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Bucky apagó el motor y bajó del vehículo. Avanzó sobre la grava y permaneció inmóvil durante un segundo, dejando que la quietud le embargara. Inspiró el aire del bosque y lo soltó despacio. Una ardilla ascendió por el tronco de un árbol; a lo lejos se oían los cuernos de un ciervo que se abría paso en la maleza. Tres gansos emprendieron el vuelo: llegaban tarde al desayuno. Sólo se oía el batir de sus alas en el aire. Susurros de hojas muertas.

Silencio.

Bucky rodeó el coche de Ben y pasó un dedo por el parabrisas. La blanca luz del sol brillaba entre las nubes, provocando un resplandor que dejaba en evidencia las partículas de polvo. Unas cuantas hojas secas se habían pegado al cristal.

No había llovido. Eso quería decir que era polvo de dos días atrás. El coche había estado allí desde la última vez que Bucky habló con Ben. Bucky sacó un desvaído pañuelo azul del bolsillo y lo usó para abrir la puerta del Lexus. No había llave. No había sangre. Sólo olor a cuero. Cerró la puerta y volvió al centro del camino, donde se agachó para estudiar las huellas.

Demasiadas marcas, y demasiado secas para extraer de ellas conclusión alguna.

Se incorporó y desanduvo el camino hasta llegar a un bache poco pronunciado, todavía húmedo del barro otoñal. Eso sí indicaba algo. Las huellas de sus neumáticos eran claramente reconocibles. Estaban también las del coche de Ben, o al menos trazos de ellas, ya que el rastro dejado por un coche era más estrecho que el de una furgoneta. Alguien más había estado allí al mismo tiempo. Los rastros secos de ese segundo coche se superponían a los de Ben. A Bucky le habría resultado difícil justificar esta idea ante alguien, pero sabía que no era magia. Para él era algo tan obvio como el tiempo de cocción del pan para un panadero o el reconocimiento de un buen viento para un marino.

Lo tocó para asegurarse. Huellas de furgoneta. Más anchas. De un H2 tal vez.

De Thane, tal vez.

Bucky volvió a la furgoneta y cogió una cámara digital: hizo tres fotos desde tres ángulos distintos. No estaba seguro de si podrían servirle para convencer a alguien sobre la coincidencia temporal de ambos rastros, pero las fotos le darían la oportunidad de hacerlo. Lo primero que había que hacer era registrar el refugio y Bucky no vaciló. No había la menor señal de que allí hubiera sucedido nada raro.

Regresó al Lexus y se dispuso a observar el terreno, en círculo, alejándose cada vez más. Lo encontró a medio camino de la cabaña. Un bache en la grava. Pisadas fuertes; avanzaban hacia el pantano. Alguien huía de algo. Bucky buscó alguna señal que indicara el motivo de la huida. Sus ojos surcaron el camino y siguieron por el bosque hasta posarse en la caseta del árbol.

Se dirigió a la base de la caseta. En el barro se apreciaban huellas de botas del número cuarenta y dos. Sobre el lecho de hojas secas, a tres metros, había un único casquillo de bala. Bucky lo recogió con un palo y lo examinó antes de dejarlo. Era reciente, pertenecía a un arma del calibre doce. No tendría más de dos días.

Las piezas empezaron a encajar. Volvió al bache y buscó por los alrededores.

A menos de cinco metros distinguió un montón de hojas que parecían aplastadas. Fue hacia él, se arrodilló y observó el suelo en dirección al pantano, protegiéndose los ojos del sol aunque la luz de aquel cielo de peltre era poco intensa. A un metro y medio de distancia había otro montón. Removió las hojas hasta dar con la marca de un objeto plano y curvado. El tacón de un zapato. El zapato de Ben.

Seis metros más adelante el corazón le dio un vuelco. Encontró una hoja seca en un redondel del tamaño de un níquel. La cogió y la observó con atención. Lo sabía antes de probarlo, pero quería estar seguro, así que rascó un poco de aquella sustancia oscura adherida a la hoja y se la metió en la boca.

Notó cómo sus glándulas salivares se ponían en marcha; se le revolvió el estómago.

Sangre.

