Capítulo 57

Segundo secreto

Dios lo es todo (o La cuadratura del círculo)


Trinity College, Cambridge, Inglaterra.

Octubre de 1666


El joven estudiante estaba inclinado, concentrado sobre un libro de notas. Era de noche y una llama arrojaba su inquieto fulgor sobre la página donde escribía una hilera de letras, una detrás de otra. Se trataba de repeticiones de las mismas cinco consonantes y cuatro vocales, aunque siempre en nuevas combinaciones.

«Hay un problema con la W, Wickins», suspiró. «No consigo un anagrama que a la vez suene bien y diga algo del propietario, si tengo que incluir la W.» Al no recibir respuesta, echó una mirada por encima del hombro en dirección a su compañero de estudios. Wickins estaba sentado en una silla con un libro grueso contra su pecho, tenía la boca abierta y los ojos cerrados.

El estudiante miró su nombre, ISAAC NEWTON, y volvió a suspirar. Había varias propuestas escritas para un nombre en clave en forma de anagrama en la hoja de papel, pero ninguna con la que se sintiera completamente satisfecho. «Tal vez en latín», murmuró, y escribió ISAAC NEUUTONUS.

Se hizo el silencio en la estancia; sólo se oía la respiración regular del compañero de habitación y el susurro de la pluma al correr por el papel. Los suspiros de Newton siguieron produciéndose a intervalos regulares, mientras volvía a inclinarse sobre el escritorio en un intento de gobernar su genio desafiante. De pronto, sus hombros endebles se tensaron, la pluma se movió más rauda, escribiendo, tachando y volviendo a escribir, e Isaac Newton murmuró: «…Uno, dos U, y una V, dos N, la I es una J y… una S de más, hum…». Finalmente se echó hacia atrás y sonrió, satisfecho. JEOVA SANCTUS UNUS, ponía en el papel.

«Un Dios santo», dijo al aire. «Éste es un nombre en clave del que puedo estar contento.»


Trinity College, Cambridge, Inglaterra

Febrero de 1675


«…Y tengo que recordar a estos señores que hace respectivamente cinco y seis años que se licenciaron y firmaron que aceptaban los treinta y nueve artículos de la fe de la Iglesia anglicana.» El interventor Worthmann miró con gravedad a los dos visitantes, y se preparó con una mueca de cansancio para darles una reprimenda más. Newton se echó ligeramente a un lado, y dejó que el planeta Marte se deslizase en el aire como una bola dorada por delante de la frente del interventor como símbolo del humor guerrero del funcionario. El gran Mundus ptolemai de latón reluciente que abultaba sobre el escritorio del interventor, con sus cinco órbitas planetarias describiendo unos círculos perfectos alrededor de la Tierra y el sol siguiendo su propia órbita, más pronunciada, como un sirviente del planeta terráqueo, era una muestra deshonrosa y de mal gusto de la manera en que la ciencia en los tiempos de Ptolomeo se había dejado someter a determinada visión del ser humano. Sin embargo, hacía juego con la mesa del interventor, ese ignorante afectado que en una ocasión se había declarado favorable al Anticristo aconsejando que se estableciera un viaje a Roma, esa ciudad del pecado, como parte de la educación de cualquier intelectual cristiano. Un espasmo de dolor recorrió el rostro del interventor, que se encogió con un débil jadeo sobre el escritorio antes de incorporarse y secarse la frente con un pañuelo. Miró a los profesores a los que había hecho llamar y se dispuso a seguir hablando.

Sin embargo, el profesor Aston se le adelantó. «¿Tiene problemas con el estómago, estimado interventor?», preguntó en un tono amable y con verdadero interés.

El interventor asintió levemente y se encogió de hombros. Los dos visitantes oyeron un leve gruñido proveniente de sus órganos internos justo antes de que se extendiera un hedor a huevo podrido por toda la estancia. De pronto, el hombre empalideció, se levantó de golpe con una expresión consternada en la jeta rechoncha y salió corriendo de la estancia con una mano muy cerca de una de las nalgas.

«Creo que el espíritu de la naturaleza le ha asaltado, que le ha impulsado una fuerza interna», dijo Aston con una sonrisa. Newton se abstuvo de comentar los aforismos de mal gusto del amigo para evitar animarle a seguir.

Cuando el interventor Worthmann estuvo de vuelta y volvía a tomar asiento, Aston carraspeó. «El marido de mi hermana es ayudante del médico del rey y ha descubierto, aplicando la máxima discreción, una receta para el estómago suelto, vaya, contra la diarrea explosiva, como la llama él. La receta es del gusto del médico, y también, sobre todo, de Su Alteza Real, el rey.»

