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Anton se inclinó para contar el dinero de Jessica. Estaban en una pequeña farmacia, situada sobre la colina, en el centro de Secaucus. Las juntas de las baldosas del suelo estaban negras de suciedad y el lugar olía a formaldehído y a alcohol. Jessica sostenía la bolsa que contenía seis frascos de Vicodin. Con eso le bastaría, de momento.

Antes de que Anton pudiera darle el cambio, sonó el teléfono de la tienda. Él contestó, con un fuerte acento italiano.

– Para usted -dijo.

Le tendió el aparato.

Ella enarcó las cejas y se llevó el receptor al oído.

– Eso ha estado bien -dijo Johnny con voz áspera-. Muy bien. Así que se me ha ocurrido hacerte un favor.

– Creía que no debíamos hablar por teléfono -replicó ella.

– No con el tuyo, ni con el de tu maridito. Los dos echan chispas. Ahí va el favor: no vayas a tu casa, y ten cuidado con lo que dices por teléfono. Están pinchados y tienen transmisores conectados a los coches. Ya le dije a tu marido que no es de listos huir en pleno día cuando hay trabajo por hacer. Vigilad las tarjetas de crédito. Caerán sobre vosotros en cualquier momento.

– ¿Dónde se supone que debo ir? -preguntó ella.

– ¿Qué te crees, que soy un jodido consejero? Si yo fuera tú, me largaría a Suiza. Tenéis pasta allí.

El timbre de la puerta tintineó y Jessica se giró, sobresaltada. Eran sólo un par de adolescentes.

– Necesito dinero para llegar hasta allí -musitó ella.

– Sí. Es verdad.

– ¿Me ayudarás?

– No soy un puto banco.

– Necesito un coche -dijo ella.

– Eso tendrás que pagarlo. Todo tiene su precio, y si te soy sincero ahora no me apetece otra mamada, así que será mejor que pienses en algo. Te di una bolsa llena de pasta hace un par de semanas.

– Thane… -dijo ella.

– Ahí lo tienes.

– ¿Puedes conseguirme un coche ahora mismo?

– Por cien mil pavos, seguro.

Ella meditó un momento y luego dijo:

– Concédeme cinco horas… hasta las ocho. ¿Puedes hacer que alguien lo lleve a Central Park? Que vaya por la Sexta Avenida, gire dos veces a la derecha y se pare en el semáforo del principio del Literary Walk.

– ¿Qué coño es eso? -preguntó él.

– Una serie de estatuas. Shakespeare rodeado de flores. Por cien mil pavos, el tío puede comprarse un mapa.

– Eres como un grano en el culo.

– ¿Qué coche será? -preguntó ella.

Posó la mirada en Anton, hasta que éste la desvió.

– Ya veremos qué encuentro.

– ¿Y cómo lo reconoceré?

– Espera un momento.

Él cubrió el teléfono con la mano, y ella le oyó hablar con alguien.

– He conseguido un El Camino de 1986. Dorado. Llegará a Canadá sin problemas.

– A las ocho. Gracias, Johnny.

– Me debes una -dijo él, antes de colgar.

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