40

Al principio pensé que la casa estaba en llamas. El cielo estaba cubierto de una humareda densa y oscura, que ensombrecía los últimos rayos del sol de la tarde. Cuando crucé la verja, vi que la casa seguía en pie. El humo procedía del terreno de al lado y no era ningún incendio. Cinco grandes excavadoras arrojaban los restos de gasóleo al aire. La tierra estaba abierta en canal. Los escombros se amontonaban. Una larga fila de camiones llenos de cascotes partía hacia la carretera principal, entre el rumor de los motores y una sombría nube de polvo.

Entré en el garaje y rodeé la casa. Habían quitado un trozo de valla, y entre el nivel bajo de la casa y la obra se apreciaba un sendero de hierba pisoteada. A través de las puertas correderas de cristal vi una mesa, dispuesta sobre dos caballetes, cubierta de planos. Junto a la mesa, y provistos de cascos duros de color naranja, estaban Jessica y dos obreros con las botas embarradas.

Observé la obra. Las máquinas atronadoras sacudían el aire y el aroma fresco a tierra húmeda se mezclaba con el del cansancio. Me percaté de que las máquinas llevaban el emblema de Con Trac. Di dos pasos hacia la obra, atraído por su inmensidad, y luego me retiré hacia la caseta donde se hallaban los planos.

– ¿Qué coño es esto? -pregunté, antes de que pudieran percibir mi presencia.

– ¡Thane! -exclamó Jessica. Vino hacia mí y me plantó un beso en la mejilla. También llevaba botas de trabajo y una cazadora tejana-. Ya hemos empezado.

– ¿La casa? -pregunté, mirando de reojo a los encallecidos obreros vestidos con monos Carhartt.

– Johnny me dijo que disponía de un par de máquinas que podían excavar los cimientos en un par de días -aseguró-. No nos cuesta nada.

– Ah, es gratis, ¿no? -pregunté, alzando la voz.

Ella me miró fijamente. Hice un gesto con la cabeza y nos fuimos arriba. Jessica cerró la puerta sin hacer ruido y se volvió hacia mí, con cara de pocos amigos.

– Creía que te alegrarías.

– ¿De ver un agujero en el terreno?

– Nos estamos ahorrando al menos cien mil dólares. Johnny dijo que podíamos aprovechar la maquinaria mientras hacían otras cosas en la obra. No sé por qué te pones así.

– ¿Johnny? -dije. Busqué su mirada-. ¿Cuándo diablos has hablado con él?

– Por teléfono.

Jessica apretó la mandíbula, en señal de advertencia.

– Uno no excava unos cimientos en un momento. Cuesta treinta mil dólares trasladar esas máquinas hasta aquí. Allí fuera hay un equipo de trabajo valorado en diez millones. Nada es gratuito.

– Bueno, desde un punto de vista técnico, no están aquí -dijo ella.

Levanté las manos y me giré hacia el ventanal. Al otro lado los monstruos de acero rojo destrozaban el suelo con sus palas dentadas.

– Genial. Es genial -exclamé, volviéndome hacia ella-. Voy con dos semanas de retraso según el plan previsto y tenemos un equipo valorado en diez millones de dólares en nuestro patio trasero. No tienes ni idea de lo que estás haciendo. -Deja que te prepare una copa.

– No quiero beber. Quiero que dejes de presionar.

– Mi presión nos ha traído hasta aquí -dijo ella. Cogió una botella de vino y la descorchó-. Quizá tú deberías haber presionado más la noche que nuestro bebé murió.

La miré: advertí sus pupilas enrojecidas, la amarga agudeza de su enfoque.

– ¿Vas a empezar con eso? -dije, con voz rota.

– ¿Quieres jugar al Xbox?

Los dos nos giramos. Tommy estaba allí; llevaba una gorra naranja de Siracusa.

– ¿Por qué no lo dejamos para cuando lleguemos a casa? -dije-. Iremos a cenar fuera. Cámbiate, ¿vale, colega? Y deja esa gorra.

Se encogió de hombros y volvió arriba. Jessica y yo nos miramos.

– ¿Sigues tomando el Vicodin? -le pregunté, bajando la voz.

– ¿Porque digo lo que ya sabemos los dos?

– Porque actúas de una forma descontrolada.

Hizo una mueca; luego se relajó. Sonrió.

– Todo saldrá bien, ¿eh? -dijo ella-. Ahora ya están aquí. Terminarán la excavación y volverán a la obra. Iré a decirles que se den prisa. ¿Por qué no te cambias de ropa y nos vamos a cenar? Tommy está hambriento.

Con un suspiro y un gesto de resignación subí a mi cuarto para ponerme unos tejanos. Entré en el cuarto de baño y fui a mirarme al espejo. Había desaparecido. Sólo había una pared, donde se apreciaban los pegotes de cola que habían sujetado el espejo. Jessica tenía otro espejo en la parte trasera de la puerta de su armario. Me dirigí allí. No estaba. Entré en el dormitorio de invitados y en el baño. Nada.

– Tommy -llamé.

Mi hijo sacó la cabeza de su cuarto, sonriente.

– ¿Hay espejo en tu cuarto de baño?

Se le ensombreció la cara y se encogió de hombros. Entré, pasé por delante del gran televisor, con sus cables y mandos a distancia, y entré en el cuarto de baño. No había espejo. Abajo, el espejo decorativo que colgaba en el vestíbulo había sido reemplazado por un cuadro.

