En King Corp, el primer día de la temporada del ciervo siempre había sido una jornada festiva. La noche anterior se celebraba una gran cena para los socios y los clientes más importantes. Se invitaba a las esposas y se les permitía unirse a la caza. Entre el refugio y varias granjas adyacentes totalmente renovadas había espacio para casi un centenar de personas. La cena se servía en una sala inmensa con vistas al lago, provista de unas largas vigas que le conferían la apariencia de una catedral europea.
Jessica decidió aprovechar el evento anual como si fuera una coronación, la fiesta que tanto había planeado.
Se enviaron invitaciones a los banqueros y a los directores de las empresas más importantes del sector del comercio y la construcción. La flota de coches, cuatro Citation X, estaba dispuesta para llevar a los invitados más importantes. Los viejos amigos de James, los relacionados con sus inicios en las obras de depuración de aguas, fueron borrados de la lista y sólo se invitó a los cargos relevantes de la empresa.
– ¿No has invitado a Vitor? -pregunté mientras le echaba un vistazo a la lista a la hora del desayuno-. Hace una gran lasaña blanca.
– Había pensado en costillas de cordero -contestó Jessica, colocando los huevos fritos en sendos platos y sirviéndonoslos a Tommy y a mí-. Y rosas para los centros de mesa.
– ¿Puedo ir? -preguntó Tommy.
– Bébete el zumo de naranja, colega. Esto es un asunto de trabajo, pero dentro de un par de años serás lo bastante mayor para cazar y estarás a mi lado -dije, alborotándole el pelo. Miré hacia Jessica por encima de la lista-. ¿Cómo has podido no invitar a Vitor?
– La gente ya no come pasta a esas horas -contestó. Dejó la bandeja en la mesa-. Es un evento para nosotros, para nuestros amigos. James ya no está.
La miré de reojo y señalé a Tommy.
– ¿Qué? Tommy y yo ya hemos hablado de ello. Es como el Rey León, el círculo de la vida. Todo lo que vive tiene que morir.
Me estremecí y negué con la cabeza.
– Ocúpate de la cacería -dijo ella, dándome una palmada en la espalda-, y déjame a mí la comida y la lista de invitados. De todos modos, ahora ya es demasiado tarde.
Me arrancó la lista de las manos. Cogí el tenedor. Ella se sentó frente al ordenador que tenía en un rincón de la cocina y se puso a leer el correo electrónico. Jessica nunca desayunaba.
– Podría llamarle -dije, esparciendo la yema por la tostada-. Vitor me cae bien.
Jessica siguió tecleando, con la vista fija en la pantalla.
– No te dejes la cartera, Tommy -dijo ella.
Suspiré, me levanté y dejé los platos en el fregadero. Nuestras maletas estaban hechas, dispuestas en la puerta principal. Las cargué en el H2 que Jessica había comprado en sustitución del Escalade. Cuando le dije que ya estaba todo listo, vino hacia mí, silbando, con las manos en los bolsillos de su abrigo marrón; Tommy la seguía, para que lo lleváramos al colegio. Mientras salíamos a la carretera, le dejé sentarse en mi regazo y mover el volante.
En el refugio nos esperaba un día arduo. Jessica y yo no paramos de contestar preguntas, y montamos la base de operaciones en la sala de juntas, cerca de la entrada principal del refugio, mientras el personal zumbaba a nuestro alrededor como si fueran abejas.
También estaba el tema del Garden State, que no podía descuidarse. No pasaba un solo día sin que parte del equipo o el material desapareciera misteriosamente. Un cargamento de tuberías de cobre valorado en medio millón de dólares, metal que era tan bueno como el dinero en efectivo. Dos camiones de residuos. Una docena de generadores. Un día incluso perdimos diez Porta Pottis. Jessica me aseguraba que nos llevábamos la parte correspondiente de cada pérdida, y yo aseguraba a mis empleados que eso formaba parte de hacer negocios con gente del sur.
Ese mismo día me percaté de que Bucky era el único que podía contestar muchas de las preguntas sobre la cacería. ¿Qué cazadores iban en cada camión? ¿A qué hora empezaba la primera partida? ¿Serviríamos el café en los entoldados?
– ¿Has visto a Bucky? -pregunté a Marty, el director del refugio, al que James había sacado del Ritz Carlton de Naples, Florida.
Marty se encogió de hombros y dijo que no. Que no le había visto en todo el día.
– Haz que le busquen -ordené-. Necesito algunas aclaraciones sobre la cacería. Y Marty, asegúrate de que haya una docena de rosas amarillas en el dormitorio principal.
– ¿Rojas no?
– ¿Has olido alguna vez una rosa roja? Apestan. Mejor amarillas.
No volví a ver a Marty hasta las cuatro. Yo estaba abajo, en la sala de juntas, con Dave Wickersham, uno de los arquitectos que habían colaborado en la construcción del refugio. Dave tenía un cuaderno y un plano sobre la mesa. Señalé la zona donde quería las cintas para correr y las pantallas de plasma. Dado que yo dirigía la empresa, y que Cascade era propiedad de ella, podía disponer de él a mi voluntad, y pretendía amoldarlo a mis gustos.
