9

Cuando llegué a casa, en Skaneateles, Jessica y Tommy ya dormían. Revisé todas las puertas para asegurarme de que estaban bien cerradas, después programé la alarma, saqué la escopeta del armario y la deslicé bajo la cama, con una caja de municiones. Me acosté. Jessica suspiró y rodó hacia el otro lado. Permanecí un buen rato así, alerta. No sé cuándo logré dormirme.

Sé que empezaba a amanecer cuando me despertó.

– ¿Qué es esto? -preguntó ella-. ¿Qué ha pasado?

Me incorporé y miré la almohada, manchada de sangre.

– Me he hecho un corte en el cuello -expliqué, tocándome la herida.

Le conté la historia sobre el piquete y el accidente en la carretera. Le hablé de Milo.

– Dios mío -dijo ella.

Bajamos en silencio, sin hacer ruido, para no despertar a Tommy, y ella preparó café. Nos sentamos a la mesa de la cocina, desde la que se disfrutaba de una vista del lago. Por el este, las llamas del amanecer empezaban a llenar el cielo.

– El FBI estaba allí -le expliqué-. Según ellos, él sindicato sólo trata de asustarnos.

Jessica asintió.

– Tienes que contratar a agentes de seguridad para las obras.

– Ya tenemos un par de tipos.

– No hablo de polis de alquiler -repuso ella-, sino de guardaespaldas. Habla con James.

– Lleva toda la vida luchando contra esos tipos -le expliqué-. No querrá pasar por ahí.

– No seas como tu padre, Thane -dijo ella, apartando la mirada y levantándose de la mesa-. Te prepararé unos huevos.

– ¿Qué pinta mi padre en todo esto? -pregunté.

– ¿Crees que esa empresa de productos químicos le respetaba? ¿Cuánto le pagaban? ¿Diez, veinte mil dólares al año por deambular por aquel agujero venenoso con una pala? -preguntó ella. Se apartó un mechón de cabello con el dorso de la muñeca. Tenía las mejillas arreboladas-. Los que hacen caso omiso de la historia están condenados a repetirla.

– Gano eso en un mes. Deberías saberlo. Mira cómo se nos va.

– ¿No quieres que tu hijo lleve ropa decente? Sólo tienes uno -me dijo ella.

Los dos nos quedamos paralizados, unidos en un mismo pensamiento: Teague. Incluso transcurrida una década, la herida estaba tan en carne viva que no podías soplar sobre ella sin sentir un estremecimiento.

– Se llama valor de mercado -añadió ella, deprisa, alejándose del tema sin que yo se lo impidiera-. Tú eres el que arriesga la vida mientras él se hace de oro.

– Soy su socio en esto -dije, con la intención de calmarla, de avanzar.

Ella me lo había enseñado. No habría conseguido todos esos contratos sin su ayuda.

Sonó mi teléfono móvil. James. Escuché, le dije que allí estaría y colgué.

– ¿Has quedado con él? -me preguntó, con los ojos puestos en la tostada que untaba de mantequilla.

– Nos encontraremos en Cascade -dije, yendo hacia ella y rodeándole la cintura con los brazos-. Quiere anunciar algo gordo.

– ¿Como qué? -preguntó ella mientras soltaba el cuchillo de la mantequilla.

– Alguien tiene que quedarse con la parte de Milo.

– ¿No será su esposa?

Negué con la cabeza.

– Los socios de King Corp nunca tienen derechos hasta que se lleva a cabo la financiación. Milo se anticipó dos semanas en la compra.

– Tú has metido el acero allí -dijo ella.

Se volvió hacia mí y me rodeó el cuello con los brazos.

– Son veinte millones -dije-. Podrías construir tu casa.

No pude resistirme. Ella llevaba dos años trabajando en los planos con el arquitecto. Tres plantas. Columnas de mármol. Otra piscina de granito. Cinco plazas de garaje. Kilómetros de cristal para disfrutar de las vistas. Hacía falta una cantidad de dinero astronómica para poder pagarla. Sus ojos se posaron en el terreno vacío, a orillas del lago, que se extendía junto al patio trasero.

– Podríamos.

– Las esposas están invitadas. A las siete. Eva estará allí.

