– Recuerdo unas vacaciones que pasé en Barbados -le digo-. Estaba en la terraza, por la mañana, contemplando el océano mientras tomaba café.
»Un lagarto verde recorre la barandilla, se topa con un bicho y se lo traga. Tenía los ojos grandes, inexpresivos. Luego baja por la pared y un pájaro sale de una palmera cercana y se lo lleva consigo. Puf. Adiós, lagarto.
Lo miro durante un momento hasta que carraspea y dice:
– ¿Y?
– Es la ley de la naturaleza. Los grandes se comen a los pequeños. Los más grandes se comen a los grandes. La rueda se mantiene.
– Pero nosotros no somos animales.
– Procedemos de ellos, ¿no? Está en nuestra naturaleza, en nuestros genes. Flota en la bilis.
– ¿Qué pasó aquella noche?
Me encojo de hombros.
– Volvimos al hotel y lo planeamos. Ella lo tenía todo previsto. Podía haber sucedido de mil formas distintas, pero Ben era como un insecto que se acerca a una hoguera sin temer a las llamas.
Niego con la cabeza y fijo la mirada en la superficie de la mesa azul celeste. Las luces fluorescentes del techo han dejado sus marcas en él.
– Nunca le he contado a nadie lo que pasó -digo al final.
– Lo sé. Por eso creo que deberías hacerlo.
Llamé a la oficina de Eye Pass a primera hora de la mañana. Pedí por el cargo más alto, pero el director general estaba de vacaciones. Su asistente me dio el nombre y el número de quien, según ella, podría ayudarme. Pasé por un cúmulo de secretarias y ayudantes de dirección. Intenté mantener la calma, pero subí al avión en Teterboro con la sensación de que volvíamos a estar al principio.
Cuando aterrizamos, había conseguido algo. La persona con quien quería hablar era la directora del departamento de tecnología. Estaba reunida, pero su secretaria me prometió que me llamaría en cuanto saliera de la reunión. Yo tenía a una docena de banqueros japoneses esperándome en Cascade. Tommy ya estaba en el colegio, así que Jessica se vino conmigo. Cruzábamos el puente desde el que se ve el refugio cuando llamó la mujer de Eye Pass.
Le dije lo que quería. Me informó de que tenían un registro del sistema instalado en Cascade. Era propiedad de King Corp y el director ejecutivo acababa de irse con todos los datos grabados en un USB. Ben Evans. Era la única copia. Colgué el teléfono y dije a Jessica que era demasiado tarde. Las oficinas de Eye Pass estaban en Rochester; Ben podía estar en los despachos del FBI en menos de dos horas.
– Deberíamos dar media vuelta.
Me paré en medio del paseo.
– ¿Para qué? -preguntó ella.
Su mirada era intensa, calculadora.
– Para ir a por él. No tenemos otro remedio.
Ella no se movió. Su rostro era como una estatua en la que sólo brillaban los ojos.
– Ve a la reunión -dijo.
– ¿Y le dejo libre para que vaya al FBI?
– Tenemos que atraerlo hacia nosotros. Si vamos tras él, huirá. Lo que debemos hacer es hacerlo venir…
– Pero…
Ella levantó la mano.
– Ve a la reunión. Vamos. Llegas tarde. Confía en mí.
Aparqué frente a la puerta principal del refugio y entramos. Ella insistió en que no me preocupara, se metió en la biblioteca y cerró la puerta.
Los japoneses manejaban números de nueve cifras como si no fuera nada del otro mundo. En mi cabeza tampoco lo eran. Ningún número significaría nada si no deteníamos a Ben.
Tenía la mirada puesta en el mandamás de los banqueros, pero debo reconocer que mi mente estaba en otro sitio; de repente, se abrió la puerta de la sala de reuniones. Distinguí los ojos de Jessica. Me hizo una señal con la mano.
Me disculpé, deshaciéndome en excusas y reverencias, salí y seguí a Jessica hasta la biblioteca. Le brillaban los ojos.
– Viene hacia aquí -dijo ella.
– ¿Aquí?
– Al refugio oeste.
El refugio oeste era la cabaña original que construyó James antes de empezar a adquirir los terrenos colindantes. Estaba en mitad del bosque, a casi un kilómetro del refugio principal.
– ¿Cómo le has encontrado?
Ella apoyó la mano en mi brazo.
– Lo he hecho.
– ¿Qué se cree? ¿Que se va a acostar contigo?
– Que estoy metida en un lío. Estaba en la autopista. Ya viene.
– Deja que termine con esto -dije, refiriéndome a la reunión.
– Tómate tu tiempo. Acaba de salir de Rochester. Disponemos de un par de horas de margen. No hagas nada raro. Termina con ellos sobre las cuatro y deja bien claro que te vas de caza.
