14

Me levanté de la mesa y seguí a Jessica, que salía de la bodega. Intenté ponerle la mano en el hombro, pero me rehuyó. De camino hacia la puerta principal descolgó el abrigo de la percha y se lo puso.

La seguí por el sendero que bordeaba el agua. Se abrazaba para protegerse del frío nocturno. Caminaba cabizbaja. El cielo estaba despejado.

Cuando nos hubimos alejado lo bastante de la cabaña, le dije:

– No puedes negarte a hablar.

Ella no se detuvo.

Sobre una zona más estrecha del lago se alzaba un puente colgante. Bucky lo hizo con sus propias manos. Jessica subió la escalera y se dispuso a cruzarlo. El puente, una serie de planchas de madera sujetas con cuerda gruesa, osciló bajo su peso ligero. Avanzó hasta la mitad antes de detenerse.

Subí y la seguí, agarrado a las barandas de cuerda y haciendo lo posible por colocar un pie delante del otro, luchando contra la sensación de que aquella cosa estaba a punto de derrumbarse. Cuando llegué, ella sollozaba. Incluso a la luz de las estrellas distinguí las lágrimas que brillaban en su rostro.

Puse una mano sobre la suya. Estaba helada, pero no la apartó.

– Le odio -dijo ella.

– Nos ha dado mucho -repliqué-. Intenta pensar en eso.

– Se ha llevado más de lo que nunca podrá dar.

– Hablas con mucha amargura.

– ¿Acaso eres idiota? -dijo ella, mirándome a la cara antes de posar la vista en el agua y dirigirla hacia las luces lejanas de la cabaña.

– A mí también me duele.

– Para una madre es distinto. Lo mataría.

– Él no tuvo la culpa -dije.

– Pero podría haberlo salvado -repuso ella-. Y tú lo sabes.

– Estoy seguro de que, de haberlo sabido, lo habría hecho.

Nuestro primer hijo, Teague, se adelantó cuatro semanas al nacer. Su corazón tenía una válvula dañada. Al principio nos dijeron que no había esperanzas. Jessica enloqueció. Tuvieron que sedarla. Yo estaba en una nube, chocando con las puertas y tropezando con todo. Entonces apareció un joven médico y dijo que había un cirujano en Dallas que había logrado cosas increíbles y que deberíamos intentar llevar a Teague hasta allí. Urgentemente. Podía ser cuestión de minutos.

El hospital disponía de una ambulancia aérea, pero estábamos a mediados de invierno y el avión se hallaba atrapado en Búfalo. Por la tormenta. Jessica me dijo que recurriéramos al avión de James y se lo pedí. Pero en aquella época sólo tenía uno, y debía partir hacia Sudamérica a la mañana siguiente. Una cacería de palomas.

Dijo que la ambulancia aérea bastaría.

Que todo saldría bien.

– ¿Crees que ha perdido un solo minuto de sueño por todo esto? -preguntó ella-. ¿Crees que le ha afectado en lo más mínimo, que va por la vida como un lisiado? No, Thane. Soy yo. Como si hubiera perdido un brazo. Ojalá hubiera sido así. Todos los días. Todos los minutos, pienso en que mi bebé se fue. Y él tenía una cacería. Por Dios. Y no te atrevas a defenderlo -añadió, enfrentándose a mí.

– ¿Acaso crees que no siento lo mismo? -dije, levantando la voz por encima de aquella agua estancada. Me aferré a la baranda e hice oscilar el puente-. ¿Crees que ya no me acuerdo de cómo eran las cosas antes? ¿Cuando entrábamos en cualquier fiesta cogidos de la mano y todo el mundo nos miraba y se preguntaba cómo lo había logrado?

– Entonces me quedé embarazada -dijo ella-. ¿Es eso lo que quieres decir?

– ¿Me tomas el pelo? ¿Eso crees? ¿Quién hizo los cursos contigo? ¿La respiración, las contracciones y todo el rollo de Lamaze? ¿Quién pintó la cuna? ¿Y su cuarto? ¿Quién dijo que lo llamáramos Teague, en honor de tu abuelo?

El abuelo paterno de Jessica se llamaba Teague. Un oficial del ejército del aire retirado que tenía una casita junto al lago Canandaigua. Murió poco antes que el padre de Jessica. Ella siempre decía que, de haber sobrevivido, no habría permitido que vivieran en una granja de vacas. El abuelo siempre tenía dulces en el bolsillo, y monedas, y todos los veranos ella pasaba una semana con él en la casita del lago; cuando tenía que volver a casa se pasaba un mes llorando por las noches.

– ¿Crees que no quería que te quedaras embarazada? -dije, advirtiendo que mi voz adquiría un tono lastimero.

– A veces lo dudo -contestó ella, antes de dar media vuelta.

Me apartó de un empujón y emprendió el regreso hacia la cabaña.

La seguí como un perro.


– ¿Un perro? -pregunta el psiquiatra.

– Es un decir.

Él asiente en silencio.

– ¿Te sentías como un perro? ¿Como su perrito?

Observo sus ojos oscuros, buscando en ellos un rastro de insulto, pero no lo encuentro. Inclino la cabeza y digo:

– Es probable que fuera Jessica la que llevaba el control de la situación.

– ¿Como hacía tu madre?

– Ya está -repliqué, dando una palmada sobre la mesa-. Sabía que llegaríamos a esto.

– Había otras mujeres implicadas -dice él-. Y tus palabras parecían indicar que también controlaban la situación.

– ¿Quiénes? ¿Las brujas? Dije que leían un guión.

– Hablaste como si tuvieran alguna clase de poder: el poder de intuir las cosas.

– Mierda, tío -digo-, estaban con el FBI, entre bastidores. Pinchando los teléfonos de la gente. Siguiendo a todos con sus cámaras de infrarrojos. Supongo que lo sabían todo.

– ¿Puedes contarme lo que sabían?

– Bueno, entonces no lo sabía, pero ahora lo sé.

– De acuerdo -dice él-. Cuéntamelo.

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