11

– ¿Y cómo te sentiste al enterarte? -pregunta el psiquiatra.

– ¿La verdad?

– Para eso estoy aquí.

– En ese momento me entraron ganas de girar el arma del calibre doce, apuntarle a la cara y apretar el gatillo.

– Pero el arma no estaba cargada.

– ¿Qué quiere decir? ¿Cómo lo sabe? -pregunto.

– Mi abuelo era cazador -dice él después de apoltronarse en la silla y cruzar las manos sobre la barriga-. Tres disparos en una cacería de patos. Ley federal. Has dicho que disparaste las tres veces.

Me mordí el labio inferior.

– Así que no lo hiciste -dice.

– ¿Ha bajado alguna vez a un sótano y ha visto algo con el rabillo del ojo?

Asiente.

– Pues quizá fue algo así. Algo oscuro que centellea en un área de tu cerebro. No significa nada. Está allí y luego desaparece.

– Pero al final lo hiciste.

– Ése fue el momento en que más me acerqué a desearlo sin hacerlo, así que casi no cuenta.

– De acuerdo, digamos que no querías hacerlo -dice él-. ¿Cómo llegaste a matarlo?

– Ya se lo he dicho. Fueron las circunstancias. La verdad es que no tuve alternativa.

– Creo que todos tenemos alternativas. Sé que no te gusta, pero es a eso a lo que voy. ¿Quieres enfrentarte a las cosas desde fuera? Tienes que saldar las deudas. Siempre.

– ¿Sabe qué es lo que recuerdo?

– ¿Qué?

– La maldita expresión que pusieron. Los dos. Como si el hecho de que él se llevara la parte de Milo fuera una obviedad. Algo totalmente justo.


Oí la respiración de Ben; cuando me giré hacia él, fingía estar interesado en la línea de árboles donde se había refugiado el pato que yo había herido. Me cabreó, porque en lugar de apretar los dientes o jadear, lucía una sonrisa de sabelotodo en la cara. Me entraron ganas de partirle la boca, pero James se dirigía a mí.

– Acabamos de cerrar un trato que hará entrar mucho dinero en los bolsillos de todos y, sin embargo, no pareces contento -dijo James.

Me volví y descubrí que me miraba fijamente. Debería haberle dicho algo en ese momento. Jessica no se habría callado. Pero en una situación como ésa, a pesar de todos los años de entrenamiento, a pesar de haberme partido el culo cuando era jugador de rugby profesional, me convertí en lo que siempre había temido ser. Me convertí en mi padre.

– No -dije-. Claro que lo estoy.

– Bien -dijo James, y echó un vistazo al reloj-. A las cuatro espero una llamada.

Subimos al barco. Russel nos llevó de vuelta, con un cigarrillo apagado colgándole de los labios y sus gruesas manos controlando tanto el perro como el motor. Cuando nos marchamos en el Suburban de Bucky, le vi ahuecar las manos y encender el pitillo. Mientras Bucky nos acompañaba hasta la cabaña, James nos interrogó sobre el plan de obra. Nos sentamos en la parte de atrás: Ben iba entre Scott y yo.

– Si te soy sincero, James -dije-, esos tipos del sindicato me preocupan un poco. Estaba pensando en contratar seguridad. Para la obra. Quizá también para nosotros.

– Sólo son palabras -dijo James, moviendo la mano como si quisiera apartarlas. Se inclinó hacia la ventanilla del lado del conductor y señaló los árboles muertos que surgían del agua-. Esa gente del sindicato son como abejas. Si no los molestas, te dejan en paz. Milo debió de meter la mano donde no debía. Buck, me gustan esas cajas de madera para patos. Añadamos alguna más.

– Pero alguien nos sacó de la carretera -dijo Ben.

James se volvió y le miró, sonriendo.

– ¿No pudo ser alguna vieja? ¿O algún chaval colocado?

– Creemos que fueron los hombres de Johnny G -aseguró Ben.

Scott miró a Ben dubitativo.

– ¿Los han pillado? -preguntó.

Ben negó con la cabeza.

– ¿Cómo sabes que era Johnny G? -preguntó James.

– Era un Suburban negro -respondió Ben-. Aparecieron en medio de la tormenta y fueron por nosotros.

James asintió, devolvió la atención a las curvas de la carretera que tenían delante y dijo:

– Si me asustara cada vez que uno de ésos me mira raro, todavía estaría excavando sótanos.

– Quizá baste con unos cuantos tipos para vigilar la obra -propuse.

– Llama a la policía -dijo James-. Lo haremos así. Senté un precedente con esa gente hace tiempo. No hacemos tratos con ellos y no huimos asustados.

– El FBI ha estado vigilando a Johnny G -informó Ben.

– Bien -replicó James-. Impliquémoslos.

– Ya están implicados -dijo Ben-. Quieren nuestra ayuda.

Bucky detuvo el Suburban delante de la cabaña.

– De acuerdo -consintió James y se apeó de un salto-. Adelante. Os veré a la hora de cenar, chicos.

Scott y Bucky también bajaron. Los tres entraron en la cabaña.

– ¿Te apetece ir a pescar un rato antes de que anochezca? -pregunté.

Me había llegado el turno de sonreír.

– Joder -dijo Ben, mirando hacia la puerta de la cabaña y negando con la cabeza.

