36

La esposa de Bucky, Judy, estaba en la sala de los trofeos, leyendo un libro frente al fuego. Los animales de Bucky nos miraban con sus ojos de cristal. Una oveja de piedra. Un búfalo enorme de El Cabo. Dos grandes pavos en pleno vuelo. Docenas de animales de seis de los siete continentes.

– Judy -dije-, lo siento pero tienes que irte.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

Era una mujer tranquila, con gafas y el cabello rizado color castaño. La clase de mujer que cabría encontrar trabajando en una biblioteca pública.

– Debes irte. Adam te ayudará a recoger tus cosas. Sólo dispongo de unos minutos, así que tendrás que darte prisa.

– ¿Qué pasa?

– Bucky está despedido -dije-. Esta casa pertenece a la empresa. No pienso consentir la ineptitud más de lo que la consentía James. Si Bucky le hubiera hecho esto a James el día del inicio de la temporada de caza, James habría reaccionado de la misma forma.

Hablé en voz baja, pero con fuerza. Cuando vi que vacilaba, alcé la voz.

– ¡Ahora, he dicho!

Judy miró a Adam, cuyas mejillas estaban sonrojadas y brillantes. Adam apretó las manos y contempló con atención el barro de sus grandes botas de goma. Ella captó la idea y doce minutos después cargaba doce maletas, con la ayuda de Adam, en su camioneta mientras yo hablaba por el móvil y fingía no mirar.

Adam y yo vimos cómo la camioneta se alejaba por el sendero y desaparecía hacia la carretera del pantano. El corazón me latía a cien por hora. Mentalmente veía la sonrisa de Jessica, la que compartía con Johnny G.

– ¿Aún tenemos aquella grúa grande en la parte trasera del corral de los patos? -pregunté a Adam.

– Sí.

– Sabes hacerla funcionar, ¿verdad?

Yo sabía que sí podía hacerla funcionar. A lo largo de los años los había visto a él y a Bucky derribar varios establos y granjas viejas, a medida que James expropiaba a sus vecinos para extender poco a poco el coto.

Asintió.

– Sube -le dije-. Yo conduciré.

Le llevé hasta el corral. La máquina estaba en el fondo, inmóvil sobre los altos hierbajos secos.

– Llévatela a casa de Bucky -ordené.

– ¿Para qué?

– Vas a demolerla.

– ¿La casa de Bucky? No puedo hacer eso -replicó.

Se quedó boquiabierto; sus ojos evitaban mirarme.

– Entonces estás despedido. Lárgate.

Adam tenía una vieja granja en un terreno propiedad de la empresa, donde vivía con su joven esposa. Ella padecía diabetes. Un gasto fijo en el seguro sanitario de la empresa.

– O bien derriba su casa y quédate con su trabajo.

– ¿Yo?

– ¿No he hablado claro? -pregunté.

– Pero es su casa.

– Pertenece a la compañía -dije, casi a gritos-.Y yo la dirijo. Tú eliges: o la casa está hecha pedazos esta misma noche o la próxima en caer será la tuya. ¿Qué te parece? ¿Vas captando la idea?

Adam retrocedió hacia la máquina. Subió al asiento, sin apartar los ojos de mí. Monté en su furgoneta y le seguí camino de casa de Bucky. Estuvo un rato frente a ella, mientras el viejo motor oxidado de la grúa llenaba el aire de humo asfixiante.

Por fin miré el reloj y bajé de la furgoneta. Le hice bajar de la grúa, elevé el brazo y la conduje hacia una de las esquinas de la casa. Di marcha atrás y volví a hacerlo, tres veces, hasta que el techo se desplomó.

Bajé y, elevando la voz por encima del ruido del motor, grité:

– ¿Me entiendes ahora? ¿Te enteras, joder?

Adam se humedeció los labios y asintió. Esperó hasta que estuve muy lejos para subir; luego hizo girar la máquina y comenzó a aplastar el suelo con la pala. Una vez empezó, trabajó con la habilidad de un artesano, atacando los lugares clave para que todo se viniera abajo.

