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Incluso la débil luz de la luna era lo bastante brillante como para no dejarme dormir. Me acerqué a Jessica: su cálido cuerpo estaba hecho un ovillo en su lado de la cama. La abracé y suspiré; aparté el edredón. Miré el reloj. Las dos de la madrugada.

Me senté y encendí la luz. La desperté.

Ella se dio la vuelta; parpadeaba, y se cubrió la cara con la mano.

– ¿Qué pasa? -dijo ella, somnolienta e impaciente.

– No dejo de pensar en esos papeles. Los del despacho de Morris. Los gastos extra. Vi a Darlene sentada a mi ordenador el otro día.

– ¿Darlene?

– Esas dos brujas comentaron que tenían gente en todas partes.

– Eso ya me lo dijiste -replicó ella, tapándose la cabeza con la almohada.

– Si tienen a alguien en la obra -proseguí mientras me incorporaba-, ¿por qué no iban a enviar a alguien a la oficina?

Ella se apartó la almohada de la cara.

– ¡Por Dios! Son las dos de la madrugada.

– La mitad de los tipos de Enron se libraron porque se deshicieron de todo -dije-. ¿Por qué diablos no pensamos en eso?

Jessica se destapó y puso los pies en el suelo. Salió del dormitorio y la oí abrir la puerta del armario del cuarto de baño. Yo también me levanté y, obedeciendo a un impulso, me fui hacia la ventana: atisbé desde las cortinas, oteando el jardín. Después la seguí hasta el cuarto de baño y entré a tiempo para verla con la cabeza inclinada hacia atrás y una mano en la boca. Acercó la cara al grifo y bebió un trago de agua. Mi viejo neceser estaba abierto. Le pregunté qué hacía.

Ella no me hizo caso: cerró la cremallera del neceser y volvió a dejarlo en su sitio. Hice ademán de abrir el armario, pero ella me apartó la mano de una palmada.

– ¿No puedo tomar algo para el dolor de cabeza sin que me vigiles?

Abrí el armario con fuerza y saqué el neceser. Ella intentó arrebatármelo, entre insultos. Yo me di la vuelta y ella me golpeó con los puños, pero conseguí sacar los botes de pastillas vacíos y uno donde quedaban sólo unas cuantas píldoras. Lo tiré.

Ella quiso agarrarlo, pero se le escapó y cayó al suelo. Lo recogió a toda prisa y lo apretó contra su pecho. Me miró, desafiante.

– Ve a romper los papeles -dijo ella.

– Dolor de cabeza, ¿eh? ¡Dios!

– A algunos hombres no les hace falta que sus mujeres les den permiso para mear -me espetó Jessica.

– Ya. Estás hecha polvo.

Ella me apartó de un empujón y volvió a la cama; se puso de espaldas a mí y se tapó hasta la cabeza con las sábanas. Permanecí un minuto observándola, tembloroso: sentía ganas de sacarla tirándole de los pelos pero sabía que no sería capaz. Me faltaba el aire, y en lugar de seguir encerrado opté por vestirme y subirme al coche.

Solía tardar media hora en llegar a la oficina, pero esa noche realicé el trayecto en menos tiempo. Aparqué junto al edificio y bajé del coche, atento a cualquier ruido que no fuera mi propia respiración. Para acceder al interior debía pasar un escáner visual, parecido al que había en el refugio. Entré en el ascensor. Cuando se abrieron las puertas de la tercera planta, salí y miré a mi alrededor. La escalera principal estaba iluminada, pero la mayoría de los pasillos seguían a oscuras.

El despacho de James quedaba a mi derecha y no pude evitar dirigir la mirada hacia él, como cuando ves un terrible accidente en la autopista. El corazón parecía a punto de salírseme del pecho. Quería correr, pero me obligué a caminar despacio. Al entrar en el despacho de James no me sentí mejor. Aunque eran las tres de la madrugada, persistía la sensación de que alguien me vigilaba. Apagué las luces y fui hacia la ventana. Observé la calle.

Una sombra se movió a la luz de una farola. ¿Era una persona, o sólo la rama de un árbol? Acerqué la cara al cristal, esforzándome por ver. Quienquiera que fuera, estaba fuera de mi campo visual. No era el primer cristal al que acercaba mi rostro en los últimos días. Parecía haberse convertido en un hábito.

– Imbécil -dije en voz alta.

Encendí la luz y me dispuse a registrar los archivadores, en busca de las facturas del Garden State. Tardé quince minutos, pero lo encontré: firmado por Jim, autorizado por mí. Saqué la carpeta y cerré el archivador. Sin esa prueba, Jim podía haber pagado aquellos extras por su cuenta. O bajo las órdenes de Ben.

Un ruido ronco quebró la quietud y tuve que obligarme a permanecer allí y borrar los rastros de mi presencia. Uno de los archivadores había quedado entreabierto y lo cerré con cuidado. Luego retrocedí y apagué la luz. La radio me hacía compañía y la emoción de haberme apropiado del único documento que podía probar que yo había cogido el dinero me hizo salir sin pensar en nada más. De modo que no me percaté de que unos faros me seguían hasta llegar a la autopista, a medio camino de casa.

Al doblar por la siguiente curva, me hice a un lado y apagué el motor. Era una furgoneta, que pasó de largo; permanecí sentado, con el corazón a cien por hora y las manos apretadas. Cuando desapareció por la autopista, arranqué de nuevo y me incorporé al carril. La luz de la luna y lo bien que conocía el camino me permitieron seguir sin necesidad de encender los faros. Se movía rápido. A la caza.

Pude seguir detrás, siguiendo los pilotos traseros, hasta que llegamos al pueblo. Bajaba la colina que da al centro de la ciudad cuando vi un coche de policía apostado en un callejón lateral. Frené en seco. El semáforo cambió y la furgoneta negra giró a la derecha. El poli se puso en marcha y yo seguí tras él, las manos aferradas al volante, y la carpeta a mi lado, tan importante como si fuera un cadáver. El poli giró a la derecha. Encendí los faros y le imité. Se detuvo en el centro de la ciudad, y yo seguí adelante, sin dejar de buscar rastros de la furgoneta en el espejo retrovisor.

Al llegar a casa, estaba al borde de la histeria, empapado en sudor. Abrí una cerveza y arrojé la carpeta a la chimenea; le prendí fuego y me senté a ver cómo ardía. Me bebí la cerveza, preguntándome por qué no me sentía tan bien como debía: no dejaba de recordar la furgoneta de la autopista.

Necesitaba dormir. Fui a ver cómo estaba Tommy. Dormía boca abajo, con la cabeza girada, y un reguero de saliva goteándole de la boca. Le acaricié la cara y noté que se me saltaban las lágrimas. Salí de su cuarto y fui al lavabo. El neceser estaba debajo del lavamanos. Jessica había vuelto a guardar el frasco de pastillas. Cogí una y le di la vuelta entre los dedos: una píldora blanca. Sueño.

Sin embargo no la tomé. El cansancio que sentía en el cuerpo debía de asegurarme una noche de sueño. Entré en el dormitorio. Jessica estaba profundamente dormida. Hacía calor, así que abrí la ventana y dejé que entrara un poco de aire antes de acostarme a su lado.

Entonces olí el humo.

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