El interventor miró sorprendido al profesor con un destello de esperanza en la mirada desfallecida.

«Verá, se coge un huevo y se hierve hasta que se vuelve duro, es decir, unos ocho a diez minutos. Luego se retira la cáscara y se deja que el extremo más puntiagudo señale hacia el fundamento.»

La frente del interventor se arrugó. «¿El fundamento?»

«Sí, en dirección al recto, pero si el interventor prefiere una expresión más popular podemos decir el ojete. Bueno, a lo que íbamos. Se introduce el huevo en el ano, o en el recto, o como usted quiera llamarlo, señor Worthmann, sobre gustos no hay nada escrito, y una vez allí, se deja enfriar. Una vez se haya enfriado se coge otro huevo y se repite la acción. Y así hasta que el estómago vuelva a estar en calma.» Aston se reclinó en la silla con una sonrisa en los labios. «Como ya he dicho, al rey la receta le parece magnífica.» Hizo una breve pausa. «Y en cuanto a la ordenación que ha mencionado el interventor, tengo que decir que no me resulta interesante vestir sotana, ni cualquier otro vestido largo, pero no tengo ningún inconveniente en acudir para cocerle huevos al interventor, si así lo desea.»

El interventor miró a Aston antes de posar la mirada sobre Newton.

«Como bien sabe el interventor Worthmann», dijo Newton con tranquilidad, «soy un hombre cristiano, tan cristiano como el que más. Además, soy el elegido de Dios para ser el científico que revele el secreto de la vida y mostrarle al hombre la conexión y la lógica del mundo.»


(La última frase estaba subrayada con lápiz y en el margen ponía, con la letra de Mai: «Demasiado pomposo, hay que rebajar el tono, a pesar de que Newton realmente creía eso de sí mismo». Even estaba de acuerdo.)


»No hay razón alguna para que me deje ordenar. Soy el profesor Lucasiano y debo trabajar por metas más altas, con las verdades de las matemáticas y las leyes de la física, que son la revelación de la grandeza de Dios, en mayor grado que cualquier sacerdocio pueda llegar a serlo jamás.» Newton bajó la voz y miró fijamente al interventor, que volvía a tener a Marte en medio de la frente. «Permítame, por tanto, dejar bien claro, y de una vez por todas, que si por parte de la universidad se sigue insistiendo en mi ordenación como sacerdote, me veré obligado a dimitir como profesor.»

El interventor Worthmann levantó sorprendido la cabeza y se movió ligeramente a un lado para poder ver el rostro de Newton libre de planetas. «¿Lo dice en serio, señor profesor?», preguntó, incrédulo.

«Sí», contestó Newton, levantándose dispuesto a abandonar la sala.

«…Convertir el agua en vino es, sin duda, un truco, algo que el señor Jesucristo tuvo que practicar un buen rato hasta conseguirlo.» Ashton eructó antes de señalar a Newton con la botella de vino. «Vi a un tipo en Tippendale que era capaz de hacerlo. Había montado su chiringuito en la plaza del mercado y hacía que la gente le pagara 10 peniques por un vaso de agua que él luego agitaba una y otra vez. Bailaba y daba saltos con el vaso hasta que finalmente lo devolvía y dejaba que la gente probara su contenido. Y te digo que todos me juraron y perjuraron que se había convertido en vino. Nadie se dio cuenta de que cambió los vasos mientras daba vueltas con la capa al viento, bueno, nadie más que yo. Y eso de que Jesús curaba a los enfermos, estoy convencido de que era comedia, algo pactado de antemano, unos amigos que fingieron ser ciegos y cosas así.» Ashton frunció el ceño y miró sorprendido la botella de vino en la que apenas quedaba líquido para dar un trago. «Lo del nacimiento virginal es realmente… es lo que podríamos llamar un piafraus, un engaño piadoso. Un truco de formato. Es difícil, por no decir imposible, desenmascararlo. ¿Crees que alguien cosió el himen de la Virgen María después de que ella y algún hombre hubieran…?» Francis Ashton bebió hasta dejar la botella vacía y se le escapó el hipo. «Sólo la resurrección resulta más ilógica y disparatada. Todavía no le he descubierto el truco, pero estoy trabajando en ello.» Volvió a soltar un hipo y bizqueó ligeramente al mirar hacia el amigo. «No entiendo cómo se puede construir una religión sobre la base de este tipo de absurdos.»

Un solitario candelabro de pie intentaba sin suerte iluminar la estancia.

