47

Exhalo el aire de mis pulmones.

Me mira. Se ha llevado los dedos a la barba. La acaricia.

– ¿Qué pasa? -digo por fin.

Él niega con la cabeza, como quien quiere librarse de una pesadilla.

– ¿Lo hiciste? Apretar el gatillo. ¿O fue ella?

– ¿Tiene alguna importancia?

– No -dice él-. Supongo que no.

– Deje que le haga una pregunta: ¿un amigo intentaría ligar con tu mujer? ¿Desenterraría mierda para contársela a la poli?

– No soy quién para juzgar.

– ¿No? Pues su cara dice otra cosa.

– Sigue. Te sentará bien sacarlo todo.

Suspiro.

– ¿Qué más da? ¿Fue ella, yo? ¿Los dos? Lo que sé es que Jessica tenía un plan. Yo la seguí hasta allí y supongo que no pude parar.

– ¿Ni siquiera ante la idea de matar a tu mejor amigo?

– Fue más fácil que matar a James.

– ¿Más fácil? -pregunta él.

– Más fácil de llevar a cabo. Pensaba con más claridad. Asimilación. Es como en ese experimento en que ponen unas gafas a los sujetos. Son unas gafas especiales: todo se ve bocabajo. En unas tres semanas manifiestan ver las cosas en su estado normal. El cerebro se acostumbra.

Me mira como si le gastara una broma.

– Curva de aprendizaje -digo-. Es como un escondrijo en el bosque. Una vez lo encuentras, ya sabes cómo llegar hasta allí la próxima vez. Sabíamos exactamente lo que había que hacer.


Me toqué las orejas: la detonación retumbaba en ellas.

– Tenemos que librarnos de él -dijo ella.

Fue hasta el cadáver y sacó el USB del bolsillo. No era mayor que un mechero.

La vi arrojarlo a las negras aguas donde desapareció tras un chasquido sordo.

– Sé cómo hacerlo -dije.

Me temblaban las manos, y el olor a hojas podridas y lodo denso empezaba a afectarme. Apoyé el rifle contra un árbol, agarré a Ben por los tobillos del mismo modo en que levantaría una carretilla y anduve hacia atrás.

– ¿Adónde vas? -preguntó ella.

– A la ciénaga.

– Te ayudaré.

Lo cogió por los brazos y juntos lo arrastramos por el pantano. Yo llevaba puestas una botas de goma hasta la rodilla, que parecían diseñadas para trasladar un cadáver por la húmeda hierba muerta. Con la ayuda de Jessica no costó mucho sacarlo de la carretera y meterlo en el agua. No habría rastro de sangre en la zona poco profunda.

El lugar al que quería ir estaba a unos cuatrocientos metros. Jessica tropezó y le soltó, y tuve que clavar los talones para liberar el cuerpo de Ben de unos espinos. Volvió a agarrarlo y nos internamos en aguas más hondas.

Dos inviernos atrás, yo había participado en una cacería de ciervos llevada a cabo en esta parte del pantano. Al finalizar, sin saber cómo, Russel y Scott fueron a parar al otro lado de la arteria principal de agua que cruza el pantano. No soplaba viento alguno, y desde algún lugar del agua se apreciaba el fondo. Parecía haber un metro de profundidad. Las hojas y palos estaban llenos de lodo. Tanto Scott como Russel chorreaban hasta la cintura, así que no les costó mucho levantar los rifles en el aire y seguir adelante.

Pero cuando Russel recorrió unos tres cuartos del camino… simplemente se esfumó. Había un bache en el agua cubierto de burbujas de metano que flotaban en la superficie. Scott no iba muy lejos de Russel, y con los pies aún apoyados en el sólido lecho, se inclinó hacia delante, agarró el rifle que Russel aún sostenía con las dos manos, y, con un esfuerzo hercúleo, le rescató de aquella mierda.

Russel parecía haberse bañado en chocolate, y Scott y yo nos desternillamos de risa al ver su aspecto cuando por fin dejó de escupir agua. A partir de ese momento optaron por tomar el camino más largo. Más tarde, Bucky nos dijo que el pantano estaba lleno de trampas como ésa, donde la porquería alcanzaba a veces los tres o cuatro metros de profundidad. Dijo que si Scott no le hubiera sacado enseguida, ni una grúa habría logrado tirar de Russel en un lugar así.

– Te hundes un metro en esa mierda y te chupa como si fuera una aspiradora -dijo Bucky-. Cuanto más te debates, más te hundes.

Recordaba que había una rama de abedul retorcida en aquel lugar, e incluso bajo aquella débil luz me fue fácil encontrarla. Lo arrastramos por la zona poco profunda y nos paramos cuando llegué al lugar donde sabía que empezaba el peligro. En un lado había piedras del tamaño de hogazas de pan y pude coger algunas.