Los japoneses no pusieron ningún impedimento a finalizar el encuentro a las cuatro. Al fin y al cabo, estaban cansados del viaje y tenían ganas de tomarse una copa en el jacuzzi antes de cenar. Les anuncié con todo detalle que me iba al bosque a cazar ciervos. Me puse la ropa de camuflaje, cogí una radio y el Benelli del armario de armas que pertenecía a James. Respiraba con dificultad y me costaba concentrarme, aunque Jessica era la mente pensante.
Me esperaba en el H2, agachada en el asiento trasero para que nadie la viera irse conmigo.
El coto es una zona grande en forma rectangular llena de árboles y de riachuelos que surcan el terreno de norte a sur. En el cuadrante sudoeste, sobre una de las largas y estrechas colinas, estaba el refugio oeste. Al final de la zona oeste y al sur de la colina había un profundo pantano. Alrededor de la orilla avanzaba un sendero lodoso frecuentado por ciervos.
Cuando llegamos al refugio, Jessica señaló en dirección a la arboleda y dijo:
– Escóndete ahí. Cuando entre, te acercas y esperas a uno de los lados.
Se trataba del punto de mira de James, construido en las ramas de un viejo abedul que crecía frente al viejo refugio. Una caseta de madera, de dos metros por uno y medio, pintada de verde militar y construida a tres metros y medio del suelo, en el árbol. Resultaba invisible desde la carretera, pero en la caseta disfrutaría de una vista perfecta del sendero que llevaba al refugio.
Entramos, y Jessica insistió en que encendiera un fuego.
– Como si lleváramos un rato aquí, esperando -dijo ella.
La intimidad que se respiraba me excitó, y me pregunté si lo hacía a propósito.
Supe que sí cuando dijo:
– Olvídate de lo que intentó hacerme en Sandy Beach. Esto es por nosotros. Por nuestra familia. Si no lo logras, estamos muertos. Peor que muertos -añadió.
Asentí, intentando deshacer el nudo que se me había formado en la garganta. Discutimos sobre si debía o no dispararle de cerca; al final ella cedió y admitió que sería mejor que lo hiciera a una cierta distancia. No quería verle la cara. No era capaz.
– Entonces quédate en la puta caseta, pero no falles. Vete -dijo ella. Me besó con pasión antes de empujarme hacia la puerta-. Y mantente agachado.
La caseta del árbol no estaba ni a treinta metros del sendero: era un disparo fácil para cualquiera. Se suponía que debía esperar hasta que saliera. Ella hablaría con él, y se aseguraría de que había traído el USB. Si lo llevaba encima, ella encendería la luz del porche cuando Ben saliera.
Entonces debía disparar.
El sol ya adquiría tonalidades rojizas e iniciaba su descenso entre la negra telaraña de árboles que bordeaban la montaña de enfrente.
Mientras caminaba por el sendero, el único ruido del bosque eran las crujientes pisadas de mis botas.
Subí por la escalerilla y me agaché sobre el mullido asiento; jadeaba, pero estaba tranquilo. Esperé, consciente de que tendrían que transcurrir al menos veinte minutos antes de que el bosque reviviera con el sonido de los castores y ardillas en busca de comida, de que un salto lejano indicara que la primera liebre salía de su madriguera secreta para bajar al pantano.
Empecé a desentrañar lo que pasaba de la misma forma en que uno desenreda un sedal de pesca, partiendo de un pequeño nudo sólo para descubrir que era una pequeña porción de un problema mucho mayor. No sentí ni el menor asomo de esa tranquilidad que entraña sentarse a solas en el bosque. Ninguna conexión con el mundo natural. Flotaba en él, pero como parte de algo retorcido y oscuro.
Cuando oí el ruido de un coche que hacía saltar la grava el corazón pareció querer salírseme del pecho y bombeó adrenalina como un radiador con una fuga. Me costaba respirar y me temblaban las sienes. Me agaché y permanecí inmóvil, esforzándome por sofocar los jadeos.
Al ver el Lexus blanco que pasó junto a la caseta, el estómago me dio un vuelco. Ben se apeó del coche, con las manos en los bolsillos de un abrigo de pana y se metió en el interior del pequeño refugio. Apretaba la mandíbula y bajo su mata de pelo rubio se apreciaba una mirada de enojo. Volví al asiento y apoyé el rifle en la baranda de la caseta; busqué el punto del láser y lo clavé en la puerta principal.
No aparté la vista ni un segundo y pasé lo que me pareció una eternidad deseando que la luz del porche siguiera apagada para siempre. Pero cuando se abrió la puerta, la luz entró en acción.
Le apunté con el punto rojo, justo en el centro de su cuerpo. Ya estaba a medio camino del coche cuando Jessica salió al porche y gritó: «Hazlo, maldita sea, hazlo de una vez».
Cerré los ojos y apreté el gatillo.