«No estoy de acuerdo contigo en que todo esto sea ilógico», dijo Newton con gravedad. «Dios es omnipotente y es capaz de transferir su fuerza a quien él quiera, sobre todo cuando se trata del hijo de Dios. Pero si realmente quieres poner el dedo en la llaga y descubrir algo ilógico, deberías fijarte en el dogma de la Santísima Trinidad, que realmente es una mentira y un invento engañoso. Lo idearon durante el concilio de Nicea en el año 325 y la afirmación de "tres serán uno, y uno será tres" es para cualquiera con un poco de conocimiento de la lógica matemática algo imposible, algo en lo que no se puede basar una religión. El dogma de la Santísima Trinidad es simple y llanamente una blasfemia. Y afirmar que Dios y Jesucristo son un mismo ser es lo mismo que afirmar algo que no está escrito en la Biblia. Jesucristo es el hijo de Dios y fue creado por Dios como la primera criatura en la Tierra, lo que es bastante distinto.»

Newton se había calentado hablando y sus oscuros ojos brillaban antes de proseguir:

«Dios creó el Universo como una magnífico enigma en el que se nos ha permitido vivir a nosotros, los hombres, y es nuestro deber, naturalmente, descubrir el enigma de la vida.» La estufa se había apagado y la estancia estaba fría. Newton se levantó y empezó a pasearse arriba y abajo para mantenerse en calor mientras seguía hablando. «La gran sabiduría total, prisca sapientia, nos fue revelada una vez a los seres humanos, con la primera religión, cuando ésta fue fundada. Sin embargo, las naciones corrompieron la primera religión, la que se encontraba en la tierra de Moisés y de Ezequiel. Y para volver a ella debemos buscar la sabiduría de las civilizaciones más antiguas, las que dieron a luz a los hombres más sabios que jamás hayan vivido sobre la faz de la Tierra.» Newton se detuvo frente a la luz y su sombra cubrió al compañero. «La perfección de la creación de Dios reside en que todo fue hecho con la mayor sencillez. Yo he sido elegido por Dios para mostrarle al resto de la humanidad cuál es la coherencia de la creación, su lógica, y durante los últimos años he estudiado las Santas Escrituras, sobre todo la revelación de Juan, y he llegado a la conclusión de que no hay duda que…» Había dado un paso a un lado y de pronto pudo ver el cuerpo fláccido del profesor Francis Ashton. De su boca abierta salía un débil ronquido.

«…y he descubierto que sin duda ha llegado el momento de acostarse», murmuró Newton, irritado, y abandonó la habitación.


(Una paradoja, pensó Even, que Newton, que se oponía al dogma de la Santísima Trinidad, viviera en el Trinity College durante todo el período que permaneció en Cambridge.

Mai había escrito una nota para sí misma en la parte inferior de la página.)

«¿Debería seguir una escena con Newton estudiando la Biblia, haciendo cálculos sobre el momento en que surgió la vida y cuándo tendría lugar la resurrección de Jesucristo (al principio era a finales del siglo XVII, más tarde sería en 1948)? La escena también podría describir sus imponentes (¿y tal vez también algo extravagantes?) cálculos sobre las dimensiones y el aspecto del templo de Salomón, y cómo combinaba las dimensiones del templo con las revelaciones de los profetas de la Biblia, sobre todo las de Daniel, para luego trasladarlas y convertirlas en una cronología ajustada de las civilizaciones del pasado e, incluso, a acontecimientos futuros.

»El problema estriba en que me cuesta entender estos cálculos. No tanto lo ilógicos que resultaban vistos desde un punto de vista moderno, sino simple y llanamente el malabarismo con los números. Newton era un maestro de las matemáticas, ¡y yo no lo soy, definitivamente! Veo que algunos de los autores que han escrito sobre Newton opinan que estos cálculos, extensos y casi diríase que disparatados, fueron importantes para el desarrollo de su teoría de la gravedad, pero mi conocimiento de este campo es demasiado deficiente para poder valorarlo. Tendré que hablar con Hjelm del problema. ¿Debería proponerle que utilicemos a Even como asesor?»

(Even gruñó. O sea que había pensado en él, Even Vik, mientras trabajaba en el libro. Fue a por otra cerveza antes de volver a concentrarse en la siguiente escena.)


Londres, 17 de noviembre de 1675


La niebla desapacible subió en remolinos desde el Támesis y se posó sobre el barrio, envolviendo en una capa de algodón el sonido de los cascos de los caballos y de las ruedas que traqueteaban sobre el pavimento. El cochero temblaba y se ajustó la capa para que quedara totalmente cerrada. Entrecerró los ojos y miró en dirección a los erguidos palacetes señoriales que se mantenían orgullosos un poco alejados de la calle y de la escoria que por ella transitaba. La oscuridad nocturna y la niebla hacían que los edificios se volvieran misteriosos y sombríos, como si guardaran secretos ocultos en su interior de los que nadie que los descubriera podría huir con vida. El cochero se estremeció al pensarlo y tiró de las riendas al descubrir entre los árboles dos lámparas de aceite que iluminaban unas escaleras.

