75

El hombre se frotó los ojos e intentó espabilarse. Colocó el respaldo del asiento en posición vertical, apartó la manta que daban en el avión y miró por la ventanilla. Las nubes grises daban paso a las frondosas colinas verdes que se alzaban a las afueras de Milán. El paisaje le recordó a los Catskills.

Una vez en el aeropuerto, buscó alguna señal. El chico era prácticamente un chaval. El cabello largo, por detrás de las orejas; un abrigo largo de cuero negro y una camisa verde lima. Hablaba inglés, y mientras viajaban en dirección norte, hacia Como, los dos fumaron como carreteros y el chico le contó lo que sabía.

– Ella comprar palacio Apuzzi. Dos años atrás. Siete millones. Ahora se llama Agujero Negro. Palacio viejo. Antes, muy hermoso.

– ¿Qué coño es eso? -preguntó el hombre.

El chico frunció el ceño.

– ¿Por qué? -dijo el hombre, hablando muy despacio-. ¿Por qué Agujero Negro?

– Como una araña -explicó el chico, asintiendo para que el hombre le entendiera-. Todo entra. Nada sale.

– ¿Una araña?

– Agujero de araña. Agujero negro -dijo el chaval. Se encogió de hombros y encendió otro cigarrillo-. Muchos paquetes. Muchas entregas. Comida. Muebles. Ropa. Joyas. Incluso coches. Mucho dinero. Pero no sale nadie. Ni personas. Ni basura. Nada.

– ¿Qué coño significa eso?

– Ya verá. Palacio muy grande.

Cuando la carretera de Milán se bifurcaba en el extremo sur del lago, fueron hacia la derecha y entraron en la ciudad de Como. Salía el sol. Callejuelas estrechas. Edificios antiguos de piedra. Iglesias. Tiendas. Hombres trajeados en Vespas. Críos con zapatillas de colores. Perros que corrían entre los coches. Giraron hasta ver el lago, que se hallaba hundido entre dos montañas. El muelle de la ciudad se extendía hasta el agua, acogiendo barcos turísticos y otros tipos de botes.

Al este del lago sólo había una carretera, un camino serpenteante que reseguía el borde de la abrupta colina. Abajo, entre la carretera y el agua, rodeadas de árboles centenarios, se alzaban las mansiones de piedra construidas mucho tiempo atrás. Un muro blanco vallaba el palacio Apuzzi. Al igual que el propio palacio, el muro estaba desportillado, negro en los bordes, más bien tirando a gris. Era impresionante, pero sólo de lejos. De cerca tenía un aire decadente.

Cuando cruzaron la gran verja de acero, el hombre vio la frondosa maleza, las ventanas podridas, los cristales rotos, los agujeros de las tejas, y la capa de moho que salía de la tierra hasta manchar las persianas viejas. Llegaron al porche y subieron los escalones de piedra. Las puertas estaban revestidas de hierro oxidado; el suelo, de madera, tenía grietas lo bastante grandes como para mirar a través de ellas.

El hombre le dio una palmada al chico y extendió la mano.

– Oh -exclamó el chico, antes de sacarse una navaja del bolsillo-. Tenga.

El hombre la abrió y se afeitó algunos pelos del brazo. Luego la cerró y se la guardó en el bolsillo, cogiéndola con la mano. Al rodear la casa, el hombre se paró a atisbar por las sucias ventanas del garaje adosado. En el interior, había tres filas de coches cubiertos de polvo. Mercedes. Volvos. Porsches. Un Bentley. Emitió un leve silbido.

En el exterior, el jardín descendía hasta la orilla del agua. Unos palos podridos, pintados con rayas descoloridas, sostenían el esqueleto de un muelle. Los setos se habían convertido en arbustos y la piscina estaba vacía, a excepción de unos centímetros de suciedad verde en el fondo. Levantaron la vista hasta el palacio. Dos alas de tres plantas formaban la estructura principal. La única señal de que alguien vivía allí eran las cajas y muebles que se veían al otro lado de las ventanas.

