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Gruesos copos de nieve caían del cielo oscuro sobre el parabrisas. Jessica había visto noches de Halloween mucho más cálidas. Ésta era fría. Tommy iba sentado en el asiento trasero del Jeep, entre Darth Vader y Spiderman. Ella giró por la calle Genesee y frenó para dejar pasar a un fantasma, una mariquita y un padre con una linterna.

– Mamá, ¿podemos bajar? -preguntó Tommy desde el asiento de atrás.

– ¿Para rociar a la gente con crema de afeitar? -repuso, mirándolo de reojo.

Tommy se encogió de hombros.

– No tenéis por qué ir a buscar caramelos -dijo ella-. Podéis ver una peli y acostaros. Os prepararé sidra caliente.

– Mamá…

Giró a la izquierda en una calle residencial y se paró en la curva. Los niños se apearon del coche y Jessica le dijo a su hijo que se pusiera el abrigo.

– Los zombis no llevan abrigo, mamá -repuso él-. Están muertos.

– Bueno, pues este zombi tiene una madre que no quiere que pille una neumonía -dijo ella, arrojándole el abrigo-. Póntelo.

– Andy no lleva abrigo.

– Andy lleva ropa interior larga, ¿no es cierto, Andy?

– Es como una camiseta de manga larga.

– ¿Lo ves? -recalcó Jessica-. Manga larga. Póntelo.

Subieron por la calle. Jessica llevaba botas Timberland, tejanos y un anorak; les marcaba el camino por delante de los jardines con su propia linterna. En la siguiente calle fueron hacia la derecha e iniciaron el ascenso a la colina. Jessica se estremeció; sacó un gorro de lana negro del bolsillo de la chaqueta y se lo encasquetó hasta las orejas.

Saludó a las otras madres, y se detuvo en una esquina a hablar con Neil, el padre de uno de los chicos que jugaban a baloncesto con Tommy. Un hombretón con andares torpes y las manos hundidas en los bolsillos del tabardo North Face. Jessica lo encontraba tierno: un padre que cuidaba de sus hijos en Halloween. Thane estaba en el refugio, en parte debido a la presencia de algunos banqueros, pero también porque eso le daba una excusa para estar en el bosque, a sus anchas.

Sonó el móvil de Jessica. Miró el número, convencida de que se trataba de Thane, pero vio que el prefijo indicaba el área de la ciudad de Nueva York. Se disculpó y avisó a los chicos con la linterna, gritándoles que se adelantaran mientras atendía la llamada.

– ¿Quieres ver a Johnny? -preguntó una voz con un fuerte acento del Bronx.

Se le puso la piel de gallina. Vaciló, pero dijo que sí.

– Muy bien -replicó la voz-. Estará en el Mickey Mantle's de la calle Cincuenta y nueve. Se reunirá contigo en el Essex House a las diez, diez y media. Alquila una habitación y él te encontrará.

Jessica tenía la garganta seca.

– Estoy… -empezó ella, con la intención de explicar lo lejos que se hallaba, cuando la línea se cortó-. Mierda.

– ¿Perdona? -dijo Neil.

Se había acercado a ella mientras enfocaba con la linterna a sus dos hijos, que iban de puerta en puerta.

– Nada. Se me ha cortado. Lo siento.

– No pasa nada. También decían «mierda» en Spy Kids. No solemos llevar a los niños a ver esas pelis, pero bueno, al fin y al cabo lo oyen en el autobús.

– Neil-dijo ella-, ¿tienes sitio en el coche?

– Sí.

Jessica le contó que se trataba de una especie de emergencia. No se trataba de un asunto de vida o muerte, pero sí era algo que tenía que hacer enseguida. Neil dijo que podía llevar a los niños a casa cuando terminaran. Jessica se lo explicó a Tommy, quien se encogió de hombros y preguntó si podían volver a llamar a la casa blanca donde regalaban cajas enteras de Milk Duds.

De camino al Jeep, Jessica llamó al jefe de pilotos de King Corp. No quería que las cosas fueran así, verse obligada a dejarlo todo. No les importaba que tuviera un hijo. Sin embargo, la idea de que podía contar con un jet privado que la llevara a Nueva York en menos de dos horas la reconfortó. Se fue a casa rápidamente, llamó a la canguro, y metió cuatro cosas en una bolsa. Rebuscó en el armario antes de decidirse por unos pantalones negros y una blusa de seda gris. Sexy y serio a la vez.

El viejo neceser de Thane estaba bajo el lavamanos. En las últimas dos semanas no se le había acumulado el polvo. Después de la operación de rodilla, su amigo médico le había dado cuatro botes de Vicodin, por si acaso. Hacía dos semanas quedaban tres. Ahora el segundo estaba a medias, pero Jessica necesitaba algo que la ayudara a pasar el trance. Luego lo dejaría. Cogió una, y se echó tres más al bolsillo antes de salir.

