Salí del edificio e hice una señal al chófer, indicándole que se reuniera conmigo en el Palace. Me aflojé la corbata y una ráfaga de aire penetró por el cuello de la camisa.
Unas manzanas después me metí las manos en los bolsillos de la chaqueta. Tenía los pies húmedos, las punteras de los zapatos estaban relucientes pero salpicadas de barro. Un escalofrío me recorrió los huesos. Los taxis pasaban por mi lado, parándose en los semáforos en rojo, cuya luz difuminaba la lluvia. A lo lejos sonó una sirena y volví a evocar la escena de la muerte de James. Saqué el móvil y llamé al chófer, calculando que no podía haber llegado muy lejos y que no tardaría mucho en volver. Saltó el buzón de voz.
Tenía una parada de metro delante. Bajé las escaleras, seguido de cerca por una mujer obesa que llevaba zapatillas de deporte y un gorro de plástico, de esos de ducha, en la cabeza. El aire llevaba consigo un olor a podrido, impulsado y distribuido a través de los túneles por los vagones de metro. Me detuve delante del plano de líneas. Sin saber cómo, había caminado hasta la línea verde. Creí oír a mi espalda la risa de alguien: una risa que me recordó a la de James. Me dolía el estómago. Tomé el tren de la línea seis en dirección a Grand Central y salí a la superficie envuelto en la multitud: la calle estaba más mojada y el cielo más oscuro que antes de entrar.
El portero del Palace vaciló antes de abrirme la puerta, y me siguió con la mirada mientras yo cruzaba, chorreando, el vestíbulo del hotel. En el ascensor contemplé en el espejo el cabello mojado, los ojos hinchados de un maníaco tembloroso vestido con un traje oscuro. Yo.
El salón de nuestra suite daba a Park Avenue. Frente al sofá de terciopelo, en la mesita, había un cubo plateado. El cuello de una botella de champán sobresalía entre los pliegues de una servilleta blanca de lino. Emití un sonido que podía pasar por una carcajada y me dispuse a descorcharla: necesitaba una copa. El tapón rebotó contra la lámpara de cristal provocando un suave tintineo.
Se abrió la puerta. Jessica y Mike Allen. Riéndose a carcajadas, los dos: una risa que se truncó en cuanto me vieron.
– ¿Thane? -dijo Jessica.
Dio un paso más y se detuvo.
Hubo un momento de tensión, que intenté romper con una sonrisa forzada.
Mike se acercó a mí y preguntó:
– No pensarías celebrarlo sin nosotros, ¿no?
Se me quedó la boca seca. Mike me tendió la mano.
– Felicidades -dijo, con una sonrisa de complicidad-. Sabía que lo conseguirías.
– Yo… gracias.
– Gracias a ti -dijo Mike, tomando a Jessica del brazo-. Y esto no os lo había dicho, pero el jueves haréis sonar el timbre en Wall Street. Saldrá en la CNN. Tienes una esposa estupenda, Thane.
Jessica se llevó las manos al pecho y las cruzó.
– Yo no -repuso ella-. No voy a salir en televisión.
Mike siguió asintiendo, sin dejar de sonreír. Cogió dos copas de champán de la bandeja y me las pasó. Serví la bebida.
– ¿Cómo es que estás tan mojado? -preguntó él mientras le tendía una copa a Jessica.
– Necesitaba pensar en todo esto y di un paseo -dije, mientras llenaba mi copa-. No me percaté de la que estaba cayendo.
– Tienes muchas cosas en que pensar -dijo Mike, y alzó la copa-. Por King Corp, por el hombre que la fundó y por el que la hará funcionar.
Entrechocamos las copas y bebimos. Jessica me lanzó una mirada por encima del borde de la suya.
– Mike nos invita a cenar -anunció ella-. ¿Por qué no te cambias? -Claro -dije. Dejé la copa vacía sobre la mesa-. Tomad otra. Tardaré sólo un momento.
Estaba desnudo, con la ducha llena de vapor, cuando ella entró. -¿Qué ha pasado? -Voy a ducharme. -¿Dónde estabas? -Vi a Ben.
– ¿Y?
