; botas Timberland y un suéter ancho. Llevaba el pelo recogido en una coleta tensa y ni sombra de maquillaje: era el mismo estilo que había adoptado el día que conoció a Johnny, unas semanas antes, y le ofreció el trato. Había entrado en la sede del sindicato, en el norte de Nueva Jersey, vestida con unos tejanos anchos y una de las sudaderas con capucha de Thane. No quería que nadie la confundiera con una rubia tonta.

La carretera húmeda gemía bajo las ruedas mientras ella escuchaba el disco compacto que había puesto en el reproductor: una cantante llamada Carla Werner. Los dolorosos chirridos tenían una nota terapéutica. El cielo empezaba a despejarse en las montañas de Pensilvania. Cuando salió de la autopista en Nueva Jersey, el cielo ya era de un azul intenso, una sábana extendida sobre el lecho de árboles que conducía hasta el refugio de montaña. En la entrada de piedra la esperaba un hombre con cazadora tejana y el pelo engominado hacia atrás; apoyado en un Cadillac, se entretenía limpiándose las uñas con un palillo. Le hizo un gesto y ella le siguió, en su coche, por un sendero arbolado, hasta que llegaron a una cabaña aislada.

El sendero de grava rodeaba una zona de hierba que había crecido demasiado por falta de cuidados. En el ambiente reinaba un olor a madera húmeda y hojas podridas. Una abeja voló por delante de su cara y chocó contra el coche, embriagada por el cálido sol que se colaba entre los árboles e iluminaba el círculo de hierba. A la sombra del porche, el hombre de la cazadora tejana la detuvo y pasó un detector de metales por todo su cuerpo. Llevaba la cazadora desabrochada y ella distinguió una automática negra bien guardada en la funda de piel cosida bajo el brazo.

– Para evitar posibles micrófonos -dijo él, antes de abrirle la puerta, que cedió con un crujido.

Johnny G estaba sentado a una mesa larga cubierta con un mantel de cuadros. Bebía café de una gruesa taza blanca. Un manto de humo lo rodeaba. Una nube de contaminación que la hizo toser. Él apagó el cigarrillo en un cenicero de bronce y exhaló el humo por la nariz.

– ¿Te apetece un café? -preguntó él, alzó la taza y señaló con un gesto la cafetera que seguía en la cocina-. Te sirvo uno. Siéntate.

Ella se sentó y cogió la taza con ambas manos, para calentarlas contra el frío húmedo que se había apoderado de la cabaña. Johnny G también se sentó y la miró sin parpadear. Sus ojos eran negros en el centro y en los anillos más alejados; el iris era de un verde meloso, del color de un estanque sucio que no arrojaba la menor pista ni de su profundidad ni de si había vida bajo la superficie. Aquellos ojos, o quizá la humedad, la hicieron estremecer.

Ella le habló del contratiempo que había sufrido su plan, y cuando él le preguntó qué coño esperábamos que hiciera él al respecto, ella se lo dijo.

– Creo que deberías librarte de él.

Los agujeros negros se convirtieron en puntos y sus fuertes mejillas se contrajeron mostrando los dientes. Se relamió la punta del dedo índice y lo pasó por la parte trasera del cuello. Ella intentó no mirarlo.

– Tienes cojones, ¿lo sabías? Mírate. Un ama de casa. ¿Crees que estamos en una puta película?

– Milo no participaba en ninguna película -dijo ella.

La sonrisa de Johnny se le quedó congelada en el rostro y empezó a asentir con la cabeza, como si atendiera a las palabras de alguien á quién ella no oía. Jessica le imitó. Él volvió a hacer aquel gesto con el dedo.

– Está en la cabaña de caza -dijo ella-. Perdido en el bosque. Tiene sistema de seguridad, pero Thane puede garantizarte el acceso.

– ¿A mí? -preguntó él.

– O a quien quieras enviar.

– Quizá lo mejor sería dejarlo correr -dijo él.

Se apoltronó en la silla. La chaqueta de piel se abrió y dejó al descubierto el denso vello de su pecho.

– Estamos hablando de dos billones de dólares, Johnny. Si él desaparece, mi marido dice que los conseguiréis.

Johnny G cogió la taza de café y golpeó la base contra el mantel de plástico.

– ¿La idea ha salido de ti o de él? -preguntó.

– ¿Qué diferencia hay?

– Pete -dijo él en voz más alta-, ven aquí.

Se abrió la puerta y apareció el hombre repeinado de la cazadora tejana.

– Tenemos un problema.

Mientras Johnny G lo ponía al tanto, Pete se pasaba la lengua por el labio inferior y lanzaba miradas de soslayo hacia Jessica.

Cuando hubo terminado, Jessica dio un sorbo al café y dijo:

– Creo que deberíais hacer que parezca que ha sido su hijo.

– ¿A qué viene esto? -preguntó Johnny.

Su rostro se contrajo en una mueca e inclinó la cabeza; su frente brillaba de sudor entre los anillos de humo del tabaco.

– No paran de pelearse. Compiten a todas horas. El hijo, Scott, guarda todos sus aperos de caza en un armario de la cabaña. Thane podría dejarte entrar. Podrías usar su cuchillo.

– Menuda mosquita muerta, ¿eh, Pete? -dijo Johnny, mientras le daba un codazo a Pete. Sin embargo, su sonrisa se evaporó al instante y comentó-: Hazle caso. Es buena idea. Mañana por la noche. ¿De acuerdo?

– Hay una bolera en la Autopista 20, justo a la salida de Skaneateles. Se llama The Cedar House. ¿Quién vendrá?

– Él -contestó Johnny, y señaló a Pete.

– Thane se reunirá con él a las diez en punto. Llevará un Mercedes negro descapotable. ¿Le digo que busque ese coche? -preguntó ella, indicando con un gesto de cabeza el que había aparcado a la puerta de la cabaña.

– No, un Excursion -dijo Johnny-. De color verde.

Johnny G se levantó y Jessica lo imitó. La acompañó hasta la puerta y se la abrió para dejarla pasar. Antes de que pudiera salir, la agarró del brazo y la obligó a dar media vuelta. Ella notó el roce de sus labios en el oído y el calor de su aliento, que olía a café y a tabaco.

– En cuanto salgas de aquí ya no habrá vuelta atrás. ¿Lo entiendes? No hay vuelta atrás.

– Lo entiendo -dijo ella, y él la soltó.

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