Finn-Erik no llamó. Ni el martes ni el miércoles por la mañana. Even sacó el traje de su boda del armario, el único traje negro que tenía, y lo cepilló con el cepillo de lavar los platos. Lo planchó y luego sacó una camiseta blanca limpia y una camisa a cuadros que en el armario casi se había vuelto blanca, se colocó delante del espejo y le preguntó a Mai si estaba aceptable.
Echó un último vistazo de reojo al papel que había sobre la mesa antes de salir y girar la llave. Se quedó un instante con la mano apoyada en el pomo de la puerta, mirando hacia la calle. Era un barrio tranquilo, con poco tráfico y vecinos que no se metían en la vida de nadie. Se saludaba con un par de vecinos. En cambio, Mai, cuando vivía allí, solía tomar el café con la señora tal y con la viuda cual. Le habían contado que vivía un pastelero en la casa de la derecha, que cada mañana se iba a la calle de Bogstad, donde se encontraba la pastelería en la que trabajaba. En la casa de la izquierda vivía un fontanero prejubilado con artritis. Su mujer había trabajado de peluquera en algún salón de la plaza de Young, hasta que le empezaron a salir sarpullidos en los brazos.
Even echó una mirada a las casas adosadas, no sabía si los vecinos seguían viviendo allí. No había sabido nada de nadie durante los últimos cinco años. Y seis meses. Y… veintidós días. Miró sus zapatos. ¿Dónde sería finalmente el funeral…? Giró la llave y entró a por la esquela que había arrancado del periódico: «El funeral se celebrará en la capilla del cementerio del Norte. Miércoles, 28 de marzo de 2005. A las dos de la tarde. Las exequias finalizarán en la capilla.»
Cuando Even volvió a salir a la calle, empezó a caer aguanieve. Gruñó, irritado, volvió a entrar a por el paraguas y perdió el autobús.
La capilla estaba llena a rebosar de gente. El órgano interpretaba suavemente una melodía en tono menor desde lo más profundo del mar de asistentes al funeral. Even murmuró un «disculpe» y se abrió paso entre los colegas de Mai, compañeros de profesión, amigos, familiares, clientes, vecinos, curiosos, ¿qué sabía él? Se adentró hasta divisar el féretro, y las coronas, y los miles de flores. Se detuvo. El ataúd era de lo más común, blanco, con asas doradas y un borde amarillo en la tapa. Le resultaba imposible imaginarse a Mai allí. Allí no. Mai no. ¡Ella no, maldita sea!
Quería dar media vuelta y volver por donde había venido, pero en ese mismo instante Finn-Erik se dio la vuelta y lo vio. Estaba sentado en el primer banco, junto a los niños y un señor mayor. El señor mayor había bajado la cabeza, dejando apenas visible su pelo cano. Finn-Erik le hizo una señal con la mano. Even sacudió la cabeza, pero Finn-Erik insistió y Even avanzó por el pasillo central, dejando tiempo a la gente para que se apartase, y estrechó la mano que Finn-Erik le ofrecía.
– Mis condolencias -dijo, evitando mirar a los niños.
El señor mayor levantó la cabeza.
– Even -dijo.
– Suegro -dijo Even, sintiéndose un imbécil. Miró a Finn-Erik excusándose con la mirada. No había acudido allí para montar el numerito. Finn-Erik le indicó con la mano que había sitio para él en el banco y Even se sentó.
La ceremonia fue preciosa, pensó Even más tarde. Preciosa. Una palabra que no solía utilizar nunca. Ahora, por fin, la palabra había encontrado dónde aplicarse. Un precioso funeral. Cantaron un salmo, el número 667 (factores de números primos 23 y 29). El pastor habló. Una prima, cuyo nombre Even ya no recordaba, leyó un poema. Odin Hjelm, de la editorial, dijo unas palabras. Una antigua amiga de los tiempos de Ten Sing cantó. Lo hizo muy bien. Kitty. Even la recordaba.
Todavía tenía el pelo rojo. Seguía llevando pendientes de perlas en las orejas. Todavía tenía una voz condenadamente buena. Relajada. Siempre había sido ella quien se había puesto delante de las cámaras y los periodistas cuando el coro tenía un concierto. Todavía tenía aquellos pechos increíblemente bonitos detrás de la blusa oscura y que tanto la favorecía.
Después, Even había ocupado un puesto en la puerta de la capilla, junto a Finn-Erik y los niños, junto al padre de Mai-Brit, dio la mano a la gente, recibió miradas lacrimosas y, muchas otras, disgustadas. Muchos que lo recordaban demasiado bien, pensó, mientras recibía el pésame de la gente y notaba cómo crecía la mala conciencia en su interior hasta convertirse en jaqueca. De haber llevado la petaca habría echado un trago.
