– Mi madre siempre decía que traía buena suerte que lloviera durante un funeral.
– Nosotros siempre poníamos música -dice él-. Para animar.
– Supongo que después de enterrar a alguien, el siguiente día que llueve vuelves a entristecerte.
– ¿Crees que eso es verdad?
– No lo sé. Pero creo que ha llovido todos los días en que he enterrado a alguien.
Notaba el rostro húmedo. Era una simple llovizna, y el cielo estaba despejado. La mayoría de las hojas se habían caído, de manera que el siseo del agua parecía indicar una lluvia más fuerte. Tenía un brazo alrededor de Jessica, y con la otra mano sostenía un enorme paraguas. La hierba estaba mojada y me ensuciaba los zapatos. Tendría que limpiarlos luego.
El ataúd resplandecía bajo un manto de rosas de color rosa y el sacerdote hacía oscilar un candil de incienso de un lado a otro, mientras recitaba algo en latín. Al otro lado de la tumba estaba la familia. La esposa de James, Eva, con el resto de sus hijos. Todos mayores. Vivían en diferentes rincones del país, en lugares como Dallas, Palm Beach o San Diego. A la derecha de Eva había un espacio vacío: el espacio que habría ocupado Scott.
Bucky se hallaba detrás de la familia, con el rostro macilento y los labios apretados formando una fina línea, como si se la hubieran dibujado al carboncillo. Bajo sus ojos se percibían profundas ojeras, pero sus iris oscuros no dejaron de mirarme en todo el rato. Al final me enfrenté a su mirada y asentí con un gesto. Su cabeza parecía tallada en piedra.
Cuando el cura hubo terminado, la familia empezó a lanzar puñados de tierra sobre el ataúd. Yo notaba las rodillas bloqueadas, pero Jessica tiró de mí hasta conseguir que me moviera y me alejara de la tumba, pasando ante las lápidas y sorteando los charcos de agua.
Habíamos aparcado en un altozano, cerca de una tumba con la inscripción «Barrows». Cuando doblamos por la esquina, vimos un Crown Vic azul oscuro. Un hilo fino de humo subía desde el exhausto tubo de escape. Había vasos de plástico en el salpicadero: el café humeante empañaba el parabrisas. A través del cristal mojado vi a la bruja canosa echarse algo a la boca y lamerse los dedos. La pelirroja bebió un sorbo de café.
Jessica me agarró del brazo y me hizo subir las escaleras que partían desde detrás de una de las columnas griegas que sostenían la cripta. Me quitó el paraguas y lo cerró; luego se me abrazó con fuerza y me empujó contra la columna.
– ¿Qué coño haces? -pregunté, conteniendo el aliento.
– Calla -dijo ella.
Un minuto después apareció Ben: salía de un pinar que cercaba algunos mausoleos. Su cabello rubio estaba pegado al cogote por culpa de la lluvia, y, en esos diez últimos pasos que le separaban del coche de las brujas, se giró varias veces. Entró en el coche. Las luces traseras centellearon durante un momento antes de que el coche partiera del cementerio.
– Mierda -suspiré.
– Vaya con Ben -dijo Jessica. Asintió con la cabeza, como si ya se lo esperara-. Menuda serpiente.
Me limité a mirarla.
– Nunca te he contado lo que hizo después de que le abandonara su mujer -dijo ella, con el ceño fruncido.
– ¿De qué estás hablando?-pregunté.
De repente sentí una fuerte opresión en el pecho.
– No es un buen amigo. Intenté olvidarlo. Me dije que estaba deprimido, por lo de su mujer y los niños.
– ¿Y eso qué tiene que ver contigo?
– Vamos -dijo ella, abriendo el paraguas y disponiéndose a bajar.
– ¿Qué pasó? -pregunté.
Le quité el paraguas pero seguí protegiéndola de la lluvia mientras caminábamos.
– Tú estabas en Nueva York -me explicó, con los hombros hundidos y las manos metidas en los bolsillos del abrigo-. Se presentó en casa con la excusa de que necesitaba hablar con alguien. Lloraba. Me dio pena. Me propuso que fuéramos a tomar algo al Sherwood. Cuando nos dirigíamos hacia allí, se paró en Sandy Beach y apagó el motor.
– No me lo contaste.
La presión me subía ahora por la garganta.
– Intentó tocarme -prosiguió; me miró a la cara-. Dijo que pensaba en mí a todas horas. Bajé del coche y me agarró… metió la mano por debajo de mi vestido.
– ¿Dónde coño estaba yo?
– Tenías una cena con Latham & Watkins. Scott Gordon. Yo sabía que estabas trabajando en la obra de Toronto y no quise molestarte.
– Mataré a ese hijo de puta.
– ¿Ves? Por eso no te lo expliqué -dijo.
Me abrazó y apoyó la cabeza en mi pecho.
– Que le den -mascullé. Aspiré el olor de su pelo-. ¿Intentó violarte?
– Lo de ahora es peor -dijo ella-. Ahora nos lo está haciendo a los dos.
– La marioneta de James. Podría hacerle lo mismo que a su amo, ¿lo sabes?
– Lo sé -dijo ella, frotando la cabeza contra mi camisa-. Y quizá tengas que hacerlo. Pero ya te avisaré cuando llegue el momento. Debemos tener cuidado.