Estuve a punto de adelantarla. Existía un atajo para llegar a casa que me habría dado la ventaja que necesitaba. El problema con ese atajo es que está lleno de curvas y baches. Hay uno en Depot Road a la altura de County Line, tan profundo que parece que te hayan dado un ladrillazo en el estómago. Justo después hay una curva muy cerrada, y fue ahí donde perdí el control. No me pasó nada, y el coche sólo tenía unas cuantas rayadas, pero me quedé sentado durante un minuto, respirando hondo y pensando que era la segunda vez en dos días. Estuve parado demasiado tiempo.
Cuando llegué a casa, el Crown Vic azul marino ya estaba allí, vacío, en la calzada, junto al Mercedes. Todavía se oía el rumor del motor. Me apresuré a entrar, pensaba que quizá me hubieran esperado, pero Jessica ya estaba en el salón, en una de esas sillas de piel dura. Tenía las manos apoyadas en los reposabrazos, las uñas clavadas en el cuero. Estaba de espaldas a la chimenea, de cara a las dos brujas del FBI. Éstas ocupaban el sofá, con las manos sobre las rodillas y el semblante serio. Jessica les sonreía, afectadamente.
Pero en el fondo de sus ojos ardía el ácido. Dudo que ellas lo notaran; El estómago me dio un vuelco; dejaron de hablar y me miraron.
Lo único que pude hacer fue quedarme plantado, con las manos colgando, consciente de que, dijera lo que dijera, ya era demasiado tarde. Jessica tenía un plan. Conocía esa mirada.
– Haremos lo que haga falta -dijo ella, asintiendo hacia las brujas y hacia mí al mismo tiempo.
Me senté en la otomana, al lado de su silla, y la cogí de la mano. Ella la cubrió con su otra mano; me acariciaba con suavidad, tranquilizándome.
– ¿Qué es lo que vamos a hacer? -pregunté, mientras miraba alternativamente a mi mujer y a las dos agentes.
– Señor Coder -dijo Dorothy-. Hace dos años King Corp le pagó dos millones de dólares. Usted usó el dinero para cubrir sus apuestas en el mercado de valores. Por desgracia, nunca pagó los impuestos correspondientes a esos dos millones de dólares.
– Ya lo sé -dije; empezaba a notar un zumbido en los oídos-. Eran pérdidas de capital del mercado. El dinero fue una distribución prioritaria de los leasing del centro comercial de Cumberland. Se trata de un ingreso por capital mobiliario. Es pasivo.
– No -dijo Amanda, negando con la cabeza, en un gesto que casi expresaba tristeza-, no lo es, señor Coder. Todos lo sabemos.
– Mi gestor dijo que lo era -dije.
Luchaba para sofocar de nuevo aquella sensación de vértigo.
Jessica me apretó los dedos con tanta fuerza que me crujieron los nudillos.
– Yo también lo firmé -corroboró ella.
– Una devolución conjunta -dijo Dorothy mientras una sonrisa se extendía por su rostro macilento.
– Una evasión de impuestos de este calibre puede significar dos años de cárcel, señor Coder -explicó Amanda, pellizcándose los labios.
– ¿Recuerda a Al Capone? -preguntó Dorothy-. Se lo he dicho a su esposa: once años en Alcatraz por eso mismo.
– Miren, podemos ayudarles -dijo Amanda-. Sólo necesitamos que, a cambio, ustedes también nos ayuden.
Jessica me soltó y noté cómo la sangre regresaba a mis dedos, un hormigueo.
– Les estamos muy agradecidos -les dijo Jessica, cogiéndome de la mano.
Me arriesgué, y a pesar de la mirada de los ojos de Jessica, le planté cara y dije:
– Creo que deberíamos hablar con John.
John Langan era el abogado de King Corp.
– No -replicó Jessica. Su voz era suave, pero su mano me estrujaba los dedos-, no debemos hacer eso. Estas señoras intentan ayudarnos.
Respiraba con fuerza. Temblaba. Quería que me callara.
Miré hacia el gran ventanal que daba al lago. En el fantasma de mi propio reflejo vi las nubes nocturnas, avanzando, sus extremos alumbrados por la luna que ocultaban, y el negro muerto de la tierra. El lago podría haber sido un foso de alquitrán, de la clase que llevó a los dinosaurios a la muerte con la promesa de una bebida.
– Haremos lo que necesiten -aseguró Jessica, dirigiéndose a las agentes-. De verdad.
– De acuerdo -cedí yo.
– Nos gustaría que concertara una reunión con Johnny G -dijo Amanda. Su cabello caoba brillaba bajo la luz amarilla de la sala-. Para hablar de los próximos contratos del centro comercial.
– Fontanería, electricidad, Sheetrock -dijo Dorothy-. Si le concede la oportunidad, caerá sobre ella como un cuervo.
– ¿Y qué hay de James? -pregunté.
– Nadie tiene que saberlo -dijo Amanda. Ahora sonreía y asentía con la cabeza, las arrugas habían desaparecido de su rostro-. No queremos que siga con los tratos, sólo que le dé acceso al juego. Si necesitamos a James King, ya hablaremos con él. Mientras tanto estaremos vigilando. Estará a salvo.
– ¿Como Milo? -pregunté.