Cristales machacados. Crujidos de madera. Hormigón aplastado. Empezaba a anochecer, pero mientras me alejaba en su furgoneta vi que su rostro enrojecido brillaba en el espejo retrovisor, como si fuera un faro.

Los invitados empezaban a llegar. Las bebidas se servían en la gran barra de caoba a las puertas de la sala de banquetes. La gente formaba grupos, u ocupaba los sillones de roble y piel oscura. Cuando Jessica y yo entramos cogidos del brazo en el cómodo e inmenso espacio, en el aire reinaba un rumor festivo: todos se acercaban a saludarnos y a felicitarnos, luciendo sus mejores sonrisas.

Cogí una copa de champán de una de las bandejas y me la bebí enseguida, para tener tiempo de coger otra después, antes de que la camarera se alejara. Cada vez que me daba la vuelta, veía a una chica provista de una bandeja, y pocas de ellas se fueron sin llevarse mi copa vacía y dejarme otra llena. Las burbujas me levantaban el ánimo; me parecía que aquella fiesta era la primera reunión desde la muerte de James que no estaba teñida de duelo.

La sala estaba repleta de gente; el ruido empezó a sonarme como si fueran las olas del océano. Mis dientes perdieron sensibilidad, y mientras discutía con Howard Reese sobre el Banco Mundial, tuve una remota sensación de que mis palabras no salían como debían. A partir de ese momento opté por callarme, y advertí que Marty se había encaramado a una silla y golpeaba un vaso con una cucharilla. Tuvieron que transcurrir cinco buenos minutos antes de que se hiciera el silencio suficiente para que pudiera anunciar que la cena estaba servida y que podían pasar al comedor.

Me encaminé a la mesa, vi a Jessica y la cogí de la mano.

James siempre se había sentado en la gran mesa ovalada que ocupaba la posición central, con Eva, Scott, Emily y los invitados más importantes que no eran miembros de la empresa. Al otro lado de las amplias ventanas se extendía un espacioso porche que llegaba hasta el agua. Jessica y yo ocupamos nuestros respectivos asientos, los que antaño habían correspondido a James y Eva: en el centro de la mesa, de espaldas a las ventanas.

Me senté sobre las manos y apreté los labios. Percibí que la sala se inclinaba un poco en una dirección, y luego en otra. Bajé los párpados, hasta que Jessica me propinó un codazo en las costillas. Todo el mundo me miraba. Había llegado el momento del brindis.

– Creía que decías que las tradiciones no importaban -le dije al oído-. ¿Ahora te da por ahí? ¡Mierda!

Ella forzó una sonrisa; su mirada recorrió la sala. Me levanté, dejando el brazo apoyado en la mesa. Vi un centenar de caras, diseminadas en un mar de mesas redondas, alumbradas por candelabros de tres brazos que hacían resaltar los centros de rosas amarillas. Alcé la copa y noté que todos centraban su atención en mí. Abrí la boca. Me detuve. Cerré los ojos.

Más allá de la luz de los candelabros, en la zona abierta del bar de donde salían las escaleras en dirección a los dormitorios, las luces se habían amortiguado. Mis ojos captaron el movimiento de alguien que descendía por la escalera: bajaba con un paso casi mecánico, con la mano apoyada en la barandilla de hierro.

Cuando llegó al descansillo, sentí un nudo en el estómago. No distinguía los rasgos de su rostro, pero de su pálido brillo deduje que tenía un porte regio y una mata de pelo blanco.

Noté los dedos de Jessica en el brazo.

Vi la nariz. Los pómulos altos y la mandíbula fuerte. Unos ojos bajo níveas cejas, mirando al suelo. Me volví hacia Jessica y le señalé con un gesto aquella figura silenciosa. El vaso se me escapó de las manos, y se cayó, lejos…

Me alejé de la mesa y me derrumbé sobre la silla. Oí gritos fugaces y un coro de susurros.

– Todo va bien -dijo ella, levantando la mano hacia los invitados y apartándose un mechón de pelo detrás de la oreja-. Por favor, comed.

Colocó mi brazo sobre su hombro. Apenas podía sostenerme. Me dejé arrastrar, con la mirada perdida, mientras ella me sacaba de la habitación.

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