Eva era la esposa de James. Jessica me agarró de los hombros y dijo:

– Sabía que lo conseguirías. Lo he sabido siempre. Sólo necesitabas un empujón.

– A ti sí que me gustaría darte un empujón.

La cogí por la cintura de avispa. Ella me miró: sus labios dibujaban una sonrisa maliciosa y me acarició la mejilla con las uñas.

– Puedes hacerlo -dijo ella.

Miré el reloj. Sería mejor que no lo hiciera. Había visto a James echar de un trato a un abogado de cuarenta y dos años por llegar tarde. En King Corp el retraso era un pecado inexcusable.

– Esta noche -dije.

– No me lo perdería por nada del mundo.

Corrí arriba, me puse los pantalones militares y una camisa lisa con cuello, que cubría la herida. Ir a la casa no era lo mismo que ir a las oficinas de Siracusa, donde todo el mundo vestía con chaqueta y corbata. Con James, nunca se sabía. Era tan probable que te encontraras haciendo negocios en una barca de pesca o en una cacería de patos como en una sala de juntas.

Engullí el desayuno, me despedí de Jessica con un beso, subí al Mercedes descapotable y salí pitando. Ben ya me esperaba en la sala de reuniones de la casa de campo. Estaba apoltronado en una silla de cara a la ventana, deslumbrado por el resplandor del agua bajo la luz del sol.

– Menuda nochecita, ¿eh? -dije, adivinándole los pensamientos.

Giró la cabeza hacia mí y dijo:

– Tienes buen aspecto.

– Supongo que ambos lo tenemos si nos comparamos con Milo.

Nos miramos fijamente hasta que entró Scott King; su aparición interrumpió el incómodo momento.

Scott era un tipo grande y corpulento; el pelo, castaño, le empezaba a clarear. Tenía cuerpo de oso, el corazón y la fuerza de un semental, pero al mismo tiempo era capaz de deslizarse por el bosque como un iroqués. Fui hacia él y chocamos las manos: respondí a su fuerza con un buen apretón. Nos dimos unas palmadas en la espalda, en un breve abrazo. Ben se levantó e hizo lo mismo. Los tres habíamos sido amigos desde el día en que nos presentamos en el campo de rugby durante nuestro primer año de facultad.

Entrenamos juntos y salimos de juerga juntos. Vacaciones. Veranos. No pasaba una semana sin que los tres saliéramos de copas. Las cosas fueron así durante cuatro años. Cuando me uní al equipo, pensé que ya nada volvería a ser lo mismo.

Entonces me lesioné el hombro en la pista de entrenamiento de los Giants. ¿Queréis hablar de lo que es una depresión? Estaba hundido. El equipo se deshizo de mí, así que me encontraba de vuelta en casa de mis padres sin saber qué hacer cuando Scott y Ben aparecieron en la puerta. Me llevaron a Coleman's, donde nos emborrachamos y Scott me propuso trabajar con su padre. Lo anunció como si fuera algo decidido. Ya había hecho lo mismo por Ben. El plan consistía en que los tres sacáramos pasta para luego construir nuestro propio imperio.

Mientras nosotros nos quedamos con su padre, Scott se marchó a Florida para trabajar con un antiguo socio de James; transcurrirían diez años antes de que regresara a King Corp y volviéramos a estar juntos. Y, aunque la situación ya no era la misma, aunque ya nunca volvimos a salir solos, mantuvimos los lazos de amistad.

– Quiere anunciarnos algo, ¿eh? -dijo Scott.

Cogió una lata de Coca-Cola light del estante y la abrió. Se sentó y apoyó los pies encima de la mesa, como sólo el hijo de James podría hacer.

Ben y yo intercambiamos una mirada para luego posarla en él.

– Un cambio definitivo para la empresa -dijo Scott, dando un sorbo y contemplándonos por encima de la lata-. Eso dice. No os preocupéis. Seguro que eso nos hará felices a los tres.

Le miré; no sabía cómo nos haría dichosos.

– Por cierto, ¿dónde está mi padre? -preguntó.

– ¿Dónde está mi Beretta?

Al oír esa voz -no sólo la voz sino el tono que empleaba- nos sobresaltamos como monaguillos a los que han pillado bebiéndose el vino de misa. Pero los tres éramos adultos.

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