El avión la esperaba en el hangar. Frank, el piloto, le preguntó por Thane.

– Fue en coche a la obra del Garden State -dijo ella-. Ya está en Binghamton, en busca de equipamiento.

– ¿Ha ido en coche hasta allí?

– Creo que le quedaba a medio camino -dijo ella con un encogimiento de hombros.

Atravesaron la pista nevada; ráfagas de viento azotaban el avión. Despegaron y ascendieron. El avión oscilaba por culpa del vendaval. La línea de luces del ala iluminaba la nieve. Ella rebuscó en el bolso y se tomó otra pastilla. La tensión se fundió. Flotaba.

Aterrizaron media hora más tarde. De camino a la terminal, fue al servicio de señoras. Cubriéndose la vista para no verse en el espejo, se metió en un retrete. Al salir se lavó las manos, con los ojos fijos en el lavamanos. No podía soportar verse los ojos. Aquellos círculos negros que no desaparecían ni con una enorme cantidad de maquillaje. Las patas de gallo. La edad y algo más.

Desde la parte trasera de la limusina vio los rascacielos de Manhattan antes de entrar en el túnel. Edificios que pertenecían a alguien. A gente con dinero. La clase de dinero que ella iba a tener.

El Essex House tenía una suite con vistas a Central Park. Mil quinientos dólares, que ella cargó a la cuenta de la empresa; también dejó un mensaje en recepción para John Garret. Los muebles estaban forrados de terciopelo verde esmeralda con brazos y patas adornados en oro. Aguardó impaciente a que el botones dejara la bolsa en el dormitorio. En cuanto se fue, arrancó las sábanas de la cama para cubrir los espejos.

Jadeante, abrió una botella de Pinot Grigio del mueble bar y se sirvió una copa. Después de las pastillas, su efecto fue rápido. Estaba de pie junto a la ventana, con la frente apoyada en el frío cristal y la copa de vino en la mano, cuando oyó un suave golpe en la puerta.

Se enderezó, se metió la blusa dentro de los pantalones y se puso bien la solapa. Abrió la puerta: primero sólo un resquicio, luego de par en par. Él entró, trayendo consigo un abrumador aroma a Grey Flannel. Llevaba el pelo engominado y sus melosos ojos verdes brillaban como ópalos. El traje tostado y la camisa blanca hacían lo que podían para disimular su gordura, pero nada podía ocultar un cuello tan grueso.

A pesar de los zapatos de tacón alto, sus ojos le llegaban a la barbilla. Le devolvió la sonrisa.

Él arrojó al suelo una bolsa negra de lona.

– Quinientos mil -le informó-. Y no vuelvas a llamarme la próxima vez. Ya te llamaré yo. Conmigo un trato es un trato.

– Quería hablar contigo -dijo ella.

Él miró el reloj y dijo:

– Dispones de cinco minutos. Me esperan para una partida de cartas.

– ¿Quieres beber algo? -preguntó ella.

Llenó su copa y sirvió otra para él.

– No -dijo él cuando ella le tendió la bebida. Volvió a mirar la hora-. Te quedan cuatro.

– ¿Sabes que he tenido que volar hasta aquí desde Siracusa?

– ¿Y qué?

A Jessica se le aceleró el corazón.

– Nos gustaría saber si estás interesado en un negocio.

– ¿Qué negocio?

Sus manos colgaban yertas a ambos lados, parecía un primate.

– Queremos mover una cantidad de dinero.

Johnny se rió.

– Vosotros y todos los políticos de la ciudad. Hablamos de efectivo desde el principio. Aquí lo tenéis.

– Ése no -dijo ella, señalando con un gesto la bolsa de lona-. Cien kilos.

Él volvió la cabeza como si quisiera verla más de cerca. Ella se llevó la copa a los labios.

– Con Trac nos factura cien millones en extras. Lo pagamos -explicó Jessica, después de echar un trago-. Luego Con Trac recibe una factura de una consultoría de un banco suizo por noventa millones, que ellos pagan.

– Ochenta.

– Vaya -dijo ella, mirando el reloj-. Creo que se me ha acabado el tiempo.

– ¿Quién te crees que eres? ¿Sarah Bernhardt? Tengo a los federales pisándome los talones -dijo él, con los ojos puestos en ella.

– Son diez millones. Por nada. Thane quería hacerlo durante el proyecto de Miami Beach. Lo harán por diez y estarán encantados. Eso creo.

A Johnny se le suavizó la cara. Sonrió y dio un paso hacia delante.

– ¿Algo más? -preguntó en tono dulce-. ¿Para que el trato resulte más atractivo?

Con una sonrisa en los labios, le acarició el hombro.

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