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– ¿Qué hay de tu familia? -pregunta el psiquiatra con una voz demasiado suave para un hombre de su talla.

– Unos paletos. Mi padre era de los que resolvía las cosas a base de correazos, hasta que murió mi hermano mayor. Conducía borracho con unos amigos. A partir de entonces, el pelo de mi viejo encaneció. Apenas hablaba.

»Mi madre también se abandonó. Se pasaba las horas sentada en una vieja mecedora con los ojos fijos en la tele o en una novela romántica. Comíamos alimentos enlatados, o nada.

– Siempre es difícil para cualquiera de nosotros pensar en nuestros padres como personas -dice él.

– Recuerdo cuando obtuve una beca en Siracusa para jugar al fútbol -continúo-. La escuela me entregó una cantidad de dinero en efectivo y le compré a mi madre una de esas sillas reclinables que te masajean. Llevaba años pidiéndole una a mi padre. Ni siquiera se sentó nunca en ella. La usaba para apilar los libros.

– Has hablado de una beca -dice él en tono quedo-. En el lugar de donde yo procedo eso es algo importante.

Aprieto los labios, asiento con la cabeza y digo:

– Jugaba en la línea media de un equipo de segunda de la liga All America; los Giants me reclutaron en la sexta vuelta. El sueño americano. A los cuatro días en el campo me rompí el hombro. Eso fue todo. Se acabó.

– ¿Y cómo te sentiste?

– Como un perdedor.

– Llegaste más lejos que mucha gente.

– Sí, pero fue después de conocer a Jessica. Para ella el negocio inmobiliario era como una partida de damas. Te enseñaba a mover una ficha y ahí estabas, enfrentándote a un triple salto. No eran tácticas maquiavélicas, sino pequeñas maniobras que alteraban el equilibrio.

»Todo el mundo la adoraba. Banqueros. Propietarios. Tenía un estilo amistoso: miraba a la gente a los ojos, escuchaba sus historias; se reía de sus chistes, y se reía de verdad… Se divertía, caía bien a todo el mundo y, por extensión, también yo. Siempre que teníamos que cerrar un trato importante, si conseguía reunir al tipo en cuestión y a su esposa con Jessica y conmigo, ya estaba en el bote.

»Se mantenía constantemente pendiente de todo: la política de la oficina, los tratos, y juntos trazábamos estrategias de acción. Y era agradable. No parecía diseñar un plan de ataque. No me agobiaba. Éramos compañeros, y siempre me hizo sentir como si yo fuera el líder, como si yo encontrara el camino que me llevaba a la cumbre y ella sólo estuviera allí para llevar la botella de agua.

– Una esposa puede ser una gran ayuda -dice él.

– Creo que quería que me fueran bien las cosas debido a su pasado -le explico-. Su padre murió y los dejó endeudados hasta las cejas; perdieron su casa y tuvieron que instalarse en un bungalow de alquiler en una granja de productos lácteos. Junto al establo. Ella, su madre y su hermano mayor trabajaban para un hombre que sólo quería tirársela y les pagaba una mierda. Se alimentaban a base de sándwiches con ketchup y llevaban tres capas de ropa para no pasar frío en invierno.

»Pero salió de todo eso. Primero obtuvo una beca académica. Luego me conoció a mí.

– ¿Os conocisteis en la facultad? -pregunta él.

– No. Yo ya trabajaba para James y ella asistía al Hunter College de Nueva York. Fui allí por negocios. Cerré el trato y di un paseo por Central Park. Era uno de esos cálidos días de primavera. Fui por el paseo Literario, el que está lleno de olmos americanos, ¿lo conoce?

Niega con la cabeza y dice:

– Sólo he estado en el zoo. Llevé a mis hijos hace un par de años, a ver los pingüinos.

– Ya. Bueno, pues ella estaba sentada bajo la estatua de Shakespeare, estudiando biología. Esa foto rara de un escarabajo con una especie de planta asquerosa que le atraviesa el caparazón.

»¿Ha oído hablar alguna vez del nematodo? Es un gusano parásito que infecta el cerebro del escarabajo y se apodera de él. El escarabajo se encarama a los árboles de la jungla, y luego el hongo lo mata y brota, de manera que el viento se encarga de esparcir las esporas.

El psiquiatra hace un gesto de desagrado.

– Me dije: tío, esa chica es demasiado mona para ser tan lista. Cabello negro y brillante. Una naricilla levemente respingona. Grandes ojos castaños. Del tipo que mira en tu interior. La gente siempre le echaba mucha menos edad de la que tenía.

»Llevaba un pantalón corto color caqui y una camiseta negra sin mangas. Estaba muy guapa. Terminamos en una de las cafeterías con terraza de Columbus Avenue. En esa época salía con un chico rico. La vida no es más que una coincidencia, ¿no cree?

– Y luego formaron una familia.

– Una familia rota -digo yo.

Él enarca las cejas y espera.

– Es lo peor que te puede pasar -le digo, con la vista fija en sus ojos oscuros, deseando compartir con él sólo un leve apunte de la agonía. Siento que los engranajes de mi cerebro se deslizan, todo gira, se calienta, echa humo sin ir a ninguna parte-. Tuvimos un hijo. Murió.

Me quedo cabizbajo.

– Cuando nos enteramos de que estaba embarazada pintamos el cuarto del bebé. Los dos solos, con una botella de vino, salpicándonos de pintura. Riéndonos hasta que se nos saltaban las lágrimas. Esas frescas montañas verdes y el cielo nocturno con luna llena. El techo pintado de estrellas.

Muevo la cabeza y me quedo en silencio.

– ¿Quieres contarme lo que pasó?

– No -respondo, y la palabra me sale con más fuerza de la que quería imprimirle.

Se sienta y espera.

– Cuando llevábamos un tiempo juntos, ella regresó al norte. Lo hacía todo por mí. Cocinaba. Me daba masajes en la espalda. Me dejaba salir con los colegas. Y cuando lo hacía no era de las que llamaban a todas horas para echarme la bronca como hacen otras mujeres. Estaba loco por ella. Habría…

– ¿Qué?

– Iba a decir que «habría matado por ella» -continúo, con una sonrisa estúpida, negando con la cabeza.

– Y lo hiciste -dice él.

– Fue el sindicato.

– Cuéntamelo.

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