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– Jessica tenía razón -digo-. Cuando estás en la cima, todo el mundo te amenaza. Es matar o morir. Ya está.

El psiquiatra se limita a mirarme y parpadea un par de veces. Su rostro se mantiene impenetrable.

– ¿Cómo iba a matarte? -pregunta él.

– En este Estado sigue vigente la pena de muerte. Sabe que no me quedó más remedio que hacer lo de James, así que estaba al descubierto. No hace falta disparar o apuñalar a alguien para matarlo. Da igual: Ben Evans intentaba acabar conmigo.


Sabía que no era buena señal que Mike Allen quisiera verme en Nueva York. Eso pensaba cuando cruzamos la pequeña terminal de Teterboro y vi dos limusinas esperando a la salida del aeropuerto. Jessica, que había dejado al niño con Amy para poder acompañarme, se montó en la segunda limusina.

– ¿No vienes? -pregunté.

– Tienes trabajo. No te importa que vaya de compras, ¿no?

– ¿Qué quieres comprar? -pregunté.

Observé su rostro, para descubrir si llevaba más maquillaje del normal.

– ¿Quién sabe? -dijo ella-. Zapatos. Un vestido, tal vez. Algo de Victoria's Secret.

Le sonreí y le di un beso, despidiéndola con la mano. Pero cuando ambos coches llegaron al Turnpike de Jersey, el suyo se dirigió hacia el norte mientras que el mío tomó dirección sur. La llamé al móvil al instante para preguntarle qué hacía. ¿No me había dicho que iba a Manhattan?

– Vamos a tomar la GW -dijo ella-. El chófer cree que es más rápida que el túnel.

La obra también estaba al norte. Y Johnny G.

– Vale. Te veo a la hora de cenar. A las ocho, ¿de acuerdo?

– Perfecto.

Cuando salimos del túnel Lincoln, el conductor se dirigió hacia el sur. Mike Allen tenía un ático en un edificio cercano a Battery Park, con vistas al puerto de Nueva York. El ascensor estaba forrado de granito rosa con adornos cromados y, cuando salí, la puerta del apartamento de Mike Allen me pareció la entrada de un banco. Dos grandes portones. Metal brillante. Y, en lugar de un timbre normal, una rueda de cromo con cinco gruesas púas.

Llamé y un mayordomo alto y enjuto abrió la puerta y me hizo pasar. Los espacios eran diáfanos, predominaba el color blanco, salpicado de una cantidad mínima de sillas de cuero, estilo antiguo, o, en un rincón, una solitaria y amorfa estatua de color naranja. Las ventanas iban de suelo a techo. Mike Allen apareció, procedente de la cocina, vestido con un suéter de golf amarillo y zapatos con clavos que resonaban con fuerza sobre el suelo de mármol.

– Thane, ¿quieres tomar algo?

Me señaló un gin tonic que llevaba en la mano, con una rodaja de lima flotando sobre el hielo. En el otro hombro llevaba una bolsa con palos de golf.

– Claro.

Hizo una seña al mayordomo y me guió hacia otro ascensor.

– Estará allí antes que nosotros -dijo él, en cuanto se cerraron las puertas.

Cuando volvieron a abrirse, tuve la extraña sensación de haber cambiado de época y de lugar, como si soñara despierto. Árboles frondosos, algunos de cuatro metros de altura, y arbustos enmarcaban la vista del cielo, de un azul perfecto, que flotaba sobre un campo de golf de un brillante color verde. Olía a hierba, y al subir el montículo, provisto de un banco y un cubo lleno de bolas, noté el olor a tierra que desprendían los zapatos de Mike.

– Es un rinconcito que me encanta -dijo Mike.

Se le veía sonriente, satisfecho por la mirada de asombro que expresaba mi semblante.

Una mujer vestida con un uniforme amarillo de doncella apareció entre los árboles y me sirvió la bebida; se marchó sin decir palabra. Cuando llegamos a la parte superior del campo, el puerto de Nueva York se abrió ante nosotros. El puente Goethals que une Staten Island con Nueva Jersey. La isla de Ellis. La verdosa y enmohecida Estatua de la Libertad. Al lado del banco había un cubo lleno de pelotas. Mike cogió una y la golpeó.

– Bueno, tenemos problemas -anunció Mike, mientras preparaba el siguiente lanzamiento.

– Aquello es un mundo distinto.

Mike me miró y sonrió, mostrando todos los dientes.

– ¿Sabes por qué no te he llamado por teléfono? -preguntó-. Sabes que me caes bien, pero tenemos problemas de verdad. Ben…

– ¡Por Dios, Ben otra vez! -exclamé.

Levanté los brazos en un gesto de desesperación y derramé parte de la bebida.

– Tiene una reputación -dijo Mike. Su sonrisa se apagaba-. Es alguien respetado en la industria y estamos en una sociedad anónima. Una semana después de cerrar el trato, las acciones subieron a veinte. Ayer bajaron a menos de ocho. Esto nos da mala prensa. La gente habla del proyecto. Del sindicato.

– No se puede construir nada sin ellos -expliqué-. Todo el mundo lo sabe.

– Sí, pero no son ellos los que retrasan doce meses la fecha de apertura. -Mike golpeó la pelota antes de que pudiera responderle-. Los bancos se ponen nerviosos.

– Trasladamos la apertura a Boston.

Intenté que mi voz no se convirtiera en un gemido.

– Y luego está la bebida. Había mucha gente en esa cena cuando te sentiste indispuesto. -Hablaba en voz baja, transmitiendo la idea de que era mi amigo-. Esas cosas no ayudan.

– Mike, sólo me emborraché con unos amigos.

– ¿Crees de verdad que todos eran amigos tuyos? Mira, esto aún no ha terminado. Por eso quería verte: tienes que reaccionar. Habla con Ben. Invéntate algo. Si unís vuestras fuerzas, saldrás de ésta.

– ¿Y si no lo logramos? -pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Mike sonrió y dijo:

– Vamos, no exageres. Es como la política. Pactos. Vosotros os conocéis desde hace años. Lo arreglaréis.

Balanceó el palo y golpeó la pelota de un blanco inmaculado. Seguí el recorrido de la bola cuanto pude, hasta que se convirtió en una diminuta sombra y se perdió en el inmenso espacio.

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