Bucky se despertó a las dos y media de la madrugada. Todavía era noche cerrada, pero había llegado la hora de actuar. Judy, su esposa, dormía con una novela en las manos. De algún modo sus gafas habían conseguido llegar hasta la mesita de noche. A Bucky le gustaba el aire fresco y dormía con las ventanas abiertas a menos que estuvieran bajo cero. La temperatura de octubre era su preferida, pero eso no evitó que se apresurara a recorrer el suelo de madera a toda prisa para llegar a la cálida superficie de pizarra que rodeaba a la estufa.
Después de avivar el fuego, se lavó rápidamente, se puso un mono y empezó a prepararse unos huevos. Hizo un revuelto al que añadió seis salchichas, bien asadas. También preparó una taza con unos copos de avena y unas tostadas mientras se acababa de freír el revuelto y subía el aroma a café. Lo suficiente para soportar el olor a pino que invadía la casa.
Ya en la carretera, cruzó la valla convencido de que nadie le seguía. Iba hacia el norte, hacia el gran lago. Había necesitado varios días para resolver el misterio. No se sabía nada de Scott. Su coche había desaparecido, pero él nunca llevaba efectivo encima y, según un policía de la oficina de McCarthy que Bucky conocía, no había usado ninguna tarjeta de crédito.
Bucky conocía a todos los amigos de Scott y por el tono de voz se convenció de que ninguno de ellos le había visto. De repente supo la respuesta: estaba seguro del paradero de Scott, como solía estarlo del de los animales heridos. Bucky no siempre tenía que seguir un rastro. Podía deducir el escondite de un animal con sólo mirar el estado de la tierra, la corriente de agua, un barranco, la pendiente de una montaña o un matojo de ramas.
El brillo de los faros atravesó la niebla del puerto, barriendo un ejército de botes blancos cubiertos con telas de plástico azul que le hicieron pensar en los gorros de ducha. La mayoría de botes descansaban sobre remolques, pero algunos estaban simplemente apoyados en bloques. Botes de placer, propiedad de abogados, médicos y arquitectos de la ciudad. Pero no todos los barcos estaban vacíos. Había algunos individuos que, como Bucky, sacaban los botes incluso a finales de otoño para aprovechar las corrientes rápidas. Era un trabajo frío y agotador, no apto para pijos.
Bucky pasó frente al edificio de acero y enfocó los faros hacia el agua. Su barco de treinta y dos pies, Reel to Reel, no estaba en su amarre. Las gastadas cuerdas colgaban del poste. No sonrió, pero entrecerró los ojos y se tiró de los extremos del bigote, mientras decidía qué barco usar. Optó por coger el de Frankie Denoto: sabía que Frankie dejaba las llaves bajo el cojín del asiento del capitán y que era de esa clase de hombres que siempre tienen gasolina de reserva.
Bucky dejó un mensaje en el contestador de Frankie, después soltó la barca de pesca y saltó a bordo. El motor de explosión llenó la húmeda madrugada de olor a petróleo. La niebla era lo bastante densa como para envolverlo hasta que alcanzó la parte más ancha del puerto. Sentía el espacio a ambos lados y distinguía las luces del puerto, señales de colores entre la niebla. Se empapó del aroma a peces y agua y redujo la velocidad para pasar junto a los espigones, guiándose por las luces verdes y rojas de las torres.
A la salida del puerto había marejada. Manejó los motores lo mejor que pudo, pero no había forma de escapar de una corriente en dirección a Canadá. El sol empezaba a acariciar el horizonte con su luz anaranjada. La niebla se disipaba y en poco tiempo lo único que tenía a la vista era agua, cielo y el débil sol que arrojaba su mirada cálida sobre el barco de pesca.
Cuando avistó la isla, tenía la cara y las manos entumecidas; la fina línea de humo confirmó sus sospechas. En la zona norte de la isla había una pequeña abertura, con un canal lo bastante profundo para entrar por él si ajustabas la velocidad durante toda la subida. Bucky vio su barco amarrado allí y se colocó junto a él, al otro lado del muelle pequeño. En una elevación del terreno había una cabaña de donde salía el humo.
