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– No pasa nada -dijo Jessica.

De camino a la habitación no paré de quejarme, pero Jessica no atendía mis lamentos. Parecía concentrada; se limitó a decirme que avisara a los pilotos y que buscara un chófer mientras ella se encargaba del equipaje. Cuando aterrizamos junto al hangar en Teterboro, Johnny G nos esperaba con las manos metidas en los bolsillos de su cazadora de cuero marrón. Le acompañaba un hombre enfundado en un impermeable, de ojos fatigados y pelo engominado.

– Ése es Pete -me informó Jessica, atisbando por encima de mi hombro a través de la ventanilla del avión.

– ¿Ahora aparece? -dije-. Esta noche no le apetece un taco. Joder, mira qué aspecto tiene ese tío.

Pete se tocaba una herida brillante que tenía en el labio inferior. Johnny inclinó la cabeza hacia atrás, dejando ver los orificios oscuros de su nariz. Desconocía cómo habían conseguido entrar en la pista, pero cuando bajamos la escalerilla del avión, Johnny me abrazó y me dio una palmada en la espalda, como si fuéramos hermanos que se reúnen para un entierro familiar. Pete se mantuvo en un segundo plano y siguió hurgándose la herida. Ninguno de los dos se dignó ni siquiera a mirar a Jessica.

– Mira, puedo ocuparme de esto -dije-. Pero teneros a vosotros por aquí no será de gran ayuda. Le conozco. Será mucho mejor que no os vea.

– Nos conoce -dijo Johnny. Se encogió de hombros-. Te llevaremos hasta la obra.

– Tengo coche.

– Iremos contigo -insistió Johnny, girándose hacia la terminal-. Llámalo apoyo moral.

Dije a los pilotos que esperaran y seguimos a Johnny. Él y Pete habían aparcado el Excursión verde en la zona cubierta, a la salida de la terminal. Se me ocurrió la posibilidad de decirle a Jessica que se quedara, pero decidí callarme. Ella y yo nos sentamos en el asiento trasero del coche de Johnny. Al llegar a la obra, el sol ya había iniciado su descenso y la luz escaseaba.

El esqueleto del centro comercial ocupaba casi medio kilómetro de un extremo a otro. Tenía tres pisos de altura y en el centro se alzaba una torre de siete plantas. Las luces brillantes de los postes iluminaban diferentes zonas donde grúas y hormigoneras generaban montañas de polvo. Un montón de generadores portátiles ahogaban con su zumbido el canto de los grillos y envenenaban el aire con su hedor a gasóleo.

– Creí que se habían parado las obras -dije.

Johnny se giró en el asiento delantero y contestó:

– Para nuestra gente, sí. ¿Ves algún material de Con Trac?

Por material se refería a equipamiento: grúas, Caterpillars y hormigoneras. Pete condujo hasta la verja, de la que salió un guardia con uniforme de Pinkerton provisto de casco; llevaba consigo una carpeta y una radio.

– Traigo a Thane Coder, de King Corp -dijo Pete, sacando la cabeza por la ventanilla.

El guardia ni le miró. Yo acerqué la cara a la luz y saludé.

– ¿Identificación?

Le tendí la licencia. El guardia la examinó y llamó por radio antes de abrir la verja. Nos acercamos al área de la torre donde el trabajo estaba en plena ebullición. La luz agonizante alumbraba las vigas que colgaban de las grúas; las hormigoneras arrojaban su mezcla a los cimientos. La mayor parte del equipo llevaba el emblema verde y blanco de OBG. Me hirvió la sangre.

Bajé de un salto y agarré a un capataz.

– ¿Dónde está Ben Evans? -pregunté.

El hombre señaló hacia la cima de la torre. Había una plataforma entre las vigas, y distinguí en ella a tres hombres inclinados sobre una mesa improvisada. Entré en un pequeño montacargas, con grandes botones verdes y rojos; apreté el botón verde y ascendí en él. El Excursión empezó a disminuir de tamaño. Nadie salió del vehículo, pero me pareció ver que Johnny G me miraba a través del parabrisas.

Cuando el montacargas se detuvo, abrí la puerta y bajé; sentí la caricia del aire nocturno. Desde allí se apreciaban las luces del puente George Washington y, más allá, el brillo de Nueva York. Ben y dos hombres con cascos de OBG estudiaban los planos, apoyándose de vez en cuando en la baranda de la plataforma para señalar algún detalle concreto de la obra. Me acerqué a la mesa y me quedé allí parado, a la espera de que se percataran de mi presencia.

Los dos hombres de OBG se callaron al verme, y sus miradas pasaron de mí a Ben hasta que éste se dio cuenta de que algo sucedía y apartó la vista de los planos.

– Thane.

– ¿Qué es esto?

– ¿Qué?

Le quité el casco al hombre que tenía más cerca y señalé el emblema de OBG.

– ¡Esto! -grité.

Ben contempló en silencio a los dos trabajadores de OBG y luego les pidió que nos dejaran a solas durante un minuto. Éstos entraron en el montacargas y desaparecieron de mi vista.

Ben respiró hondo y dijo:

– Estaban robando.

– ¿Quién? ¿Qué?

– Con Trac tenía al sindicato aquí dentro. Había dos camiones llenos de cable de fibra óptica y ahora sólo hay uno. Cortaron el candado de la valla.

– Pudo haber sido cualquiera -dije-. No puedes echar a una empresa como Con Trac sin más explicaciones.

– Pues lo hice -dijo él-. Lo único que hacían esos tíos era pasar de todo y jugar a las cartas. Es una mierda, Thane. Me dijiste que me encargara de que la construcción siguiera adelante. Y eso es lo que intento hacer.

– Hemos firmado un contrato con Con Trac. Readmítelos.

Ben me sostuvo la mirada durante un momento y luego la posó en el puente. El ascensor se detuvo con un crujido sordo. La respiración de Ben era agitada. Finalmente, volvió a dirigirse a mí.

– Ya lo entiendo -dijo mientras se encaminaba hacia el montacargas.

Me planté delante de él, con la mirada clavada en sus ojos azules, ocultos tras las gafas. Me imaginé empujándolo por encima de la baranda, dando por concluido el problema allí mismo. Un accidente. Resbaló.

– ¿Qué es lo que entiendes? -pregunté entre dientes.

– Todo.

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