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– ¿Y tú no sabías nada de esto? -pregunta él.

– Yo era como una de esas burbujas de mercado.

Detecto su perplejidad al escuchar mis palabras.

– El mercado de valores. Una burbuja. Todo está al rojo vivo, a toda marcha. Todo va bien. No puedes perder.

– Ya.

– Y luego estalla.


Jessica dejó a Tommy en el colegio y luego me recogió en el Wal-Mart. Un tipo gordo con barba y gafas gruesas me miró de forma rara cuando bajé de la furgoneta de Russel, pero se montó en una vieja furgoneta Chrysler, oxidada y quejumbrosa. No era ningún agente federal.

Subí al H2 y Jessica reanudó la marcha. Llevaba abrigo de piel y gafas de sol, a pesar del viento y el cielo gris.

– He visto lo rojos que tenías los ojos en el cuarto de baño -le dije, mirándola de reojo.

– Todos tenemos problemas -replicó ella, sin volver la cabeza.

– No te enfades. Sólo estoy preocupado.

– Yo también -dijo ella. Ahora sí se volvió-. Has enterrado al hijo de Bucky en los cimientos de nuestra casa.

– Eres tú la que dice que es mejor fingir que no ha pasado nada.

– Ya, ¿y cómo van a seguir trabajando allí? ¿Qué les decimos, que no excaven ahí, al estilo de Jimmy Hoffa? ¡Por Dios!

– Bueno, la construiremos un poco inclinada, como tú querías.

– Dino no querrá hacerlo.

– Ya encontraré a alguien.

Ella clavó la vista en la carretera y seguimos en silencio. Llenó los carrillos de aire, lo soltó despacio y pareció relajarse.

– ¿Por qué no nos vamos de vacaciones? -propuso ella.

– Claro.

– Hablo en serio.

– ¿Por qué no? -dije, en tono sarcástico.

– Sí -replicó Jessica sin pillar la ironía-. ¿Te acuerdas de cuando estalló el escándalo de la contra de Irán? Reagan estaba en su rancho. Cuando le pidieron explicaciones se limitó a sonreír, montarse en el caballo y salir galopando con un saludo. Así lo harás tú.

Negué con la cabeza, pero sabía que era inútil discutir; opté por sonreír y preguntarle dónde quería ir. Se decidió por Barbados. Sandy Lane. Cinco mil la noche en una suite de lujo. Me dije: qué diablos. Le dijimos a Amy que tendría que cuidar de Tommy tres días seguidos. Llamé a los pilotos y les di las instrucciones pertinentes. El Citation X estaba listo a media tarde.

Observamos cómo el sol se fundía en el océano desde dos cómodas tumbonas, en la playa. A mi lado fui enterrando seis botellas vacías de cerveza Banks. Jessica se encaramó encima de mí; el aliento le olía a ron.

– Dios, es hermoso -dijo ella.

La llevé a la habitación y pareció que habíamos retrocedido en el tiempo, hasta aquel primer verano que pasamos juntos. Después me quedé tendido en la enorme cama, contemplando el lento giro del ventilador y disfrutando del rumor de las olas que llegaban a la arena, debajo de nuestra terraza. Cerré los ojos. Todo parecía perfecto.

Después fuimos a cenar. Al Ledges. Una mesa al borde del mar, con vistas a las rocas y al agua color turquesa. Bebimos y nos reímos de un cuarteto británico que estaba a dos mesas de distancia. Uno de los hombres llevaba un peluquín inestable y las mujeres, de rostro quirúrgicamente tenso, iban teñidas de rubio platino, pero no se habían molestado en arreglarse los dientes torcidos y las arrugas se les acumulaban en el cuello.

Reímos hasta que se nos saltaron las lágrimas y me enjugué las mías con la servilleta. Jessica se dirigió al servicio de señoras. La vi caminar: sus estrechas caderas cimbreaban por culpa de los altos tacones y del efecto del vino. En cuanto la perdí de vista, suspiré e indiqué por señas al camarero que nos trajera otra botella de Dom.

Esperé un tiempo prudencial, luego me levanté y fui a buscarla. Sentí una súbita oleada de pánico. Subí corriendo, agarrándome a la barandilla para mantener el equilibrio. La busqué en el bar. Sólo había hombres con trajes azules y mujeres con vestidos floreados, maquilladas para la velada, con zapatos y bolsos a juego. Jessica no estaba. Los servicios estaban detrás. Miré a la camarera, luego entré en el pequeño vestíbulo y llamé a la puerta con los nudillos, gritando su nombre.

Una mujer de cincuenta y tantos años con pechos de silicona y la cara operada abrió la puerta. Le dije que buscaba a mi mujer y ella respondió que allí dentro no había nadie más. Me volví hacia la camarera.

– Mi mujer -dije.

– Creo que ha salido a tomar un poco de aire -me contestó la camarera, con un marcado acento holandés.

Me abrí paso entre un cuarteto que parecía sacado de un club de campo y busqué a Jessica con la mirada. En la puerta había un portero, ataviado con uniforme y gorra, que se encargaba de buscar taxis a los huéspedes. Vi algo en sus ojos que no me gustó.

– ¿Dónde está? -pregunté.

Trató de fingir ignorancia.

– Bajita -describí, señalando la altura con la mano-. Guapa. Morena. Mi mujer.

Abrió mucho los ojos y señaló hacia mi derecha. Bajé de un salto los escalones y tomé el camino donde aparcaban los taxis. Había tres en cola, vacíos. Una valla recorría el paseo y, cuando llegué al final, distinguí a un pequeño grupo de personas. Tres taxistas y mi mujer. Ella tenía una pipa en la boca; uno de los taxistas se la encendía con su mechero de gas. Jessica me miró con ojos vidriosos, riéndose, con el humo saliéndole de la nariz. Los taxistas coreaban sus risas. Sus dientes brillaban en la oscuridad.

Uno de ellos, como quien no quiere la cosa, apoyó la mano en su culo.


– ¿Y?

Suspiro y digo:

– Derribé a uno de un puñetazo, pero no quiso pelear. Me puse a gritar. Estaban acojonados. Ella me dijo que me calmara.

– ¿Lo hizo?

– La zarandeé un poco -respondo, mirándolo a los ojos-. No es que esté orgulloso de ello. Luego hicimos las paces. Ira y sexo -prosigo, sin poder evitar una sonrisa estúpida-. Una mezcla potente.

– ¿Ella tenía algún problema? -pregunta él.

– Si echo la vista atrás, supongo que yo también lo tenía.

– ¿Tomabas drogas?

– Bebía como una esponja. Es una droga, ¿no?

– ¿Y los tranquilizantes? ¿Cocaína? ¿Era eso lo que fumaba?

– Yo no. Ella decía que necesitaba algo. Estábamos de vacaciones. Al día siguiente consiguió dos frascos de Vicodin. A mí tampoco me hubiera ido mal, la verdad. Estaba al borde de la histeria. Me temblaban los ojos, como si fuera una vieja. El sol me quemaba en los párpados. Resaca. La boca estropajosa. Cansancio. Falta de sueño. Sí, esas vacaciones fueron un infierno. Se lo juro.

– ¿Y luego volvieron?

– Sí. Supongo que es lo que nos merecíamos. Salimos de la sartén para ir a caer en las brasas.

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