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Pete observó a Johnny mientras éste contemplaba el teléfono.

– Mátalos a los dos -ordenó Johnny un segundo después.

– ¿Por cien mil pavos?

– No se trata del puto dinero -dijo él, con una mueca de disgusto en la cara-. Quédate con la pasta si quieres. Lo que no quiero es que este par de pijos intenten huir de los federales. Si los atrapan, hablarán. Este negocio es una mierda.

– Las mujeres siempre lo joden todo -dijo Pete.

– ¿Qué coño significa eso? -preguntó Johnny.

Sus ojos echaban chispas.

– No me refería a nada en concreto. Sólo a las mujeres en general.

– Bueno, pues ésta es lista -dijo Johnny-, así que no la jodas.

Johnny descolgó el teléfono y apoyó el dedo sobre las teclas sin marcar.

– Bueno. Lárgate.

Pete le oyó marcar un número desde la puerta. En la calle, el tiempo empeoraba. Pete se ajustó la cazadora de cuero y palpó la 357 que llevaba bajo el brazo. Necesitaba un vehículo y sabía dónde encontrarlo. Su Excursion verde estaba aparcado en la acera. El otro coche, El Camino, estaba fuera de circulación, en un garaje de Patterson. Dos guatemaltecos idiotas lo habían llevado hasta Atlanta con un par de máquinas tragaperras robadas que intentaron cargar en la parte trasera de un camión en un área de servicio de la I-95.

Pete aguardó a que el encargado del garaje moviera un par de coches que bloqueaban la salida del que quería llevarse. Una vez en él se dirigió al puente George Washington. Había un tipo que tenía una tienda de comestibles en la calle Ciento diecisiete que le debía un favor. En el espejo retrovisor el sol se fundía en un charco rojo sangre por detrás de un horizonte encapotado. Pete se quedó fascinado por el color y estuvo a punto de empotrarse contra un camión.

El tipo de la tienda de comestibles le dio a elegir entre tres pistolas. Una iba provista de un silenciador casero, una lata llena envuelta en cristal y pintada de negro. Lo habían soldado a una 380; la abrió para poder observar el tambor a la luz y revisar la juntura. Tenía buen aspecto, así que volvió a cerrarla y la guardó en una bolsa junto con una caja de balas.

Le costó dos de los grandes. El tipo se quedaba quinientos de comisión. No era un mal negocio. Él sabía que Johnny le daría la mitad de esa cantidad por un trabajo como ése.

Miró el reloj y vio que tenía tiempo de comerse unas costillas. Dos manzanas más abajo, cerca del campus de la Universidad de Columbia, había un lugar llamado Dinosaur Bar-B-Que. Pete se relamió la herida, y se dijo que soportaría el dolor de las especias a cambio del placer de degustar aquella carne. Se dirigió hacia allí, aparcó en la calle y se sentó a una mesa, solo. Lo primero que hizo fue colgarse la servilleta del cuello.

Sintió un hambre canina ante la idea de matar a aquella zorra y al imbécil de su marido. Pidió una jarra de cerveza y el plato especial de la casa, con una tira de asado.

– Parece estar hambriento -comentó la camarera.

– Y que lo diga.

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