– Ese hombre acaba de robar veinte millones de dólares delante de nuestras narices; ¿crees que va a contratar guardaespaldas? -pregunté.

Cogimos los aperos, una barca y nos fuimos al agua. Pasado el puente, tras el recodo, había una zona donde unos árboles muertos, blanquecinos y rotos, surgían del agua negra. A los róbalos les encantaba ese sitio y en cuanto detuve el motor, até el señuelo y lancé el sedal.

Ben se levantó y fijó su propio anzuelo. Lo alzó y lanzó el señuelo con fuerza hacia el agua, entre los árboles muertos.

– Ten cuidado con eso -dije, con un escalofrío.

Un rey pescador chilló y el croar de una rana cercana intensificó el silencio. Zumbó una langosta y una ligera brisa agitó el agua. Ben tiró del señuelo sin parar hasta que éste chocó contra la barca.

– Tienes que sacudirlo unas cuantas veces -le dije, y le hice una demostración con unos cuantos movimientos de muñeca- Luego lo dejas quieto. Como si estuviera herido. Si lo haces así lo morderán.

– Tampoco veo que pesques nada -dijo él, enarcando las rubias cejas y volviendo a lanzar el sedal.

En esta ocasión, el movimiento del brazo provocó un zumbido. Vi un resplandor brillante y sentí una descarga dolorosa entre el labio y el cerebro. El rostro de Ben palideció y sus labios dibujaron una O gigante, mientras se dirigía hacia mí. Sentí el frío metal del segundo anzuelo chocar contra el plástico del señuelo cuando ambos me rozaron la barbilla.

– Hostia, Thane, lo siento. Mierda.

Solté el remo y palpé el anzuelo que se había quedado prendido de mi labio inferior.

– Tenazas -dije-. En la caja de herramientas.

La sangre me goteaba por la barbilla. A Ben le temblaban las manos mientras revolvía la caja. La mayoría de las tenazas van provistas de una navaja en la base. Lo único que hay que hacer es cortar el hilo y sacar el anzuelo sin que se produzca un desastre.

– No hay -dijo él en voz alta-. Sólo esto.

En la mano tenía una navaja con su estuche de cuero. Negué con la cabeza y extendí la mano.

– Mierda -exclamó Ben.

Abrí la navaja, se la devolví a Ben y me cogí el labio con los dedos.

– Corta -le dije.

– No puedo.

– En menos de dos minutos este cabrón me va a doler mil veces más de lo que duele ahora. Corta el labio, deprisa.

Dije todo eso hablando por la garganta y sin usar los labios, pero Ben captó la idea. Acercó la hoja a mi boca. Le agarré de la muñeca para ayudarle a mantener el pulso. La frente le brillaba de sudor. Sentí el borde de la hoja en el labio. Cuando cortó, vi las estrellas y me quedé sin aliento. Le solté la muñeca. El anzuelo chocó contra el suelo de la barca y yo aullé de dolor con la mano en la cara.

– Joder. Lo siento tanto.

– ¡Mierda! -grité mientras me sentaba. El grito resonó en la colina lejana y regresó al agua-. ¡A la mierda contigo, Ben! ¡Y a la mierda con ellos!

Me sequé los ojos con la manga, la sangre goteaba en el suelo de la barca. Me acerqué hasta la caja de herramientas y saqué unas gasas del botiquín de emergencias. Las apreté contra el labio.

Feo, ¿eh?

Bueno, eso no fue nada.

Cuando volvimos a la cabaña, me fui directo hacia el bar y envolví un montón de hielo con una servilleta de papel para bajar la hinchazón del labio. Me tomé dos vasos de whisky y una de las camareras se me acercó para informarme de que Jessica ya había llegado. Las habitaciones tenían nombres como Ferrocarril, Caza e Iroqués. La decoración hacía juego con el nombre. Nosotros estábamos en la Habitación de Pesca. La bolsa Louis Vuitton de Jessica estaba sobre la cama, pero no había ni rastro de ella. Abajo, Steven, el chef, me dijo que la había visto pasar en albornoz, así que imaginaba que había ido al jacuzzi.

Bajé las escaleras de caracol que conducían al piso inferior. Una de las puertas monacales estaba abierta, y el vapor subía hacia el techo, formado por gruesos troncos de madera. Por encima del penetrante aroma a madera, cuero y piel de animal, del arce disecado, noté el olor inconfundible de los productos químicos. Tenía el labio hinchado. Al abrir la puerta, oí la risa de Jessica y las burbujas del jacuzzi, pero el vapor me impedía ver nada. Había un par de candelabros en la pared, que emitían una débil luminosidad amarillenta, y un par de luces brillaban por debajo del agua, pero aparte de eso el lugar recordaba mucho a una madriguera.

Cuando me acerqué al borde del enorme baño de piedra, la vi por fin, sentada en la esquina opuesta. Sí, llevaba el albornoz echado por encima del bañador y sólo tenía los pies en el agua. Pero en el otro lado del jacuzzi, con los brazos velludos apoyados en el borde, una jarra de cerveza en una mano y riéndose a carcajadas con ella, una risa tan franca que enseñaba hasta los empastes, estaba Scott.

Y le diré la verdad. Entonces, en ese momento, no vi nada oscuro en eso. Fue como si una masa de hormigón me diera en el estómago y todo se volviera rojo.

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