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No dice nada, pero respira hondo y echa el aire por la nariz, despacio, mientras asiente con la cabeza como si por fin lo comprendiera todo.

– Mi padre solía encargarse de los pozos de residuos de Allied Chemical -digo-. Yo solía presumir de él, ya sabe, como hacen todos los críos, diciendo lo importante que era. Mi pasaporte a la fama radicaba en que mi padre tenía que ponerse uno de esos trajes espaciales, provisto de mascarilla de oxígeno y casco y botas de goma. Yo siempre le pedía que me llevara a su trabajo y me dejara poner una de esas mascarillas.

»De manera que un sábado, después de que mi madre interviniera por fin y se lo ordenara, él me llevó, me consiguió un traje que enrolló y remetió dentro de unas botas y caminamos por entre aquellos pozos llenos de sustancias verdosas. Se lo juro: estaba aterrado, pero al mismo tiempo tan alegre como unas castañuelas. Hacía un día precioso. Veías los retazos de nubes blancas reflejados en la superficie de la masa de residuos. Estuvimos un rato andando, respirando a través de esas máscaras, mientras él golpeaba las paredes de los contenedores con un largo palo metálico, y al final me calmé lo bastante para advertir que, alrededor de su hombro y atada a la cintura, llevaba una vieja cuerda trenzada.

»Era una de esas cuerdas por las que subíamos en las clases de gimnasia, y que olían a pelo de caballo, grasienta, áspera y gastada a la vez, y le pregunté para qué servía.

»"Si caes en uno de esos fosos -me dijo-, no podrás salir si no llevas una cuerda."

»Le pregunté si no podía lanzártela alguien una vez estuvieras dentro del pozo, y él me dijo: "Una vez estás dentro, ya es demasiado tarde. La masa se te pega. No puedes sujetarte a nada y no podrías coger una cuerda si te la tiraran. Tienes que llevarla contigo".

»"Bueno -dije-, yo no tengo cuerda." Miré aquel foso turbio, agitado, aquella sustancia que se movía como una piel de serpiente dispuesta a atacar, y retrocedí.

»"Es verdad", contestó, como si fuera la primera vez que pensaba en ello. Se volvió y se encaramó al foso. Casi le derribo en mis prisas por alejarme de allí.

El psiquiatra inclina la cabeza y frunce el ceño.

– ¿Alguien le ha apuntado a la cara con una pistola alguna vez? -pregunto.

Él niega con la cabeza y dice algo en voz baja.

– ¿Eh? -pregunto.

– A la cara no.

– Yo estaba hundido en los residuos. ¿Lo pilla? Hasta el fondo. Sin cuerda. Sin ayuda. Lo único que podía hacer era intentar mantener la cabeza a flote.


Noté que la cara me ardía de vergüenza ante sus risas. Se burlaban, como si ponerle a alguien una pistola en la cara no tuviera importancia. Jessica también se calmó. Volvimos al hotel y al día siguiente hicimos sonar el timbre en Wall Street, aunque ninguno de los dos nos encontrábamos muy bien.

Mike Allen nos llevó en su limusina a Teterboro, donde nos aguardaba el Citation X. Jessica se despidió de él con un beso en la mejilla. Yo me agarré a la baranda para subir.

– ¿Puedo hablar un minuto contigo? -preguntó Mike.

Me protegí los ojos del sol para poder verle el rostro y volví a bajar a la pista.

– ¿Qué pasa?

– Estás muy callado -comentó.

– La noche ha sido dura.

– Mira -dijo él, apoyando una mano en mi hombro-, sé lo difícil que es todo esto. Sé lo mucho que él significaba para ti y sé que todo esto debe de parecerte un poco frío.

Me encogí de hombros, sin decir nada.

– Los grandes líderes superan las adversidades. Tú eres mi Aníbal, cruzando los Alpes a lomos de un elefante. El funeral será mañana.

– Lo sé.

– Tienes que llevar a buen puerto este proyecto. Tenemos accionistas. La bolsa no se detiene por un funeral. ¿Estás en números negros o rojos? ¿Has sacado beneficios? Nada más.

Le miré a los ojos y le estreché la mano.

Después, en el avión, escuché la charla incesante de Jessica sobre los planos de la casa y el lugar donde se alzarían las columnas. Había quedado con los de la moqueta en la ciudad, así que me acompañó hasta el despacho y me dijo que me recogería unas horas más tarde.

– Quiero dar una fiesta -dijo, antes de salir del coche.

– ¿Por qué?

– Por ti. Por nosotros. En Cascade. Mike estuvo de acuerdo. Todos los socios. Los contratistas, los banqueros. Una fiesta por todo lo alto.