– Jessica -murmuré, cogiéndole las manos-. Creo que lo sabe.
– Lo único que sabe es que eres el nuevo director general. Nada más. -Su voz era un susurro apremiante-. No hay nada más. Todo saldrá bien.
Negué con la cabeza.
– No dejo de verle -dije-. A James. Luchando conmigo. La sangre. Estoy mareado.
– ¿Crees que me habría casado contigo si no fueras fuerte? Lo eres.
– Lo siento.
Ella me acarició la mejilla y me dio un beso rápido.
– Date prisa, ¿vale? Limítate a seguir adelante. No pienses en nada más que en vestirte, cenar. En cosas simples y estúpidas. Confía en mí -añadió, mostrándome la cicatriz de la palma de la mano-. En la vida suceden cosas horribles, pero si sigues adelante acaban por desvanecerse.
Dejé que el agua caliente eliminara el hedor a metro de la piel y del cabello y me sequé a toda prisa. Ya tenía la ropa preparada sobre la cama. El traje verde oliva. La corbata de color bronce que a ella le gustaba tanto. Zapatos color marrón y cinturón a juego. Me obligué a sonreír y me reuní con ellos; esta vez conseguí arrancar de la garganta algo que sonaba como si fuera risa, para dar la impresión, de que también me estaba divirtiendo. Jessica se había puesto un vestido estrecho: escote bajo, satén verde. Se había recogido el cabello, dejando al descubierto el cuello y las curvas sutiles de su espalda. El contraste con su atuendo habitual era asombroso.
Mike nos llevó al Lever House, un túnel largo y blanco con un montón de recovecos y cabinas profundas. Al final de la larga sala, encima de una tarima, había un hueco trapezoidal donde se había situado una mesa larga, reservada para celebraciones, casi un escenario para que la vieran todos. Nuestra mesa. Muchos miembros del consejo se unieron a nosotros, algunos trajeron a sus cónyuges. Todos parecían conocerse. Yo temía ver aparecer a Ben, y bebí champán como si fuera agua, pero no vino.
Éramos el centro de todas las miradas. Los ojos de Jessica relucían, y su mano estaba apoyada en mi hombro; de vez en cuando jugueteaba con mi pelo o me susurraba algo al oído. En un momento dado, el camarero me sirvió una ración de atún asado. Lo comí a trozos, obligándome a tomar al menos un par de bocados para llenar el foso vacío de mi estómago. Notaba el calor del champán. Oía un zumbido en las orejas y apreté con los dedos el muslo de Jessica. Ella se rió.
Los dos estábamos borrachos.
Un hombre salió de uno de los reservados y cruzó el pasillo, en dirección a los servicios. Era grueso. Con una mata de pelo blanco. Se me secó la boca. Cerré los ojos y deseé que el pescado permaneciera donde estaba antes de volver a abrirlos.
– ¡Thane! -dijo Jessica, apartándome la mano de su pierna.
– James -murmuré.
Apenas aquel nombre hubo salido de mis labios, el hombre desapareció entre la multitud.
– El postre -dijo Jessica en voz baja-. ¿Qué quieres? Mira la carta.
Mike me dio un golpecito en el hombro y se inclinó hacia mí desde el otro lado, con las mejillas relucientes como manzanas.
– ¿Qué será lo primero que harás después de dar el pistoletazo de salida? -preguntó-. ¿En qué estás pensando?
Le miré y me mordí la lengua, en un intento de recobrar la compostura.
– Despediré a Ben -dije, y me reí.
Mike soltó una carcajada. Alzó la copa y bebió un sorbo de vino.
– En serio.
– Hablo en serio.
– No puedes hacer eso.
– El director general puede hacer lo que le venga en gana -dije, con el corazón latiendo a toda marcha-. Yo tomo las decisiones, ¿recuerdas?
Ni siquiera le miraba. Las palabras sonaban surrealistas en mi mente. Jessica escuchaba, y su rostro se acercó hasta mis hombros, invadiendo mi campo de visión.
– Ha bebido demasiado -dijo ella.
Jessica le lanzó una flamante sonrisa a Mike, una sonrisa que dejó al descubierto los afilados extremos de sus caninos.