10

– Has dicho que tu padre era de los que lo arreglan todo a correazos. ¿James te hacía sentir igual?

– Era un tipo duro, pero tampoco es que estuviera dispuesto a pegarme un puñetazo ni mucho menos.

– No me refiero a eso, sino a esa sensación de monaguillo pillado en falta que has comentado.

Apoyo las manos en el borde de la gastada mesa de madera y me inclino hacia él.

– Escúcheme primero y podrá decirme cómo me sentí.


Me alegré de que su mirada estuviera puesta en Scott en lugar de en mí. James debía de medir alrededor de metro ochenta; no era tan corpulento como su hijo, pero sí muy robusto, con una mata de pelo blanco, larga y peinada hacia atrás, que le dejaba al descubierto la frente. Tenía la espalda muy recta y nos miraba, desde la puerta, con un brillo malicioso en los ojos. Ese brillo podía significar que estaba cabreado o que, sencillamente, se estaba divirtiendo a nuestra costa.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Scott.

– Pensaba que íbamos a matar algunos patos -contestó James-. Pero alguien ha sacado mi Beretta del armario.

Scott enrojeció y dijo:

– Quizá Bucky la guardara en el mío por error.

– Debe de haber sido eso -comentó James-, porque sé que tú no la habrías sacado y la habrías usado sin volver a guardarla en su sitio. Tendré que hablar con Buck.

Cuando bajamos, Bucky ya estaba allí, por supuesto, disponiendo los rifles y las cajas de munición sobre los bancos de la sala de armas. Scott volvió sobre sus pasos y regresó provisto de una flamante escopeta del calibre doce decorada con un grabado en plata que representaba una escena de caza de patos. Parecía una pieza de museo, y Scott usó la manga para quitarle un poco de barro seco que se había adherido a la madera de castaño.

– Sí, estaba ahí -dijo, y la depositó sobre el banco, bajo las narices de su padre, mientras miraba de soslayo a Bucky.

– Bucky, ¿crees que podrías guardar las cosas en su sitio? -preguntó James.

Bucky era algo más que un guía de caza, aunque en eso era el mejor que he conocido nunca. También era algo más que el tipo que dirigía el coto de caza y supervisaba la construcción de la cabaña. Era un hombre cuyas opiniones suscitaban respeto en los otros, cualquiera que fuera su profesión y educación. He visto cómo hacía enrojecer a licenciados y callaba la boca a magnates. Y no era del todo desacostumbrado que James lo convocara a alguna reunión de alto nivel para pedirle parecer sobre un tema complejo.

Era de esos tipos al que querrías tener cerca si hubiera una explosión nuclear o algo parecido. Bucky sería de los que se las apañarían para sobrevivir. Llevaba un bigote poblado y era ancho de pecho. Tenía los ojos oscuros, enrojecidos, y tan tristes que, cuando pasó la mirada del arma a Scott, y luego a James, éstos expresaban tristeza.

– Creía que lo había hecho -dijo, adoptando ese tono de muchacho de campo con la misma facilidad con que uno se pone un sombrero-, pero reconozco que esta mañana también se me ha olvidado poner café en la cafetera. He desayunado huevos con agua caliente.

James le dio una palmada en la espalda, sonriendo, y dijo:

– Dales el material a los chicos.

Cogí del estante un mono de camuflaje y unas botas del número 42 del armario, donde los cachivaches se amontonaban hasta tocar el techo. Mientras nos vestíamos, esbocé una sonrisa en dirección a Ben y pensé en la tarjeta de la agente del FBI que se había guardado en el bolsillo. Ese hombre era un as en una sala de juntas, pero por la expresión de su rostro -como si hubiera comido un trozo de pescado en mal estado o algo así- deducías que lo de matar no era lo suyo. Daba igual que fueran patos, conejos, cerdos o ciervos. Cuando algo moría, Ben siempre miraba hacia otro lado.

Bucky nos pasó los rifles y salimos al exterior. El Suburban azul estaba aparcado justo debajo del puente que conducía a la entrada principal. Bucky nos llevó hasta los pantanos, y Russel, uno de sus hijos, se apresuró a apagar un cigarrillo. Russel era una versión de Bucky con la cara aniñada aunque más corpulento, pero no era tan alto como su padre. Bucky masculló algo a su hijo mientras descargábamos. Oí que murmuraba algo sobre qué clase de tonto sigue fumando a sabiendas de que eso va a matarle.

Russel miró a Bucky oculto tras la visera de la gorra, con sus grandes ojos tristes, sin hacer caso del comentario, tal y como suelen hacer los hijos de padres estrictos, y nos llevó hasta un islote a bordo de un bote. El escondrijo era como un refugio en miniatura cuyo techo y paredes estaban forradas de espadañas secas. James se mantuvo en un extremo del escondrijo, con Scott a su lado, luego yo, y finalmente Ben en el extremo opuesto.