El chico lo acompañó hasta una puerta cerrada, pero cuando el hombre la empujó, ésta se abrió hacia dentro.

– Mierda -dijo.

Terminó de abrirla de un puntapié. Una vez dentro, arrugó la nariz.

– ¿Notas ese olor?

El chico se tapó la nariz y entrecerró los ojos.

– Huele a bicho muerto, o algo así -dijo el hombre, cubriéndose la cara con la mano.

La estancia estaba llena de cajas: montañas de ellas que ascendían hasta los tres metros, la mitad de la distancia que separaba el techo.

– Mire -dijo el chico, resiguiendo con el dedo el borde de una de las cajas más grandes-. Subzero es buena marca, ¿no?

El hombre echó un vistazo a las cajas. Porcelana Lamode. Estatuillas Lalique. Material que era como oro si podías sacarlo del muelle de Newark.

Había aparatos electrónicos, utensilios de cocina, muebles, maletas, ropa. Todo nuevo, en cajas flamantes. Se abrieron paso entre el laberinto de estrechos pasillos, que le recordaron las callejuelas que habían atravesado en Como. Una habitación más pequeña estaba llena de zapatos y bolsos Prada. Gucci. Louis Vuitton. Incluso el hombre había oído hablar de esas marcas. Otra rebosaba cajas de comida: la mayor parte eran latas, algunas estaban abiertas. Melocotón. Espaguetis. Sopa. Pudín.

– ¿Qué coño es esto? -preguntó el hombre.

Cuanto más se internaban en el palacio, más fuerte era el olor. El hombre se llevó la manga a la cara, intentando sofocarlo.

Una puerta daba a unas escaleras que descendían al sótano. El hedor que salía de allí era insoportable. El hombre asomó la cabeza, pero las náuseas le hicieron retroceder y chocó contra el chico.

Se alejaron y doblaron por una esquina, donde encontraron una gran escalera de caracol que subía a los pisos superiores. Había un rastro de suciedad en mitad de la moqueta, de un verde desvaído, y optaron por seguirlo. Arriba había menos cajas, pero las habitaciones resultaban poco acogedoras: llenas de muebles polvorientos que al hombre le recordaron la buhardilla que tenía su abuela en Howard Beach.

Hacia el final del pasillo, los dormitorios a ambos lados estaban atestados de periódicos y catálogos. Parecía una planta de reciclaje, con papeles por todo el suelo; montañas que llegaban hasta el pasillo y sólo dejaban un estrecho pasadizo que conducía al dormitorio principal.

El olor se hizo más penetrante, pero era distinto del que flotaba en el sótano. Era el hedor amargo a ser humano, ácido, acre, pero no tan desagradable como el de abajo. El hombre creyó oír a alguien que balbuceaba y sacó la navaja. El corazón le latía desbocado. Parecía estar viviendo una película de terror.

Apartó al chaval y agarró la manecilla dorada de la puerta.

Estaba cerrada.

El sonido sofocado que procedía del otro lado de la puerta creció durante un instante; luego se hizo el silencio.

Dio un paso atrás y golpeó la puerta con el pie. Ésta se abrió y, debido al impulso, volvió a cerrarse; sólo tuvieron tiempo de distinguir una mata de pelo revuelto y un edredón blanco.

Jessica yacía en la cama, boca arriba; tenía la piel lívida y los ojos vidriosos. Le temblaban los labios. Su cabello estaba revuelto y sucio. En los brazos, esqueléticos, resaltaban las venas verdosas y diminutas marcas de pinchazos. Una jeringuilla llena de heroína le colgaba de la carne. Sus huesos menudos rozaban la colcha sucia.

El hombre respiró por la boca y se acercó a la cama. Apoyó una mano en su frente y le rajó un lado de la garganta. La arteria escupió sangre. Ella cerró los ojos y sonrió. Había algo en esa cara que hizo que el hombre sintiera ganas de machacarla con algo, pero cuando se apoderó de la lámpara de mármol de la mesita, ella ya estaba muerta.

Загрузка...