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Cancelé la cena con los políticos y me fui a casa. El viento empujaba el H2 mientras conducía por la colina que se alza sobre Sandy Beach. Observé el camino sucio que surcaba los pastos. Se parecía al que Van Gogh pintó en su último cuadro, el lugar donde se suicidó. El camino hacia ninguna parte. El camino al que Ben intentó arrastrar a Jessica. Para hablar del abandono de su mujer.

O eso le había dicho Ben.

La zona de obras contigua a nuestra casa era una herida abierta. Dos enormes montañas de tierra se elevaban hacia el cielo. Las grúas y las excavadoras se habían ido ya. Incluso las profundas marcas de sus huellas habían empezado a desaparecer. Un único camión seguía aparcado sobre los cascotes. Un desvencijado bulldozer y una furgoneta blanca descansaban junto a él, bañados por el resplandor rojo del crepúsculo. Los perdí de vista cuando descendí hasta la casa.

Al entrar llamé a Jessica. Al cruzar el vestíbulo, advertí la desaparición del espejo que solía estar allí: había sido reemplazado por un tapiz navajo tejido a mano. De colores brillantes, rojos y naranjas. Colores que no encajaban en el entorno. Subí corriendo y bajé enseguida. Tommy estaba en la sala de juegos, con un amigo, entretenidos con el Xbox. Se levantó de un salto y me dio un abrazo; luego siguió jugando.

En el salón una docena de esbozos de la casa nueva, el castillo, me observaron desde sus respectivos caballetes. Se había convertido en una sala de reuniones: en el centro había una mesa de dibujo, atestada de planos. A su lado una maqueta reproducía el aspecto de la nueva casa, un modelo a escala que costaba diez mil dólares.

Había huellas de barro que se dirigían a las puertas correderas que daban al lago. Huellas que daban la vuelta a la mesa. Negué con la cabeza y me detuve frente a la acuarela que representaba la nueva vivienda: el aspecto que tendría vista desde el agua. Tres pisos de piedra. Una torreta redonda en el centro. Altos ventanales. Buhardillas. Parapetos. Tejados de pizarra. Una terraza de piedra con una piscina grande y arbustos recortados con formas geométricas. Riqueza. Poder. Todo en perfecto orden.

El aroma a tierra penetraba por la puerta entreabierta. Al cerrarlas vi a Jessica: estaba en los cimientos, con un casco en la cabeza, acompañada de un individuo que llevaba una ajada chaqueta Carhartt. El hombre hacía amplios gestos con los brazos. Ella tenía las manos apoyadas en las caderas. Los últimos rayos del sol dotaban a la escena de un brillo sonrosado.

No se percataron de mi presencia hasta que estuve a su lado, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, avanzando con cuidado para no caer en el agujero de los cimientos o en el profundo surco que había fuera. Una coleta sobresalía del casco; vestía tejanos, una sudadera y unas sucias botas de trabajo. El hombre, que estaba de espaldas a mí, era Dino, el responsable del proyecto.

Se volvió al oírme y levantó los brazos en un gesto de exasperación.

– Díselo tú, Thane.

– ¿Qué debo decirle?

– ¿Ves esa línea? -preguntó, agachado y con la vista puesta en el brazo extendido-. La quiere nivelar; pues no puede ser. No en este momento. Tenemos que seguir excavando y verter esto dentro.

– El tipo de Con Trac dijo que podríais aplanarlo o algo así -replicó Jessica.

Tenía los ojos húmedos y enrojecidos.

Dino cerró la boca y negó con la cabeza.

– Está demasiado lejos. Si construyes encima de esto, tendrás una casa torcida. No pienso hacerlo. Ahora estás enfadada, pero me odiarás aún más si lo hago. Mira -señaló Dino.

Cruzó una de las planchas que servían de puente entre el muro de hormigón y el terreno exterior. Levantó una gran tabla y la pasó por el surco exterior hasta entregármela. La cogí, y él retrocedió por la plancha con el otro extremo en las manos.

– ¿Cuándo lo vais a rellenar? -pregunté, indicando el surco con una inclinación de cabeza.

Él bajó la vista y dijo:

– En cuanto se seque un poco. Por eso he dejado el bulldozer.

Dejó su extremo de la tabla en el suelo y me dijo que le imitara. Tenía unos treinta centímetros de ancho, un grueso de dos, y unos cuatro metros de largo. La colocó en el borde de los cimientos; cuando llegó hasta mí, el extremo colgaba del interior de la pared.

Jessica colocó la tabla sobre la línea de la pared.

Dino me miró y dijo:

– Convéncela.

