23

Tras una comida compuesta por un pastoso puré de verduras, cruzo el patio, escoltado, hasta llegar al edificio de administración donde me aguarda el gran psiquiatra negro.

Está escribiendo, su mandíbula fuerte tiembla con el esfuerzo.

Cuando levanta la cabeza de sus notas, pregunta:

– ¿Cómo te sientes?

– Listo para comerme una hamburguesa de auténtica ternera -le digo, y me siento.

Asiente con la cabeza y guarda con cuidado los papeles antes de cerrar la carpeta. Sus dedos tamborilean sobre la tapa de color manila.

– Le dijiste al médico que te trató antes que yo que en algún momento llegaste a convencerte de que no habías matado a James King. Ahora que te conozco un poco más, quería preguntarte a qué te referías.

– La verdad es que durante un tiempo lo creí.

– ¿Cómo?

– La mente humana es un órgano maravilloso, ¿no cree?

– Unas más que otras.

– Se lo contaré.


Bajé las escaleras de tres en tres y estuve a punto de caerme. La imagen de James, debatiéndose contra la muerte, y de la oscura mancha de sangre en las sábanas se repetía en mi cerebro una y otra vez. Me dispuse a cerrar la puerta de un portazo, pero me contuve y lo hice en silencio. El aire nocturno parecía más frío. Respiré hondo.

La nieve empezaba a cuajar en el suelo, y en las superficies superiores de los postes que se alzaban en la calzada. Era un manto silencioso. Se me erizó el vello. Me invadió una oleada de pánico y eché a correr. Cuando llegué al bosque y percibí el olor familiar a hojas podridas, me paré y volví la vista atrás. Casi esperaba encontrar a alguien persiguiéndome, oír que alguien me ordenara detenerme. El resplandor de un relámpago mudo cruzó el cielo y en ese instante pude ver la calzada que acababa de dejar atrás. Huellas de botas marcaban mis pasos sobre la nieve. Un rastro que me unía al cadáver de James.

Volví la cabeza hacia el cielo y parpadeé. El resplandor anaranjado de la cabaña me permitía ver los copos de nieve cayendo como gotas de lluvia. Seguí corriendo hasta llegar al coche. Mis pulmones eran como bolsas de ácido y me dolía el costado. La sangre me martilleaba en las sienes.

Ya en la carretera, unos faros me enfocaron. Me oculté detrás del coche y atisbé por los cristales salpicados de agua. Los faros parecieron aminorar la velocidad, pero enseguida volvieron a acelerar. Me quedé en mi escondrijo, acurrucado, observando los pilotos rojos hasta que desaparecieron en la curva, en dirección norte, hacia la ciudad de Pulaski.

Entré en mi vehículo y miré por el retrovisor; mis manos se aferraban al volante con tanta fuerza que se me agarrotaron y tuve que relajarlas. Me lo tomé con calma: conduje despacio por carreteras secundarias hasta cruzar al otro lado de Depot Road. Al entrar en el garaje de casa, me quedé un rato mirando hacia fuera, preguntándome con inquietud cuánto tiempo tardarían en llenarse de nieve los surcos provocados por las ruedas. Para cuando lo hicieron, tenía los dedos ateridos de frío.

Jessica estaba en el salón. Un fuego ardía en la chimenea, el reflejo del resplandor amarillo y naranja alumbraba la pulida superficie de la chimenea labrada. Estaba sentada, con las piernas dobladas, y tenía un libro en la mano. Todo parecía normal; ella levantó la vista y me sonrió de un modo que me hizo sentir como si todo lo anterior hubiera sido un sueño.

– ¿Y Tommy?

– Durmiendo.

Asentí y me miré las manos por primera vez; advertí las manchas de sangre en los guantes de piel marrón. Se las mostré.

– Tenías que hacerlo -dijo ella.

– Dios -murmuré, notando un escalofrío.

Ella apretó los labios y se levantó. Me quitó los guantes. Sin ni siquiera mirarme, los echó al fuego. Luego se giró, apoyó ambas manos en mi cara y me atrajo hacia sí.

– No ha sucedido -dijo en un susurro; me miró fijamente a los ojos-. Es lo que tienes que hacer. En tu cerebro. No ha sucedido. Fue cosa de Johnny G. De su gente. Son los principales sospechosos y, por lo que se refiere a nosotros, fueron ellos. Tú estabas aquí. Conmigo.

– ¿Y Tommy?

– Es sólo un niño. Ni siquiera pueden interrogarle. No te desconcentres. Cenamos y encendimos el fuego. Yo leí un libro; tú, el periódico. Después hicimos el amor. Ha sido así. -Hizo una pausa-. Tienes que visualizarlo.

Noté sus manos sobre mi piel, sus uñas resiguieron la carne que rodeaba mi columna vertebral. Apreté mi boca contra la suya, sentí su abrazo. Sus dedos me desnudaron.

Me llevó arriba y me hizo olvidar. Fue al cuarto de baño y de él volvió con un vaso de agua y algo en la mano.

– ¿Qué es? -pregunté.

– Tómatelo. Te sentará bien.

– ¿Qué?

Cogí la gruesa pastilla y la sostuve contra la débil luz del baño. Vicodin. De una operación de rodilla de hacía dos años.

