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En la esquina de la pequeña cocina había un desvencijado taburete. Bucky se sentó en él con las botas y la chaqueta puesta. Emitían una vieja película por televisión. James Cagney despotricaba contra su madre. Bucky intentó concentrarse en ella.

Judy le acarició el brazo y le pidió que la acompañara a la cama. Necesitaba dormir. Él la miró, como desorientado; luego sacudió la cabeza y se levantó. Recorrió varias veces aquella sala estrecha y le dijo que iba a salir.

– ¿Adónde vas? -preguntó ella.

– Tengo que seguir buscando -dijo él.

– ¿Dónde?

La miró desde la puerta. Los ojos de Judy, ocultos tras las gafas, estaban llenos de lágrimas y se ajustó el cinturón de la bata.

– Debo salir de aquí -contestó Bucky, con voz ahogada.

Se dirigió a casa de Russel, consciente de que aquel nudo en el estómago se haría más tenso si no veía la furgoneta de su hijo aparcada en la puerta. Así fue: entró, revisó los mensajes del contestador y llamó a su hijo. Recorrió el estrecho pasillo. Subió las escaleras. Miró en el dormitorio.

Decidió encaminar sus pasos a las oficinas de King Corp. Apretaba tanto los dientes que la mandíbula le dolía cuando llegó allí. Rodeó el edificio, cubriendo el terreno; lo mismo que había hecho diez veces en los últimos días. Le constaba que éste era el último lugar donde había estado Russel. El rastro debía de estar aquí. Siempre quedaba un rastro. Pero no pudo encontrarlo.

Le pesaban los brazos debido a la falta de sueño. Le escocían los ojos. Sofocó un bostezo y rodeó de nuevo el bloque de oficinas; luego cambió de dirección y se dirigió al edificio del FBI. Se sentó en un pequeño muro de piedra que se alzaba justo frente a las puertas de cristal. La gente empezaba a incorporarse al trabajo. Cuando Bucky vio a las dos mujeres, se levantó y fue a saludarlas. Le preguntaron si sabía algo de su hijo, y al oír que no era así, sus rostros se ensombrecieron.

– Hemos tenido a Thane bajo vigilancia desde que volvió -dijo la agente Lee.

No pudo evitar una expresión preocupada al saber que no había tenido noticias de su hijo.

– ¿Le habéis pinchado los teléfonos? -preguntó Bucky.

– El de su domicilio y el móvil -dijo la agente Rooks.

– El equipo de vigilancia está al tanto de lo de su hijo -dijo la agente Lee-. Si se enteran de algo, lo sabremos enseguida y nos pondremos en contacto con usted de inmediato.

Bucky las miró durante un minuto. La agente Lee echó un vistazo a la puerta y dijo:

– Bien.

– ¿Le atraparéis?

– Las huellas del arma son suyas -respondió la agente Lee-. Estamos esperando los resultados de balística.

– Le atraparemos -dijo Rooks.

Bucky asintió y se alejó. La furgoneta lo llevó hasta Skaneateles. A casa de Thane. Entró en el camino privado y se paró frente a la verja. Entre los barrotes alcanzó a ver la vivienda amarilla. Al otro lado de la valla, en el terreno vacío, había dos montañas de tierra: a una de ellas le faltaba un buen trozo.

Bucky se sentó a contemplarla.

Se llevó la mano a la cara y se acarició el bigote, dibujando una O con la boca; luego dio marcha atrás al Suburban y retrocedió. Las ruedas echaron chispas. Condujo por la carretera principal, pasando por delante de una serie de establos antes de llegar a las montañas de tierra. Detuvo la furgoneta. Bucky se apeó: el polvo le hizo toser. Lo apartó con la mano y se abrió paso hacia allí.

Un trabajo a medias.

La amarillenta y oxidada excavadora estaba aparcada frente a los cimientos. Sus huellas cubrían la mayor parte del perímetro. Bucky las siguió. En el extremo más alejado de los cimientos había un foso abierto que dejaba visible el hormigón. Las ruedas dibujaban un rastro a su alrededor. Quien hubiera realizado el trabajo había dejado un hueco. Un descuido. Alguien que no sabía hacer bien su trabajo. Un trabajo a medias. Como un rastro en el lodo.

La mano de Bucky volvió a acariciar el bigote. Miró a su alrededor. La casa de Thane se alzaba detrás de la valla. Bucky caminó hacia ella, borrando las huellas con sus botas. Se paró ante la valla; sus dedos recorrieron el borde de una barra de metal negro; la superficie le lastimó la piel. Se miró el dedo y distinguió una diminuta gota de sangre. Se apartó del lago, con los ojos puestos en el otro lado de la valla. Unos árboles altos obstruían la visión de la casa. Al llegar a un claro, clavó los pies y examinó el terreno.

Hierba pisoteada. Una colilla junto a la valla. Bucky se agachó y cogió la boquilla con los dedos. La observó hasta que pudo leer la marca: Marlboro. La que fumaba Russel. Bucky retrocedió con cuidado, pensando en el tiempo que había hecho desde que Russel dejara el mensaje. Había llovido un poco el día que recibió el mensaje, el mismo día que trajo a Scott de vuelta. Pero el tiempo se había mantenido seco desde entonces.

Miró al lugar donde Russel debía de haber estado. Mentalmente dibujó un círculo de unos tres metros. Se puso a gatas y lo recorrió, palmo a palmo, aplastando la hierba a medida que avanzaba.

Al cabo de un rato, las rodillas y la espalda empezaron a dolerle. Levantó la vista hacia el campo, dos hectáreas. Un mar de hierba que rodeaba los cimientos vacíos. Sabía que lo revisaría todo antes de volver a aquel cuartucho donde vivía ahora.

Una hora más tarde hallaba un rastro de sangre seca.

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