En cuanto se percató de que recorría un sendero trazado por un ser humano, la búsqueda resultó más fácil. Los puntos donde el hombre se había agachado distaban un metro uno de otro. El hombre había corrido. Se había caído en algún lugar. Más manchas de sangre.

Bucky se detuvo, parpadeó y miró hacia el cielo. Las primeras gotas actuaron como recordatorio de que disponía de poco tiempo para seguir estudiando el bosque. Estaba a más de medio camino del pantano cuando vio la marca de un profundo desnivel. Las hojas y la tierra formaban un bache tan grande que hasta un novato lo habría visto. Otro súbito cambio de dirección. Bucky escrutó el bosque, en dirección opuesta. Avanzó, temiendo que el repentino cambio fuera el resultado de un golpe directo.

Las manchas de sangre se hicieron más grandes, era evidente que se había producido una nueva herida por esa zona. Bucky vio las ramas, el rastro descendente que había seguido la presa. Lo recorrió, consciente de que, al igual que hacían los animales, los hombres heridos corrían hacia abajo, tomando el camino que ofrecía menos resistencia. No tuvo que examinar las huellas de las botas de Thane, o las de las manos en el barro, en el punto donde ambos habían empezado a arrastrarse. Ahora llovía a cántaros y el viento empezaba a levantar las hojas y a llevarlas volando como pequeños demonios chiflados.

De vez en cuando Bucky revisaba el barro en busca de huellas humanas, pero mantuvo la vista en el amasijo denso de ramas que lo rodeaban. Buscaba ramas rotas, el lugar donde uno u otro de esos hombres había hecho el intento de librarse de la maleza. Cuando vio los primeros filamentos, apartó los ramajes: las huellas de Ben eran claras. Un niño las habría encontrado. Ramas y arbustos partidos, parras rotas.

Bucky se detuvo a observar el barro. No había huellas de botas, sólo las de los zapatos de Ben. Bucky se incorporó para mirar a su alrededor y sintió que se le elevaba el ánimo. Tal vez Ben hubiera logrado escapar. Bucky se planteó todas las posibilidades. Había mucha sangre, pero las heridas podían haberse producido en un músculo. De haber transcurrido menos tiempo, Bucky habría podido deducir exactamente de qué parte del cuerpo eran con sólo mirarlas. Pero estando tan secas, sólo podía adivinar y desear lo mejor.

Siguió el nuevo camino que se internaba en la maleza rodeando el pantano y luego las huellas de Ben en dirección a la carretera. Otra buena señal. Ben había sabido adónde dirigirse para buscar ayuda. Se detenían en la orilla del agua.

Bucky vio la hierba aplastada y los confusos rastros de manos y botas en el barro. El estómago se le encogió al deducir lo que significaba. Una parte de él quería dejar de leer esos signos. La lluvia caía contra la negra superficie del agua. Bucky se agachó de nuevo; deseaba hallar un rastro que indicara que el herido había seguido adelante. No había nada. Se incorporó y caminó por la orilla, sin dejar de pensar.

Imaginó una última lucha. Ben muerto y Thane intentando deshacerse del cadáver. Había un bote pequeño amarrado al puente. Bucky fue hacia él y enseguida vio que no lo habían movido. Regresó al punto donde había hallado las últimas huellas; la lluvia le obligaba a parpadear. Le ardían los pulmones.

Si quería encontrar algo, tenía que ser ahora. Recorrió de nuevo el lugar donde sabía que habían matado a Ben. Sus ojos, frenéticos, buscaban por todas partes. Encontró más huellas de Thane y otras más pequeñas: las de una mujer. Eso no le servía de nada. Sus pasos, unidos a la lluvia, borraban los rastros. El agua empezaba a formar charcos sucios.

Se sentó en el barro y contempló la superficie del pantano, ahora azotada por la lluvia, hasta que las gotas empezaron a caerle desde el bigote; se secó la boca con el dorso de la manga empapada. Y entonces, cuando casi había abandonado toda esperanza, fue cuando lo comprendió.

Su hijo Russel, envuelto en barro de la cabeza a los pies. La zona del pantano.

Scott y Thane riéndose hasta que él les contó lo de la ciénaga y la succión mortal.

Burbujas en el pantano.

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