Dejé las manos sobre mi regazo y por la ventanilla contemplé el intenso tráfico. Algunos ya habían terminado por ese día.

– El funeral es mañana -dije, y se me nubló la vista.

– Mi intención es dar la fiesta dentro de un par de semanas -dijo ella-. Lo hago por ti. Para unir a todo el mundo. Para fomentar ese liderazgo del que Mike Allen habla a todas horas.

– ¿De verdad crees que podemos seguir con todo esto? -le pregunté mientras escrutaba su rostro.

Sus labios dibujaron un mohín de decepción.

– Las cicatrices se borran.

Me mostró la mano.

– El tiempo lo cura todo, ¿no?-dije.

Asentí con la cabeza, con la vista puesta de nuevo en el tráfico.

– Saldrás adelante.

– ¿Y Ben?

– Ben también -dijo ella-. Cuando su mujer se largó con aquel profesor y se llevó a los niños y el dinero de su cuenta bancaria, ¿Ben hizo algo? No, se limitó a enterrar la cabeza en la arena, como un avestruz.

– ¿Y si quiere que hablemos de ello?

– Le dices que no puedes. Que necesitas tiempo. Que es lo que pasa con esta clase de cosas.

– Él lo sabe -dije.

Las palabras se me escapaban entre los dientes.

– Basta, Thane -me ordenó-. Tienes trabajo que hacer. Te recogeré a las siete.

Le dije que sí, entré y convoqué al consejero general en mi despacho. Juntos llamamos al presidente de Con Trac para informarle de que les adjudicábamos la obra del Garden State y que queríamos que empezaran inmediatamente. Reaccionó con complacencia, pero no se esforzó mucho por fingir sorpresa. Acordamos que los abogados redactarían el acuerdo para finales de esa semana.

Había recibido más correos electrónicos de los que podía leer y debía dictar varias cartas. Y sí, todo eso ayudaba: tirar hacia delante, avanzando en el papeleo cual termita. En un momento dado me percaté de que no veía bien. Tenía las luces apagadas y ya había anochecido. Encendí la luz y proseguí. Poco después se abrió la puerta de mi despacho.

– Lo siento -dijo Ben. Se dejó caer en la silla de piel que había frente a mi mesa-. Todo esto es una locura.

Le miré durante un momento. Sin poder evitarlo, me agarré a los brazos de la silla. El zumbido de la calefacción y del tráfico eran los únicos ruidos de la sala.

– No tienes por qué sentirlo -dije-. ¿Te acuerdas de cuando competíamos todos los días, durante todo un verano, para la carrera de los cuatro kilómetros?

Él negó con la cabeza y dijo:

– No se trata de que te hayan elegido a ti en lugar de a mí. Es sólo… que no puedo creer todo lo que está sucediendo.

– Mike Allen me dijo que James habría querido que termináramos la obra. El Garden State era su obra magna. Comprendo lo que quieres decir, pero creo que es mejor que sigamos adelante con la construcción.

Ben me miraba, perplejo.

– Es que no puedo creer que Scott…

– Ben -dije, posando la vista en los papeles que tenía delante y cogiendo uno del montón-, no puedo permitirme hacer esto. Tenemos que cargar con nuestras cicatrices. Se borran. Quiero que estés al pie del cañón. Con Trac empieza las excavaciones el lunes.

– ¿Con Trac?

– Era el presupuesto más bajo.

– Creía que iría a manos de OBG, por ser de aquí.

– Con Trac ofrecía mejores condiciones -dije. Repasé los papeles-. Acabo de hablar con Lance Parsons. Ya está decidido.

Encontré una copia del presupuesto de Con Trac con anotaciones de James en los márgenes. Ben tenía la mirada puesta en la ventana. Esperé.

Asintió y se levantó.

– Eh, ¿te acuerdas de cuando nos pillaron quemando la toalla del entrenador?

– Sí -dije, removiéndome en el asiento.

– Nos metieron en el despacho y les dije que había sido yo, y que no conocía al otro tipo: que era sólo un borracho de otra facultad al que había conocido en la calle Marshal.

– Fue idea tuya. A cambio, yo pagué la pizza y la cerveza durante lo que quedó de año.

– Sí, fue idea mía -asintió-. Pero ésa no fue la única razón por la que lo hice. Lo hice porque eras amigo mío, y porque era lo que debía hacerse.

Levanté la vista, forcé una sonrisa, consciente de que estaba poniendo cara de tonto.

– Scott también es amigo mío -dijo.

– Sí, ya lo sé.

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