15

Amanda Lee estaba sentada en el extremo más alejado de la larga mesa de reuniones de las oficinas que el FBI tenía en Nueva York. Veía el reflejo de sus dedos en la flamante superficie de madera. Tamborileó con ellos en silencio, deseando que Dorothy Rooks dejara de mascar chicle. Las agentes ocupaban las sillas de cuero, de respaldo bajo, alineadas a un lado de la sala, y los inspectores del departamento de policía de Nueva York las del otro lado. El supervisor de estos últimos ocupaba el asiento preferente: llevaba las mangas arremangadas, el nudo de la corbata aflojado, y las gafas de gruesos cristales en la punta de la nariz.

Uno de los detectives de Nueva York se levantó y sacó una foto de Milo Peterman, reteniéndola en la mano un momento antes de tirarla a la papelera. La foto de Johnny G, con sus ojos claros, los observaba desde el centro del tablón. La sonrisa arrogante de alguien que guarda un secreto. La nariz recta y las orejas pequeñas, de boxeador. El cuello de un toro. No era un hombre feo, pero no cabía duda de que en aquellos ojos claros faltaba algo. Eran los ojos de un hombre para quien había pocas diferencias entre personas y muebles.

– Maldita sea -exclamó el supervisor-. Hace tres años que me puse al frente de esto. El viernes tengo una reunión en Washington y ¿qué voy a decirles? ¿Que no tenemos nada?

Todos miraron hacia la mesa.

Había otra mujer en la unidad, además de Amanda y Dorothy, y estaba sentada a la derecha del supervisor. Era una contable de Hacienda, con gafas y el cabello castaño, liso, recogido con fuerza en la nuca. Nunca hablaba a menos que le preguntaran, pero en ese momento tenía la mano levantada como si estuvieran en el colegio.

– ¿Sí?

– Dorothy me pidió que examinara las declaraciones de renta del testigo al que están investigando, Thane Coder, y he encontrado algo -dijo ella, con la vista fija en el expediente que tenía delante y extrayendo de él una hoja de papel-. Obtuvo una distribución prioritaria de una sociedad que él declaró como ingreso pasivo. Intentaron decir que procedía de un alquiler, pero no es verdad. Cuando se produce un pago de una sociedad…

– Ve al grano.

– Eso hacía.

– ¿Cuánto?

La contable parecía al borde de las lágrimas. Amanda oyó gruñir a Dorothy.

– Dos millones de dólares.

Uno de los polis de Nueva York emitió un silbido. Los ojos del supervisor se posaron en Amanda.

– ¿Y?

Amanda miró de reojo a Dorothy, que dijo:

– A su mujer no le va a gustar.

– Ya está bajo vigilancia -añadió Amanda.

– ¿Y si le pinchamos el teléfono? -propuso el supervisor, parpadeando y subiéndose las gafas-. Johnny G querrá hablar de negocios con alguien. Si Milo era su topo, ahora necesitarán otro.

– Quizá -dijo Amanda.

– ¿A qué viene ese quizá? -preguntó el supervisor.

– Coder lleva mucho tiempo metido en esto -respondió Amanda-. Ha vencido al sindicato en su propio terreno. Tal vez crea que también puede vencernos a nosotros. Cuando mencionamos la construcción de una piscina como retribución de otro proyecto, empezó a hablar de su abogado.

– Bobadas -dijo Dorothy, sin dejar de masticar chicle-. Lo tendremos pinchado este fin de semana.

Amanda cerró los ojos.

– Aquí -dijo Dorothy-, ponedlo aquí.

Sacó de su maletín una reluciente fotografía de Thane Coder, de tamaño 12 x 20, y la tendió delante de Amanda, hacia el extremo de la mesa de reuniones. Se la fueron pasando hasta llegar al inspector que había descolgado la foto de Milo. Éste se levantó y usó el mismo alfiler para pegar la de Coder al tablón: la conexión entre el sindicato y King Corp. En la foto, el cabello moreno de Thane aparecía revuelto por el viento y los ojos castaños de su atractivo rostro lucían una mirada perdida. Tenía los dientes levemente torcidos. La suya era una cara distinta a la del resto. Era la de alguien que no le disgustaba del todo a Amanda. Carecía de esa malicia que compartían las demás. Le faltaba aquella mirada fija, como de reptil.