– Para sus bolsillos -dije.

Metimos las piedras en el abrigo de Ben, bajo los brazos. Yo tenía los dedos entumecidos por el frío, pero conseguí abrocharle el abrigo hasta el cuello. En el bolsillo del pantalón llevaba una cuerda para arrastrar a los ciervos muertos. La saqué y la até en torno a la cintura de Ben, apretándola con fuerza para que las piedras no se salieran.

– ¿Qué hago?-preguntó ella.

– Ya está.

Me senté en el borde del agua, empapándome el culo. Desde allí, empujé el cuerpo de Ben hacia el lugar buscado y procuré mantener los pies en la zona sólida.

– Pon las manos sobre mis hombros -le dije-. Voy a empujar en dirección contraria.

Noté la fuerza de sus brazos en tensión. Me apoyé y empujé: el cuerpo de Ben se movió hacia aguas más profundas. Seguimos empujándolo, avanzando en el agua, hasta que ésta me llegó a la cintura. Me picaban los ojos.

– ¿Qué haces? -preguntó ella.

Tal vez el hoyo se había llenado.

Pero en el siguiente empujón, noté cómo el cadáver de Ben se me escapaba de los pies como si algo le hubiera agarrado. Jessica me ayudó a salir y ambos nos quedamos al borde del agua. Unas cuantas burbujas subieron a la superficie y estallaron a la luz de la luna. El aire se llenó de hedor a metano durante unos momentos.

Todo se quedó quieto.

En el fondo de mi alma, el agotamiento acechaba para enterrarme en mi propia tumba, pero al mismo tiempo era consciente de que quedaban cosas por hacer. Cruzamos el pantano de vuelta, con nuestras sucias manos entrelazadas. Hallamos el punto donde estaba mi pistola y la linterna de Jessica. Vacié la recámara. No nos costó encontrar mi linterna, la vimos brillando entre la maleza, y la usé para buscar el resto de casquillos que había disparado cuando estaba en el sendero. Con ellos en la mano, subimos la montaña hacia el H2.

– ¿Qué hacemos con su coche? -pregunté.

– No lo toques -replicó ella-. ¿Qué importancia tiene que encuentren el coche si no consiguen dar con él?

– No lo harán. Déjame a mí y llévatelo a casa.

– ¿No se preguntarán adónde ha ido?

– Ni siquiera se enterarán -dije-. Es de noche. Mañana cogeré uno de los Cascade Suburban.

Cuando el enorme edificio apareció ante nuestros ojos, reduje la velocidad y me paré en el puente. Bajé la ventanilla y arrojé los casquillos de bala y las llaves de Ben en el estanque del refugio.

Al llegar al refugio, aparqué frente a la entrada inferior y nos bajamos del coche. Nos despedimos: entré por la misma puerta por la que había entrado la noche en que maté a James. Me desnudé en la sala de armas: dejé las botas y metí la ropa en la lavadora. Vestido sólo con unos calzoncillos, entré en la sauna -vacía de banqueros- y me duché.

Cuando limpié el vapor del espejo advertí que mi rostro parecía haber vivido una pelea con un gato salvaje. Profundos arañazos me cruzaban las mejillas, e incluso después de cinco minutos de frotar con un cepillo, mis dedos todavía tenían barro bajo las uñas.

Fui hacia el armario y saqué unos pantalones de pana y una camisa de franela; me calcé unos zapatos Timberland antes de subir. Llegué justo a tiempo para compartir el postre con los banqueros.

Marty salió de la cocina y entró en el comedor secándose las manos con un trapo.

– Dios -exclamó al verme la cara-. ¿Lo has pillado? Adam oyó los disparos.

Negué con la cabeza y me reí; alcé una copa de vino tinto en dirección a los banqueros japoneses, quienes se rieron conmigo.

– No -respondí, con un guiño de complicidad hacia Martin-. Tanto lío y al final el maldito bicho se me ha escapado.


– Pasaron dos días antes de que encontraran su coche -digo-, y ni siquiera supieron cuánto tiempo llevaba allí.

– Pero se lo imaginaron.

– Bucky lo hizo. Al final.

– ¿Cómo te sentiste? -pregunta él-. Mientras esperabas que lo encontraran.

– Una parte de mí se alegró de haberlo quitado de en medio.

– ¿No estabas preocupado?

– No creí que fueran a pillarme.

– ¿De verdad?

– Al menos no antes de que hubiera planeado una vía de escape.

– ¿La estabas preparando?

– Ella se encargaba de eso.

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