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Me puse en tensión. La furgoneta, las sombras, la sensación de ser vigilado… todo eso inundó mi mente, nubló mis pensamientos. De un salto llegué hasta la ventana. El olor había desaparecido, pero enseguida noté otra ráfaga: humo de cigarrillo. El viento venía del oeste.

Salí de la estancia y entré en el dormitorio vacío situado en la esquina delantera de la casa, manteniéndome pegado a las cortinas. No vi nada. Volví al dormitorio, me puse una camisa y unos tejanos, y bajé a buscar las botas y la chaqueta. Salí por el garaje y de camino agarré una pala. Me deslicé entre los árboles, intentando no ser visto, y subí hasta la parte alta del terreno siguiendo el rastro del humo.

Al llegar a la verja, me encaramé al muro de ladrillos y salté al otro lado. Si alguien me vigilaba, era probable que estuviera detrás de la valla. Avancé con cautela: iba de árbol en árbol, observando con atención la zona que tenía ante los ojos. Al alcanzar la esquina de la valla, asomé la cabeza y le vi a la luz de la luna.

Una silueta maciza, en mitad de la valla, apoyada en ella de espaldas a mí y con la cara vuelta hacia la casa. Distinguí el brillo anaranjado del cigarrillo. El nudo de mi garganta y el latido acelerado de mi corazón se convirtieron en una rabia instantánea. Al mismo tiempo estaba horrorizado, como cuando te quitas los pantalones y ves una mancha de sangre en tus nalgas.

En ese momento creí que lo sabían todo. Que mi encuentro con las brujas del FBI era una simple estratagema. Jugaban conmigo. Sabían lo de Ben, igual que sabían que había entrado en King Corp para destruir los archivos. Todo lo que había hecho quedaba al descubierto aquí y ahora. Caminé hacia él con la pala pegada a la pierna.

Estaba a tres metros de distancia cuando se giró; se le cayó el cigarrillo. En la otra mano llevaba un arma.

– ¿Russel? ¿Qué coño…?

El arma estaba apoyada en su cintura, y sus dedos intentaban quitarle el seguro. Sin pensarlo dos veces, levanté la pala y le golpeé en la sien con todas mis fuerzas. El golpe lo derribó y el arma chocó contra la valla de acero. El corte de la cabeza le llegaba hasta el rabillo del ojo, llenándolo de sangre oscura. El pecho le latía, aquejado de espasmos rápidos, y sus brazos y piernas temblaron… durante unos instantes. Emitió un último suspiro, se estremeció, y luego se le deshinchó el pecho y el aire salió despacio entre sus labios.

– Mierda.

Yo estaba temblando, pero el pánico me dio la fuerza necesaria para arrastrarlo de los talones hacia los cimientos vacíos. Le arrojé por el borde del surco, le quité las llaves del bolsillo y luego le empujé hacia abajo. Su cuerpo cayó sobre la tierra húmeda con un ruido sordo. Volví corriendo a recuperar el arma y la pala, y me acordé de recoger también la colilla. La cogí entre los dedos, solté una maldición, y la dejé caer; me llevé los dedos a la boca para humedecerlos y los sacudí. Volví a recoger la colilla, esta vez con más cuidado, sujetándola por el filtro; el olor a tabaco quemado me llenó la nariz.

Todo fue a parar al foso: pala, arma y colilla. Levanté la vista hacia nuestra habitación. No había señales de vida. Me subí al bulldozer de Dino y lo puse en marcha. El gasóleo llenó el aire mientras la máquina cobraba vida. Todo el personal de King Corp había pasado por lo menos dos semanas en una máquina: formaba parte del entrenamiento de James. Siempre decía que quería que sus ejecutivos supieran lo que se siente al remover la tierra.

Hice retroceder el bulldozer y me dispuse a recoger un montón de tierra situado a un lado del torcido muro de hormigón. Tardé menos de una hora en llenar el hoyo. No puede decirse que fuera un trabajo perfecto, pero sí eficaz, y recorrí el borde de los cimientos con el bulldozer para cubrirlo.

Cuando hube terminado el sol ya asomaba por el este, pero la media luna había desaparecido detrás de una compacta masa de nubes empujadas por el viento del oeste. Al apagar el motor, mis oídos estaban llenos de los silbidos de los árboles. Sabía que su furgoneta estaría aparcada en la carretera principal. La encontraría y la dejaría en el aparcamiento del Wal-Mart de Auburn. Sentí frío, y me abroché la chaqueta; me alejé de los cimientos, mareado por el olor a gasóleo y de lo que acababa de hacer, pero al mismo tiempo aliviado por lo bien que había ocultado mis actos.

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