12

– ¿Qué os hace tanta gracia? -pregunté.

– Oh, Thaney -dijo ella mientras se levantaba y se sujetaba la parte frontal del albornoz-. Hola, cielo.

Scott cerró la boca, pero la sonrisa se mantuvo.

Jessica se acercó a mí y me tocó el cuello de la camisa.

– Nos estábamos riendo de cuando Scott te llevó al diamante negro de Vermont.

Me toqué el labio y la miré sin parpadear.

– Oh. ¿Qué ha pasado? -preguntó ella.

Le aparté la mano y retrocedí un paso. Scott se encogió de hombros y negó con la cabeza.

– Ben me ha clavado el anzuelo en el labio -mascullé-. Lo hubiera matado.

Scott volvió a reírse. Esta vez fue una carcajada breve, y su voz se alzó por encima de las burbujas del agua.

– Ese tío es un peligro. ¿Eso que llevas es hielo? Deberías ponerte hielo.

– Sí -dije-. Eso es lo que es.

– ¿Quieres cambiarte para cenar? -preguntó Jessica.

– A no ser que quieras bajar en toalla.

– Vamos, gruñón -dijo ella con una sonrisa alegre, tomándome del brazo y sacándome de aquella sala.

Dejamos atrás aquel aire denso.

Me solté de su mano y me dirigí hacia las escaleras traseras, pasando por delante de la sala de proyección.

– ¿Adónde vas? -preguntó ella, mientras me seguía y me hablaba con aquel sonsonete, como si no pasara nada.

– No puedes cruzar el salón principal vestida así -dije-. ¿Te crees que estás en un puto balneario?

– Para, cielo -repuso con voz infantil.

– Para, cielo -repetí en tono burlón-. ¿De qué coño vas? ¿Te metes en el jacuzzi con otro tío?

Subí deprisa las escaleras que daban a la cocina y la crucé, evitando las miradas de sorpresa del personal vestido de blanco que deambulaba en torno a los muebles de acero inoxidable. No había nadie en el vestíbulo superior y giré rápidamente hacia la Habitación de Pesca. Cerré de un portazo y corrí el viejo pasador de hierro en cuanto entró Jessica.

– Era Scott -dijo ella-. Y no estaba allí con él. Entró cuando estaba a punto de irme. Estábamos charlando. Tú haces lo mismo.

– Tú me obligas a hacerlo -dije.

– Lo haces tú solo -se defendió-. La gente se me da bien. Ya lo sabes. Soy sociable.

– Ya.

– Eh, ven aquí -dijo ella-. Olvidémoslo. Ven.

Dejó el albornoz sobre la cama y se bajó los tirantes del bañador; luego me besó y guió una de mis manos hacia su pecho. Me bajé los pantalones tan deprisa como pude y ella me hizo todo lo que más me gustaba. Su cabello se movía, azotándome con las puntas mojadas.

No volví a notar el dolor del labio hasta que me quedé tumbado, boca arriba, jadeando mientras se me secaba el sudor.

– Lo siento -dije-. Me estoy volviendo loco.

Ella se tumbó a mi lado, con el brazo doblado sobre la cabeza. Le di un beso en la mejilla y recorrí con el dedo la cicatriz en forma de arcó que le cruzaba la palma de la mano. Ella se estremeció y me apartó la mano.

– No hagas eso -dijo ella.

Fue a buscar el albornoz y se lo echó por encima.

– ¿Por qué? Es suave. Me gusta.

– Te lo he dicho mil veces. Me hace cosquillas.

Giró la cabeza y me incorporé, apoyándome sobre un codo. La cogí de la barbilla y moví su cabeza hacia mí. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Qué pasa?

Ella negó con la cabeza y volvió a tenderse mientras se ajustaba el cinturón del albornoz.

– Dímelo.

Ella cerró los ojos y las lágrimas siguieron brotando.

– No me gusta que me mires como hiciste hace un rato.

– Lo siento. Ya te lo he dicho.

– No fue ningún accidente -dijo ella, con el rostro desencajado-. Siempre he dicho que lo fue, pero no es verdad.

– ¿De qué estás hablando? ¿Qué ha pasado?

– Esto -dijo ella, y me mostró la cicatriz.