– Confía en mí -dijo ella-. Te ayudará.

Intenté devolvérsela, pero ella no la aceptó.

– Vamos.

Me la tragué.

Por la mañana levanté la cabeza de la cama y miré hacia el gran ventanal con forma de arco. Las nubes, como bolas de algodón, eran de un rosa brillante, y sus extremos estaban envueltos en una neblina de color lavanda. Se extendían hasta el final del lago, hasta el infinito. La idea de James revolviéndose bajo la almohada fue como una patada en el estómago. Mis brazos y piernas se quedaron rígidos. Jessica despertó, me tocó la cara y me miró a los ojos. Los suyos estaban irritados, húmedos.

– No -dijo ella, hablando con voz lenta y pastosa-. Ya te lo dije. Fue un sueño. Tú estabas aquí.

– Oh, Dios -exclamé, invadido por el pánico.

Me giré, atacado por las náuseas.

– No hagas eso -ordenó ella con voz ronca-. No. No puedes.

Me obligó a salir de la cama y me empujó hacia la ducha. Preparó unos huevos revueltos con beicon crujiente. Me limité a probarlos.

Cuando bajó Tommy, ella le dio un beso en la cabeza y le abrazó.

– ¿Ya te has lavado los dientes? -preguntó.

– Mamá… -protestó él.

Ella señaló las escaleras con una expresión que no admitía réplica.

– Dale un beso a tu padre -le dijo cuando Tommy volvió del cuarto de baño-. Tiene que irse a trabajar.

Tommy se me acercó, me besó en la mejilla y me abrazó. Le cogí con fuerza y mantuve la presión hasta que empezó a moverse. Entonces lo solté.

– Ya es la hora -me dijo Jessica-. Tengo que ocuparme de Tommy y tú tienes mucho que hacer. Ve a trabajar para alimentar a la familia.

Me sentía como si me estuvieran empujando de un avión, pero en cuanto estuve en la calle mi estado mejoró. No es que me abandonaran las náuseas: la imagen borrosa de aquella escena de muerte se reproducía una y otra vez en la pantalla negra de mi cerebro, pero fui capaz de actuar como si no estuviera allí. Llamé a mi secretaria y repasé con ella la agenda para la semana siguiente. Incluso cambié la fecha de una reunión con el grupo de leasing para poder asistir a otra reunión de emergencia que James había concertado con el equipo del Garden State y la nueva junta directiva de la empresa. Luego me dispuse a realizar llamadas, dirigidas en su mayor parte a contratistas deseosos de conseguir el proyecto; no paré de hablar hasta que llegué a King Corp.

El despacho de Ben se hallaba al otro lado de una zona abierta, llena de archivadores y mesas de secretarias. Tenía la puerta abierta, y le vi al teléfono con los pies en alto. Nos saludamos y seguí andando. Mi despacho estaba justo al lado del de Scott. El suyo estaba completamente acristalado, así que vi la mesa vacía.

Di los buenos días a su secretaria y le pregunté si lo había visto.

– Estuvo anoche en el refugio -contestó ella, con una sonrisa-. Tiene una reunión importante a las diez, así que si le necesitas puedes llamarle al móvil. Debe de estar en camino.

Tras darle las gracias me metí en mi despacho y cerré la puerta con cuidado. Tenía un cuarto de baño privado; me agaché frente al retrete y vomité todo el desayuno. Lo limpié, esforzándome para respirar, asustado del tono verdoso de mi piel reflejada en el espejo. Luego me senté y encendí el ordenador.

Ella tenía razón. Tenía que sacármelo de la cabeza.

La pantalla estaba llena de correos electrónicos por abrir. Me limité a mirarlos, con la boca abierta y los ojos vidriosos.

Cuando Ben irrumpió por la puerta, me agarré al borde de la mesa y posé la vista en él. Cuando me comunicó la muerte de James, negué con la cabeza, como si no lo entendiera.

– Apuñalado -dijo Ben. Llevaba el móvil en la mano, le daba golpes contra la palma de la mano contraria como si quisiera arrancarle la verdad-. Con el cuchillo de Scott. Ese trasto que trajo de África.

Me miró. No había una sola arruga en su frente. Su boca era una línea recta.

– Y Scott ha desaparecido.

Me estremecí y negué con la cabeza, satisfecho de tener una excusa que justificara la palidez del semblante que había visto en el espejo del cuarto de baño.

– Bucky los vio a él y a James charlando en el bar, anoche, antes de irse. Esta mañana debían salir a cazar. No está su coche, y Emily no sabe nada de él.

– Dios.

– No puede ser lo que creen -dijo Ben, apesadumbrado-. Ni hablar. Tienen que haber sido los del sindicato. Como Milo.

No me moví. Vi a James luchando, rodeado por una densa niebla.

– Y eso es lo que pienso decirles -afirmó Ben.

– ¿A quién?

– A la policía. Acaban de llamar. Un tal inspector McCarthy. Quiere verme en su despacho a las dos.

– ¿Vas a llamar a un abogado? -pregunté.

– ¿Para qué?

– No sé. Es lo que suele hacerse. ¿Por qué quiere hablar contigo?

– Ni idea. También ha preguntado por ti.

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