– Bien -dijo el supervisor, plantando la mano en la superficie de madera-, al menos una nota positiva. Gracias.

Amanda vio cómo los polis se daban codazos y se mordían los labios mientras Dorothy cruzaba la sala. Ella fue quien cogió la información aportada por la contable.

– La declaración de 1999 -dijo ésta.

– ¿Sabrá al menos de qué le hablamos? -preguntó Amanda.

Estudió los números de seis cifras de la hoja de devolución y pensó en los bonos que tenía para sus hijos y en el dinero que su marido había sacado de ellos hacía seis meses para embarcarse en un negocio de venta directa de tarjetas de teléfono transoceánicas.

– Debería. Presionó para la devolución. En el 99 ya estaba todo cobrado. ¿Lo recuerdas?

– Lo sabrá -dijo Dorothy, con el papel en la mano-. Y ella también. Dios, lleva un pedrusco en el dedo con su propio código de barras. Comprenderá lo que son dos millones, y no creo que un mono de color naranja encaje en su guardarropa. Ya está. Tal vez el resto del grupo se retire, pero acabamos de apuntar al delegado de clase.

Cuando se dirigían hacia el ascensor, Dorothy preguntó a Amanda si le hacía falta pasar por casa para cambiarse de ropa.

– ¿Por qué?

– No podemos esperar a mañana. Ya has oído al jefe. El viernes es el gran día.

Amanda miró el reloj. Podía oír el gemido nasal de su marido y los aullidos de los niños. Le dio un vuelco el estómago.

– No llegaremos hasta las diez.

Sonó el timbre y se abrieron las puertas.

– Bueno -dijo Dorothy mientras se dirigía hacia el aparcamiento a grandes zancadas-, los sacaremos de la cama.

– Dorothy, hemos pasado la última noche trabajando -dijo Amanda, que intentaba seguirle el paso.

– Y luego nos hemos ido a casa a dormir. Ni la nieve, ni el calor, ni la lluvia, ni el brillo de la noche.

– Eso se aplica a los empleados de correos.

– Pues somos algo mejores que un pobre cartero, ¿no? Debes de haber perdido más de una noche de sueño persiguiendo a asesinos en serie.

Dorothy entró en su Crown Vic y Amanda ocupó el asiento del copiloto.

– Y por eso pedí el traslado.

– ¿Porque creíste que Crimen Organizado era el destino ideal para las amas de casa? -preguntó Dorothy, ahogando una carcajada antes de poner en marcha el motor.

– Ser compañero a veces significa pensar en tu compañero.

– ¿Te refieres a él o a mí? -preguntó Dorothy, mirando por el retrovisor mientras daba marcha atrás.

– A ambos.

– Vete a casa con tu maridito y yo me iré a Siracusa sola. No se enterará nadie. ¿Qué te parece? -dijo Dorothy.

Las ruedas chirriaron al doblar por la estrecha curva que daba a la rampa de salida hacia la calle.

– Tú ganas -dijo Amanda, con los brazos cruzados-. Pasa un momento por casa y recogeré mis cosas.

Cruzaron la ciudad. Dorothy esquivaba el tráfico a golpe de bocina. Ya habían entrado en el túnel cuando volvió a hablar. En esta ocasión, su voz era serena, sin visos de enfado.

– Ya he visto cómo me miran esos capullos de la policía de Nueva York -dijo, asintiendo con la cabeza, como si respondiera a una pregunta de Amanda-. Y a ti también. Como si estuviéramos llenando una maldita cuota. Pero podemos acabar con esto. Ya sé que tienes una familia y que yo no la tengo. Sí, esta mierda es toda mi vida. Patético, joder. Hablo de mi marido y de los gatos, pero a veces desaparecen durante una semana entera: él, y los gatos, y ni siquiera me acuerdo de ellos. Ésta es mi vida. Lo siento.

– No tienes por qué sentirlo -dijo Amanda-. Quiero atrapar a esta gente tanto como tú.

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