– Pueden ponerla directamente así, cielo, pero entonces no tendrán un ángulo de noventa grados en el otro extremo. ¿Lo ves?

– Bueno, pues está un poco desviada -dijo ella-. Nadie verá este rincón. Ya plantaremos un árbol o algo.

– Cielo -insistí-. No puede ser. Él tiene razón.

Ella hizo un mohín de enojo y miró hacia el extremo del lago.

– Es nuestra casa -dijo, volviéndose hacia mí-. ¿Te vas a quedar ahí plantado, sonriendo como si todo estuviera bien?

– No está bien. Vamos. -Me acerqué a ella con la mano extendida-. Tendremos que arreglarlo pero no podemos nivelar sobre esto. Tendrás hoyos por todas partes. Aunque desde fuera pudieras esconderlos, el interior sería un desastre.

– El techo no avanza y ya hemos perdido un maldito invierno -dijo ella.

Unas arrugas profundas se dibujaron desde sus ojos.

– Ya se arreglará -dije.

La cogí de la mano.

Diño se metió las manos en los bolsillos y miró hacia el cielo.

– Va a llover -dijo él-. Chicos, decidme cuándo pueden volver y rehacer estos cimientos.

Se marchó con la cabeza gacha y entró en su camión.

Jessica se soltó y se dirigió hacia la casa. La seguí; intenté abrazarla mientras cruzábamos el jardín. El viento arreció, llenándome los ojos de tierra.

– ¿Quieres que ase unos filetes antes de que llueva? -dije, una vez dentro.

– No tengo hambre. Creía que tenías una cena en el refugio. Os calentaré un poco de pasta a Tommy y a ti.

La cogí por los hombros.

– Vamos, tenemos todo lo que siempre habíamos querido. No hagas esto. Lo arreglaremos y seguiremos adelante. Esta casa está bien de momento.

– ¿Te das cuenta de que a ti todo te parece suficiente? -preguntó ella.

Sus labios dibujaron una sonrisa falsa.

– ¿Qué tiene eso de malo?

– Es mediocre. -Se dispuso a subir las escaleras, pero siguió hablando por encima del hombro-. La media del coeficiente intelectual es cien. La media de ingresos es treinta y cinco mil al año. La pareja media hace el amor una vez por semana. ¿Te suena atractivo? Le hemos entregado diez millones de dólares y el muy hijo de puta nos deja una casa torcida.

Entró en la cocina y cogió una botella de Riesling.

– ¿Hablas de Johnny G?

Sentí un nudo en el estómago.

– ¿Acaso planeamos dar diez millones de dólares a otros hijos de puta del país?

– Morris ha enviado el talón por cien millones de dólares de extras a Con Trac.

Sacó un vaso de la alacena, abrió el vino y lo llenó. Lo alzó hacia mí y dijo:

– Entonces tenemos el vaso medio lleno, ¿no?

– ¿Crees que podremos largarnos? ¿Escapar? ¿Qué pasaría con Tommy?

Ella dio un gran sorbo y miró hacia el lago.

– Si no nos queda más remedio… -dijo con voz lejana.

Me miró y prosiguió:

– Australia. Francia. Italia. En todos esos lugares hay escuelas donde se habla inglés. Con dinero puedes hacer lo que quieras. Nombres nuevos. Lo que sea.

– Por Dios.

– Pero todo irá bien -dijo, desviando de nuevo la mirada-. Estas cosas suceden constantemente. Siempre han pasado y siempre pasarán. Joe Kennedy era un contrabandista de licores. Mira a Martha Stewart: ya está otra vez en la tele. La gente se olvida de lo que has hecho si tienes dinero, y ahora lo tenemos.


– ¿Qué pasó con el dinero?

– ¿A qué se refiere?

– ¿De verdad obtuvo ella los noventa kilos?

Me encojo de hombros.

– Supongo que sí.

– ¿Eso te pareció bien? ¿Tú en la cárcel mientras ella estaba fuera con todo ese dinero?

Miro hacia la abertura de la puerta, luego hacia su rostro y digo:

– ¿A quién le importa?

– No sé. ¿A ti?

Se me tensa el pecho. Me falta el aire.

Se inclina hacia mí y susurra.

– ¿Qué le pasó en realidad a ella? Admítelo. A ti mismo. Ya es hora.

Me tiembla la voz.

– Me arrancó los huesos de la espalda y me estrujó como si fuera una bolsa de gelatina.

– Era mala -dice él.

– Ya te he dicho que lo era.

– Nunca dijiste hasta qué punto.

El cerebro me arde tanto que empieza a fundirse, y la verdad sale en forma de vapor.

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