Respiró hondo y empezó a hablar, con una sonrisa forzada en los labios.

– Ella me lo había dicho cien veces, pero no le hice caso. Tenía unos pendientes de diamantes. Pequeños.

Se rió, miró hacia el techo y se enjugó las lágrimas.

– Y me los escondía para que no pudiera ponérmelos. Yo tenía seis años. Una parte de mí creía que era un juego. Ya me entiendes, que me gritaría y levantaría la mano como si fuera a pegarme, pero que lo único que haría sería darme un par de azotes y sujetarme con fuerza hasta que me los quitara y se los devolviera.

»Y un día los encontré, escondidos en unos calcetines de mi padre, y salí al patio, a jugar con los otros niños. Me subí al columpio, y todos me miraban y me señalaban porque llevaba esos pendientes, y estaba más orgullosa por ella que por mí, porque donde vivíamos nadie tenía diamantes.

»Deberías haberla oído gritar. Me bajó del columpio y me arrastró hacia casa. "No vuelvas a hacerlo, nunca, nunca, nunca", decía. Apartó la tetera y me puso la mano en el fogón caliente.

Jessica rompió en sollozos. Yo le susurré: no, no, no, y la abracé con fuerza; el dolor se me desplazó del estómago al corazón.

– Es el olor -dijo ella, enterrando la nariz en las costillas, estremeciéndose como un animalillo mojado-. Todavía lo huelo. No vuelvas

Le acaricié la cara durante un rato mientras miraba el reloj de reojo: sabía que faltaba poco para que llegara la hora de bajar. Su respiración se calmó y creí que se había dormido.

Mi mente voló hasta el día que nos conocimos. Pensé en el lugar donde se crió, y en que eso explicaba en parte por qué estaba tan decidida a llegar a la cima. Podría haber tenido a muchos hombres, a alguien que pudiera dárselo todo, pero me escogió a mí.

– No lo he conseguido -dije, tendiéndome en el suelo con la vista puesta en el techo.

– ¿El qué?

– James le ha cedido a Scott la parte de Milo. Por eso estaba tan cabreado antes. Lo siento.

– Mierda -dijo ella, escupiendo la palabra-. Te lo ha vuelto a hacer. Si te va a tratar así, ¿por qué no le das al sindicato lo que quiere? Si James no piensa darte un trozo del pastel, apuesto a que ellos lo harán.

Sólo pude reírme.

– Vaya, te parece divertido -dijo ella-. ¿Por qué no puedes hacer nada? Hablo en serio. Conseguimos la piscina, ¿no?

– Eso es distinto. Sólo fue un pequeño favor. Si haces negocios con esa gente, estás en deuda con ellos. Creo que por eso mataron a Milo. Hablamos de algo serio. Él les proporcionaba información, mantenía el proyecto en marcha. Le colamos el acero y ellos le echaron la culpa a él. Con el sindicato, cometes un error y estás listo.

– ¿Y James no te debe nada? -preguntó ella.

Las comisuras de la boca descendieron y se le formaron arrugas en torno a los ojos. Me quitó la mano de su estómago, desvió la mirada y suspiró.

– Dijo que esta noche anunciaría algo que nos gustará a todos -susurré mientras enredaba un dedo en un mechón de su cabello-. ¿Y si me nombra presidente?

Ella se giró. Me miró a los ojos, con expresión de duda.

– ¿Ha dicho eso?

Me encogí de hombros.

– ¿Qué otra cosa me haría feliz después de haber perdido la parte de Milo?

– Si eso es verdad… -dijo ella.

– Tiene que serlo.

– Comportaría un buen sueldo -añadió, hablando cada vez más deprisa-. Serías socio en todos los proyectos que se organicen, ¿no? Podríamos seguir con la casa. Tendríamos que financiarla, pero podríamos hacerlo. Lo dirigirías todo, y…

– ¿Qué? -pregunté, tras una pausa.

– Esos malditos aviones -dijo ella, mientras me apretaba con fuerza la mano-. Si volvieras a necesitar uno, sólo tendrías que cogerlo.

– No hables de eso -dije, rozándole la cara con los dedos y negando con la cabeza-. No lo estropees.

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