– Siempre me he preguntado por qué no lo hizo James -dijo Dave, marcando el lugar.
– ¿Por qué caminar sobre una cinta cuando puedes caminar al aire libre? -repuse-. ¿No te acuerdas?
– Dios, esos malditos paseos -se lamentó Dave-. Arriba y abajo, por todo ese terrible pantano hasta llegar a la casa de Hughes. Pero -añadió un segundo después- supongo que hay que ver cosas.
– Se queman más calorías en una cinta -dije-, y además puedes ver la tele.
Dave me miró por encima de sus gafas.
– Eso es verdad.
Marty bajó las escaleras y pregunté a Dave si todo estaba claro. Lo estaba. Se marchó y me volví hacia Marty. Sus ojos me evitaban.
– No está aquí -dijo Marty.
– ¿Quién? ¿Bucky? ¿Qué quieres decir con que no está aquí?
Marty negó con la cabeza y dijo:
– He mirado por todas partes: el vivero de peces, el corral de patos… Nadie le ha visto, así que me fui a su casa. No se ha llevado el coche, pero Judy me dijo que había ido de cacería a Endicott.
– ¿Qué cacería?
– Con unos amigos. La gente de Harold Sincibaugh.
Ahogué una carcajada.
– Mañana empieza la temporada.
– Supongo que no ha caído en ello -dijo Marty y se retorció las manos.
– Pónmelo al teléfono -ordené alzando la voz.
– No hay manera de dar con él -repuso Marty.
– ¿Dónde está Russel? ¿Y Luke?
– Con él.
– Mierda. ¿Quién coño está aquí entonces, Marty? Ese personal también está bajo tus órdenes, ¿no?
– James nunca me concedió autoridad sobre los guías de caza.
– ¿Y James tenía que consultar a Bucky todos y cada uno de los detalles? ¡Maldita sea, Marty! Mañana empieza la temporada y esta noche se celebra la cena.
– No sé. -Marty dio un paso atrás-. Tal vez creyó que no debía asistir.
– Marty -dije, acercándome a él y apoyando una mano en su hombro-, envía a alguien hasta allí y tráelo aquí esta noche. Esta noche.
– ¿Quieres que vaya yo?
– Tú no puedes ausentarte, tenemos la cena. Que vaya otro. ¿Quién queda por aquí? ¿Quién hay que no sea pariente de Bucky?
– Podría ir Adam.
– Vale, quien sea -dije, soltándolo con un leve empujón-. Que lo traigan aquí.
Marty se marchó a toda prisa. Subí al gran salón donde se serviría la cena y hablé con Jessica sobre Bucky.
– Creo que me gustan más en blanco -dijo Jessica.
En las manos sostenía servilletas en rojo y en blanco.
– Él se encarga de organizarlo todo. Los mantiene juntos mientras van por el bosque. Sin él, cada uno irá por su cuenta.
Jessica me acarició la cara.
– Cielo, a nadie le importa. Pueden dormir.
– Los chicos querrán cazar.
– ¿Quién? ¿Chris Tognola del Deutsche Bank? ¿Howard Reese? ¿Tim Kingston? ¡Por favor, Thane!
– Jim Higgins, por ejemplo.
– El tío de la tienda de pesca -dijo ella, con una risa despectiva-. La gente viene a ver el refugio.
Colocó las servilletas y echó un vistazo, para asegurarse de que estábamos solos. Su semblante adoptó una expresión seria.
– Si te preocupa lo que piense la gente -susurró-, quizá deberías librarte de los que no cumplen con su trabajo. Y quizá ya sea hora de que dejen de vivir en terreno propiedad de la empresa.
– ¿Te refieres a Bucky?
– A cualquiera que intente hacerte quedar mal. Cualquiera que no te reconozca como el nuevo jefe -dijo ella, mientras movía una copa al otro lado del plato-. Si dejas que se te suban a las barbas, esto no durará mucho. Échalo.
– ¿Y su casa?
Ella me sonrió, puso un dedo en mi pecho y dijo:
– La casa pertenece a la empresa. Tú la diriges. ¿Qué decía siempre James? Come o te comerán, ¿no? Ahora estás en la parte superior de la cadena alimentaria.
– Judy está allí.
– A mí me echaron de mi casa -dijo ella. Se encogió de hombros. Abrillantó una cuchara con la manga-. Sobreviví.
Dejó la cuchara en la mesa, me miró y preguntó:
– ¿Qué hacías si en un partido alguien te propinaba un golpe bajo? ¿Lo olvidabas hasta que se repetía?
Ella se giró y se alejó en dirección a la cocina. La vi desaparecer: sentía la cara caliente y la presión me agotaba el cerebro. Bajé al aparcamiento. Adam llevaba puesta la chaqueta Carhartt, tejanos y gruesas botas de goma, y se disponía a subir al coche. Me senté en el asiento del copiloto.
– ¿Vienes conmigo? -preguntó.
Sus mejillas redondas, que solían tener un color sonrosado, enrojecieron, y sus ojos me miraron tras las gafas con expresión de asombro.
– No vamos a Endicott -dije-. Llévame a casa de Bucky.
– ¿A su casa? -dijo Adam, y puso el coche en marcha.