Bucky ascendió por el serpenteante sendero lleno de hojas de pino. En una de las pequeñas ventanas cuadradas vio la sombra de un rostro y de una escopeta. Al llegar allí, se paró en el porche durante un minuto, a la escucha, antes de entrar. Scott estaba desayunando: cereales y café. La escopeta negra estaba apoyada en el fregadero.
– Dios, fue increíble, Bucky -dijo Scott-. Cierro los ojos y le veo, tendido en un charco de sangre.
Bucky se acercó al hornillo, se sirvió una taza de café y se sentó.
– No fuiste tú, ¿verdad? -preguntó.
Se había prometido que no lo preguntaría, pero no pudo evitarlo. La pregunta salió sola.
Al mirar a los ojos de Scott pudo ver la respuesta: el horror ante la posibilidad de hacer daño a su propio padre.
– ¿Cuántas veces le dije que necesitábamos más protección? -dijo Scott, dando una fuerte palmada sobre la mesa-. Sólo tenía a Carl en la oficina; genial, a menos que Carl esté ocupado arreglando el calentador y un chiflado entre por la puerta principal armado con un Uzi.
Scott sofocó una risa amarga.
– ¿Y el refugio? ¿Quién no se había escaneado la retina? Al menos hay cien personas que habrían podido entrar y luego largarse. Si ni siquiera estaba cerrado con llave. No escuchaba, Bucky, pero le pillaron. Claro que le pillaron. Es un milagro que no lo hicieran antes.
– Creen que fuiste tú -dijo Bucky.
– ¿Porque me largué? -preguntó Scott, lanzando una mirada furiosa hacia Bucky-. Eso es una idiotez.
– Y porque lo mataron con tu cuchillo.
– ¡Qué idiotez! -repitió Scott mientras negaba con la cabeza.
Bucky asintió.
– Mataron a Milo y luego a él -dijo Scott-. Supuse que el próximo era yo, así que me largué. Ni siquiera se lo dije a Emily. Si no sabe nada, la dejarán en paz. Por cierto, has tardado bastante en encontrarme. ¿Te estás haciendo viejo?
Los labios de Scott dibujaron una media sonrisa y Bucky se la devolvió.
– No estoy seguro de que fuera el sindicato -afirmó Bucky.
Su rostro se ensombreció de nuevo.
– Bucky, sabes que no fui yo.
– Lo sé.
Bucky contempló el café y bebió un sorbo. En el fondo de la taza el poso se agitó como si fuera humo negro antes de volver a asentarse en el recipiente. Levantó la vista y habló en un tono tranquilo y firme.
– Esa noche vi las huellas de un hombre -explicó-. En la nieve. Un cuarenta y dos. Thane fue la primera persona en que pensé. Debía reunirse con tu padre e imaginé que habrían terminado tarde y que salió a dar un paseo. Cuando vi lo que había pasado, supe que aquellas huellas pertenecían al asesino de tu padre, pero para entonces la nieve ya las había cubierto… Y esos polis piensan con el culo.
– ¿Thane? -preguntó Scott.
Bucky le miró.
– Es como un hermano -dijo Scott.
– Cosas más raras se han visto.
– ¿Se lo has dicho a la policía?
– Claro -dijo Bucky-, pero creen que trato de protegerte.
Scott se quedó cabizbajo durante unos minutos.
– ¿Qué vamos a hacer, Buck?
– Seré sincero contigo -dijo él-. He estado dándole vueltas y si lo hizo él…
– Quizá no fuera él. No puedo creerlo. Las huellas de un cuarenta y dos no son prueba suficiente.
– Ya -asintió Bucky-. Pero si lo hizo él, o está relacionado con el sindicato, cometerá algún error.
– No puedo quedarme aquí sentado -dijo Scott, saltando del asiento.
– Cuando persigues a un gran ciervo blanco -empezó a explicar Bucky, siguiendo a Scott con la mirada-, cuanto más te acercas, más cauto se vuelve. Sabes que, cuando lo tienes enfilado, lo que tienes que hacer es pararte. No mover ni un músculo. Y entonces, cuando empiezas a pensar que se te ha escapado, se rascará una oreja o moverá el rabo. Ya es tuyo.
Bucky miró por el ventanuco cuadrado. El cielo estaba ahora completamente gris: las nubes volvían hacia Nueva Inglaterra.
– Así que -prosiguió Bucky, apurando de un sorbo el resto del café-, nos estaremos quietos, al acecho.
– Se nos escapará.