Finalmente, la capilla empezó a vaciarse y al final sólo quedaron él, Finn-Erik y el pastor en la puerta. El padre de Mai y los niños iban hacia el coche. El pastor estrechó las manos de Finn-Erik y Even y se fue. Ellos se quedaron. Finn-Erik empezó a moverse intranquilo, quería marcharse.
– De verdad que lo siento -dijo Even-. Estaba borracho.
– No hablemos más de ello -resopló Finn-Erik.
– ¿Qué te dijeron en París?
– ¿Qué quieres decir? -dijo Finn-Erik, mirando a Even extrañado.
– ¿Qué dijo la policía? ¿Qué creían que había pasado?
– Dijeron que… -Finn-Erik vaciló un momento y miró hacia el aparcamiento donde los niños estaban metiéndose en el Datsun-. Dijeron que Mai había escrito la carta de despedida en la habitación del hotel. Que había dejado la llave en recepción antes de irse. -Elevó el tono de voz-. Dijeron que había llegado al café a pie, que se había pegado un tiro con una pistola delante de veinte testigos. -Finn-Erik miró fijamente a Even-. ¿Qué diablos crees que dijeron?
– Hay algo que no concuerda -dijo Even, a punto de apoyar la mano en el hombro de Finn-Erik, aunque desistió en el último momento-. Mai quería mucho a los niños, estaba bien contigo, mejor de lo que nunca estuvo conmigo. ¿Qué podría, de pronto, llevarla a abandonarlo todo? Incluso había conseguido un trabajo que le encantaba, hecho a su medida.
– Es cierto -dijo Finn-Erik intentando sonreír-. Estaba hecho a su medida. La editorial Phönix prácticamente creó un departamento a su medida cuando la contrataron. Le dieron todo lo que les pidió, porque de no ser así, jamás habría aceptado el trabajo.
– Oh -dijo Even-. No lo sabía. -En realidad, había oído rumores, pero dejó que Finn-Erik creyera que sabía más que él.
– Pues sí. Estuvo encerrada en casa dos días enteros, haciendo la descripción de su puesto de trabajo, poniendo por escrito sus exigencias a la editorial. El público objetivo, temáticas, colecciones, horarios, cursos, contacto con los colegas.
– Oh -repitió Even.
Finn-Erik se calló.
– Había demasiadas cosas buenas en su vida -dijo Even-. Quiero decir, demasiadas cosas buenas para que la carta me convenza. ¿Quién diablos iba a apoderarse de ella y sus sentimientos, y llevar tanto caos a su vida, como para que no quisiera seguir viviendo? ¡Y encima, Mai! ¡Por Dios! Si era la persona más sensata y sólida que puedas… -Even cerró la boca, sabía que tenía que ir con cuidado. Al fin y al cabo, cinco años era mucho tiempo. La gente puede cambiar. Cambió rápidamente el enfoque-. Firma como Mai. ¿Tú alguna vez la oíste llamarse así a sí misma? ¿Alguna vez la llamaste tú por ese nombre? ¿O los niños? Tú mismo te diste cuenta y me enviaste…
Había aparecido un destello de dureza en los ojos de Finn-Erik.
– No me escribió a mí -se apresuró a decir Even-. Os escribió a vosotros. Pero quería que yo viera la carta. Por eso firmó como Mai. Soy la única persona que alguna vez la llamó así. Y por eso escribió una frase estúpida dirigida a mí.
¿Por qué demonios, si no, iba a escribir «sustraendo»? ¿No te das cuenta de que se trata de una maldita broma? No se puede utilizar la palabra de esa forma. Y la verdad es que nadie se dedica a hacer bromas cuando escribe una… una carta como ésa.
Even soltó el brazo de Finn-Erik que había agarrado sin darse cuenta y se disculpó.
Finn-Erik paseó la vista por el cementerio. Los dos se habían quedado en silencio. Alguien tocó el claxon desde la calle. Los niños agitaban los brazos, saludando. El suegro había puesto en marcha el motor para calentar el coche.
– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Finn-Erik.
– No lo sé. Descubrir a quién conocía ella en París, quién puede ser ese ladrón de corazones.
– ¿Te vas a París? -Finn-Erik levantó la vista sorprendido.
– He pedido un permiso. De medio año. Es decir… -Even sonrió-. Todavía no han respondido a mi solicitud, pero supongo que no se atreverán a negármelo. Si lo hacen, me iré.
Finn-Erik se le quedó mirando a la cara un buen rato. Even volvió la mirada hacia la capilla; pensó en que, sin duda, a Mai le habría interesado el viejo edificio.
– Realmente la amabas -dijo entonces Finn-Erik quedamente.
Even alzó los brazos en un gesto de abatimiento.
– Te daré un poder-dijo Finn-Erik-. No creo que la policía quiera hablar contigo sin él. También puedo llamarles, para avisarles de que vas a ir. ¿Cuándo te vas?
– Mañana -dijo Even.