– Milo trabajaba para ellos. Usted trabajará para nosotros.
– Para los buenos -dijo Dorothy, luciendo una falsa sonrisa-. Por si le queda alguna duda.
Amanda se levantó y dijo que seguirían en contacto, y que no le cabía duda de que habíamos tomado la decisión acertada. Nos dirigimos hacia el vestíbulo, como si fuéramos unos amigos recientes que se despiden.
Cuando se marcharon, Jessica cerró la puerta y me lanzó una sonrisa rara, típica de ella, con una ceja más elevada que la otra… -Ésa no eras tú -dije.
– ¿Ah, no? ¿Por qué no?
– ¿Por qué no llamar a John? Es lo que se debe hacer cuando pasan cosas así. Uno nunca… se rinde.
– ¿Es lo que crees que he hecho? -preguntó ella, riéndose y dirigiéndose a la cocina.
La seguí.
– ¿Qué haces? -le pregunté.
– La comida de Tommy -respondió. Sacó pan, mayonesa y un envase con pollo asado de la nevera y lo dispuso todo sobre la mesa-. Lleva tres días pidiendo ensalada de pollo.
Me senté en uno de los taburetes, en el lado opuesto de la mesa. Estaba de espaldas a la ventana: puse el codo sobre la mesa y apoyé la cabeza en la mano.
– Anímate -dijo ella mientras cortaba los trozos de pollo-. Nos acaban de dar licencia para robar.
– ¿Robar qué? -pregunté, boquiabierto, levantando la cabeza.
– El FBI te ha dicho que llegues a un acuerdo con Johnny G, ¿no? -dijo ella, sin dejar de cortar pollo.
– Sí, para que así puedan arrestarle. ¿Sabes lo que le pasa a la gente que se mete en estas historias? Cambia de nombre y se va a vivir a Utah.
– Entonces no debemos dejarlos jugar -dijo ella.
Sacó una zanahoria de la nevera y la dejó sobre la tabla.
– ¿Ah, no?
– El FBI es una especie de parásito. Te traspasa la carne y te hace sangrar: o les das la sangre que necesitan y se marchan, o acaban con tu vida. Así que tenemos que darles sangre.
– Ya empiezas con la biología.
– Les darás las reuniones con Johnny G -dijo ella. Vertió el pollo desmenuzado y la zanahoria rayada en un cuenco y añadió una cucharada de mayonesa-. Llevarás los micrófonos hasta que no puedan soportarlos más. Horas y horas de charla.
– ¿Y cuando lo descubra Johnny G? Acabaré como Milo. Jessica, son un hatajo de locos.
– Pero la charla no valdrá nada. El sindicato está formado por hombres de negocios -afirmó ella. Los ojos le brillaban, su voz era un susurro, como si alguien más pudiera oírla. Dejó de revolver, y empezó a añadir especias-. Ahí habremos entrado nosotros. Llegaremos a un trato con Johnny G para dar la obra al contratista que él quiera. Le contaremos lo del FBI -continuó ella, removiendo de nuevo, acelerando el paso a medida que aumentaba la cadencia de su discurso-. Él lo organiza todo y envía a los agentes a una caza sin sentido. Luego tú concedes la obra a los contratistas que a él le convienen y sacamos tajada de ello. En efectivo. Si algo sale mal, estábamos trabajando para el FBI, ¿no?
– Me estás mareando.
– Lo que hayamos hecho o no estará tan confuso que los del FBI nunca serán capaces de probar nada. Lo que importa es que adjudicaremos la obra a la gente que Johnny nos diga y que él nos pagará para que lo hagamos. Él alimentará al FBI con información falsa a través de tu micrófono. Es perfecto.
– Me he pasado seis meses jugándosela a ese sindicato -dije.
– Y sin obtener nada a cambio -replicó ella mientras extendía la ensalada de pollo sobre el pan.
– Piensa en lo que dices.
– ¿Quién te ha llevado hasta aquí? -preguntó. Envolvió el sándwich y lo metió en una bolsa de papel-. Es una oportunidad. A veces surgen y hay que aprovecharlas. Es tu turno. Puedes adjudicar la obra a los contratistas que queramos, ¿no?
– Si no resulta demasiado evidente…
– Estoy segura de que Johnny G es capaz de lograr que sus contratistas hagan una oferta razonable. Pásame ese tarro.
– ¿Qué es? -pregunté.
Destapé el tarro y percibí olor a canela.
– Harina de avena -dijo ella, y metió un poco en una bolsa-. Son cosas que se hacen continuamente en la construcción. Rascacielos cómo los de Trump. King Corp puede contratar a quien quiera el sindicato, y James ni siquiera tiene que saberlo. Nosotros sacamos nuestra parte. El FBI consigue un montón de cintas inútiles, pero no podrán decir que no quisimos colaborar.
– Has oído a esas agentes. Estarán vigilando. Todo lo que yo haga. Todo lo que haga él.
– Lo sé, cielo -dijo ella. Añadió un paquete de patatas fritas y guardó la bolsa en la nevera. Se acercó a mí y me dio un beso en la punta de la nariz-. Hora de acostarse -dijo ella.
Un segundo después, sentenció:
– Por eso el trato tendrá que llevarlo a cabo alguien a quien no vigilen -sonrió-. Yo.