Entré en la biblioteca. Desde allí, a través de las dos ventanas, veía la sala principal de la planta baja. Allí estaba ella, planeando el trabajo con los obreros. Le brillaba el rostro; llevaba el cabello oscuro recogido detrás de las orejas; señaló las máquinas y todos se rieron.

Me senté a mi mesa de trabajo y me perdí en las joyas de luz que centelleaban en la orilla, apagándose poco a poco. El lago se oscureció y las máquinas se callaron, una por una, hasta que el silencio se me hizo insoportable. La oí despedirse y luego subir las escaleras. Estaba detrás de mí.

– ¿Listo para salir? -preguntó ella, aún enojada.

– ¿Vamos al Rosalie's? -pregunté, mientras me levantaba.

– Claro. Voy a por Tommy.

Compartimos la cena en silencio: ensalada, pasta y costillas de cordero. Fui tragando sin masticar. Hasta que me tomé más de dos botellas de vino no fui capaz de comprender que había montado una escena por nada. Tommy empujaba un cubito de hielo por encima de la mesa, con el cuchillo y el tenedor, observando cómo se fundía.

Monté una portería con los dedos.

– Chuta -le dije.

Lo hizo y marcó. El hielo saltó por encima de mis manos, me dio en la cara y todos nos reímos.

– Cielo -dijo Jessica-, estamos en un restaurante.

– De acuerdo -concedí-. Sólo dos más.

Tommy siguió lanzando hielo, entre risas, hasta que le dije que el juego había terminado y lo envié al servicio a lavarse los restos de salsa roja que tenía en la cara. Obedeció.

– Siento haberme enfadado contigo -dije a Jessica, un minuto después.

Le cogí la mano.

Ella esbozó algo parecido a una sonrisa y me percaté por primera vez de su maquillaje. Estaba un poco corrido: el pintalabios le sangraba por los bordes de los labios, las líneas de los ojos eran desiguales, la base de maquillaje no estaba extendida del todo.

– Por cierto, ¿qué ha pasado con los espejos? -pregunté.

Ella se puso tensa, desvió la mirada y dijo:

– Es un tema de decoración. Leí sobre ello. Algo de la Bauhaus que ha puesto en práctica Julia Roberts.

– Creía que la Bauhaus hablaba de sacarlo todo fuera. Las tuberías externas y cosas así.

– No tiene importancia -dijo ella.

Se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja.

– ¿Quieres que hablemos de ello?

– No arruinemos una cena encantadora.

– No me refería a hablarlo conmigo.

– ¿Con un psiquiatra? -preguntó ella, haciendo un mohín de disgusto.

– Bueno, podría decirse que ambos estamos al borde de un precipicio -dije-, intentando no caer.

En aquel momento Tommy volvió del servicio. Jessica negó con la cabeza y pronunció un no con los labios.

Pagué la cuenta y volvimos a casa, escuchando Radio Disney. Jugué con Tommy al Ghost Room en la consola; después Jessica le leyó un cuento. Esperé, tendido en la cama en calzoncillos. Un rato después, la oí en el cuarto de baño; llegó hasta mí el chasquido del bote de pastillas al abrirse. Enseguida apagó la luz. Una porción de luna brillaba al otro lado de la ventana, de manera que cuando llegó a la cama vi una figura blanca, sedosa y vacilante, y me agarré a sus caderas.

– Es duro estar en la cima -dijo ella-. La gente intenta derrocarte, intenta quitarte lo que te pertenece. Hay que luchar. Tenemos que cuidarnos el uno al otro.

Ella acercó sus labios a los míos y me dio un profundo beso. Mientras lo hacía, me clavó las uñas en la espalda hasta arañarme la piel. Ni me enteré. Cuando nos separamos, me quedé jadeando hasta dormirme. No sé si tardé dos minutos o veinte, pero poco después ella me despertó. La luz resplandecía bajo el pálido brillo de la luna. Las sábanas arrugadas y las almohadas, húmedas de sudor, habían ido a parar a un extremo del colchón. Ella tenía la cabeza sobre mi pecho; notaba en él el roce de su nariz.

– Estaba pensando -dijo ella, en un murmullo casi inaudible- en lo que dije. En lo de cuidarnos. Deberíamos coger una cantidad de dinero y apartarla.

– De acuerdo -asentí, medio dormido-. Vale.

– El dinero entra a espuertas en ese proyecto. Los bancos no tienen ni la menor idea de adónde va a parar. Podríamos montar una empresa fuera de aquí.

– ¿Fuera de aquí? -pregunté, totalmente despierto.

– ¿Qué podría pasar si tuviéramos cien millones de dólares en una cuenta? -propuso ella-. Ya no tendríamos que preocuparnos de nada.

– Eso es verdad -concedí.

– No tiene por qué ser tan difícil -dijo ella.

Se apoyó sobre el codo, con los ojos muy abiertos.

– No. Sólo se trata de cogerlo.

– Exactamente.

Ella se me agarró del brazo.

– Vamos.

– La gente lo hace a todas horas.

Su voz era un susurro acuciante.

– Y acaba en la cárcel.

– Creo que sólo tienes que esconderlo. En un banco suizo, por ejemplo. Eso te permite devolverlo si te hace falta.

– Lo averiguaré -dije.

Cerré los ojos y me tumbé en la cama, respirando por la nariz. Las marcas de la espalda empezaban a escocer.

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