Hacía un día de cielo diáfano, demasiado bonito para cazar patos, pero éstos habían sido criados en granjas y se los había adiestrado para que volaran frente a nosotros de camino al viejo corral donde vivían y se alimentaban. Se le llama «caza al vuelo».

Los señuelos chapoteaban en el agua frente a nosotros, y Russel se quedó en el escondrijo, soplando el silbato, su enorme cuerpo agachado junto al del labrador negro, que gemía y se estremecía ante la perspectiva. James habló con Bucky por radio, y un minuto después una bandada de patos, capitaneada por uno de verde plumaje, apareció sobre los árboles, al sur, y voló directa hacia nosotros, graznando alegremente en respuesta a la llamada de Russel.

Disparamos sin pausa: las escopetas ardían y el labrador boqueaba sobre un montón de patos muertos. Incluso Ben abrió fuego unas cuantas veces, pero no vi que ningún pato cayera abatido por un disparo suyo. Le tomamos el pelo al respecto.

– Ya está, James.

Era la voz de Bucky, que llegaba a nosotros a través de la radio.

– ¿Ya está? -dijo James, y sus pobladas cejas desaparecieron bajo la visera de su gorra de camuflaje-. ¿Quedan más en el establo?

– Claro.

– Pues saca algunos.

Nos sentamos en el banco de madera que había en la parte trasera de la estrecha quilla. El agua era oscura como el aceite, y, donde no quedaba interrumpida por trozos de espadañas marrones y muertas, brillaba bajo la luz del sol. Observé uno de los señuelos, que dibujaba pequeños círculos llevado por la brisa, y vi que su espalda gris perla estaba salpicada de sangre.

– Milo era un cazador de patos -dijo James, con la vista puesta en el agua.

Sentí una descarga eléctrica por todo el cuerpo y me quedé sin aliento. Con el rabillo del ojo vi que las gafas de Ben ahora apuntaban a James.

– Siempre saltaba y empezaba a disparar antes de que nadie pudiera hacerlo -dijo James-. ¿Os acordáis? ¿De verdad se puede confiar en alguien así? Pero era un hacha con las autoridades municipales, y con la EPA. Consiguió tener lista la obra pero, obviamente, se inmiscuyó demasiado.

A nuestra espalda, sobre el lecho del viejo carro, oímos la furgoneta de Bucky que volvía del corral de los patos.

– En fin -dijo James-, reservo el gran anuncio para esta noche. Quiero que todas nuestras familias estén allí porque es algo que nos afecta a todos. Los tres os alegraréis -añadió, y mi corazón pareció pegarse a las costillas-. O al menos deberíais hacerlo. Pero quería quitarme de encima el tema de Milo. Todos habéis contribuido mucho a levantar el proyecto, pero al fin y al cabo para eso cobráis. Y, con toda franqueza, uno de vosotros fue más crítico que los otros dos a la hora de conseguir la financiación necesaria…

Los graznidos de los patos se oyeron a lo lejos. James cogió el rifle y se preparó, y el resto le imitamos. Conseguir la parte de Milo en este negocio acabaría de un plumazo con todas mis. preocupaciones económicas. Pagaría la hipoteca. Las tarjetas de crédito. Significaría una cantidad de dinero en efectivo destinada a crecer. Podría gastar sin remordimientos y dejar de preocuparme por lo que gastaba Jessica. Ella podría construir la casa. Podría empezar mañana mismo. Sólo la mitad de la tajada que se llevaba Milo me situaría directamente en el asiento del conductor.

Russel se dispuso a llamar a los patos, pero éstos optaron por virar en su vuelo antes de acercarse.

– Sujeta a ese maldito perro -ordenó James, y se inclinó hacia delante para ver a Russel.

Éste retuvo con fuerza al animal y sopló a pleno pulmón, con los carrillos hinchados como globos rojos, aguantando el silbido hasta el final del vuelo. Un pato rezagado se separó del grupo y voló hacia nosotros.

– Tuyo, Thane -dijo James.

Contuve la respiración. Era un gran pato de cabeza verde. Cerró las alas con un graznido. Bajó las patas, dispuesto a aterrizar, y se mantuvo flotando, chapoteando en la corriente, a punto de sumergirse. Era un tiro fácil.

Disparé una vez. Dos. Tres veces sin parar. El pato se elevó; cayeron unas cuantas plumas, pero aleteó aterrado y consiguió huir y desaparecer por encima del risco arbolado que se alzaba al final del pantano.

– Pues bien -dijo James, tras tomar asiento y posar la mirada en el pantano-, la parte de Milo pasará a Scott.

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