«Ya hemos llegado, mister», gritó por encima del hombro antes de lanzar un escupitajo marrón de tabaco entre los traseros de los caballos. Isaac Newton gruñó como respuesta, bajó del coche y ofreció unas monedas al cochero antes de volverse hacia la casa. El cochero blandió el látigo y pronto la farola colgante del coche desapareció en el crepúsculo como si fuera una estrella fugaz que desaparecía en el firmamento.

Newton respiró hondo y subió los cuatro escalones hasta la puerta flanqueada por dos robustas columnas. Se inclinó y leyó. IAKIN, ponía en el pie de una de ellas, BOAS en la otra. Un sirviente abrió la puerta antes de que su mano llegara a la aldaba y le dio la bienvenida con una inclinación profunda. Detrás de él apareció un caballero alto y desgarbado, que sonrió animadamente al ver al recién llegado.

«Mr. Sanctus Unus, bienvenido a nuestra logia. Qué bueno volverle a ver. Hace tiempo que esperaba esta noche. ¿Todo bien?»

«Mr. F», dijo Newton e hizo una leve inclinación. Le dejó el sombrero y la capa al sirviente y siguió al hombre alto por una escalera hasta llegar a una biblioteca, donde se le ofreció una silla.

«Es hora de que nos sentemos a hablar mientras tomamos una cerveza», dijo Mr. F e hizo un gesto con la cabeza hacia el sirviente que les había seguido y se había detenido en el umbral de la puerta. «Me han contado que el rey le ha concedido que pueda usted librarse de la ordenación.» Mr. F apoyó los codos en los posabrazos, entrelazó los dedos y apoyó la barbilla en los pulgares.

«Sí», dijo Newton. «Fue un alivio y todo fue como la seda, sin ninguna complicación. Entregué mi solicitud el mes de marzo, y ya en abril recibí la respuesta. El rey dispuso asimismo que los posteriores profesores lucasianos también serían dispensados de la ordenación si así lo deseaban.»

«Sí, eso tengo entendido», dijo Mr. F y sonrió débilmente. «Eso fue lo que ordenó el honorable gran maestro de nuestra orden.»

Newton alzó la mirada, sorprendido. «¿Ordenó?»

«Debe saber que tenemos un gran poder, estimado Sanctus Unus.» Mr. F se calló cuando entró el sirviente con dos vasos de cerveza espumosa sobre una bandeja de plata. Mr. F saludó a Newton levantando el vaso y éste bebió un pequeño sorbo. No le gustaba el sabor de la cerveza; pero aún menos le gustaba la sensación de perder el control del cerebro y de sus pensamientos. Y aquella noche era, sin lugar a dudas, uno de aquellos momentos en que quería, por encima de todo, mantener la mente serena.

Mr. F dejó el vaso sobre una mesita que había entre ellos y prosiguió: «Como ya sabrá, el llamado Invisible College es un grupo de hombres que pretende conservar las ciencias esotéricas. Ambos hemos participado en muchas discusiones en esta "universidad invisible" y sabemos que el grupo sitúa a Dios el Todopoderoso y la aspiración por encontrar la prisca sapientia, el conocimiento en general, en lo más alto, por encima de todo lo demás. Incluso por encima de nuestras propias vidas y ambiciones. Del Invisible College surgió hace ahora trece años la Royal Society como punto de reunión visible y oficial de la ciencia y el conocimiento empíricos. Nuestro distinguido e ilustrísimo regente por la gracia de Dios ha seguido la evolución de la sociedad con gran atención y escucha nuestros consejos con respeto e interés.»

Mr. F sonrió antes de seguir. «Por razones obvias, Su Majestad no tiene conocimiento de la parte invisible de la sociedad. Nuestra búsqueda de la Verdad y nuestra aspiración de alcanzar "la cuadratura del círculo", de extraer la naturaleza del oro en sí. Anhelar la transformación del hombre en la piedra filosofal viva es una idea temida y, por lo tanto, los hombres poderosos no la desean. El rey ha prohibido las ciencias esotéricas y los experimentos alquímicos, y por eso debemos movernos entre las sombras de la noche con nuestros pensamientos y obras.»

Mr. F se quedó en silencio un rato, como meditando sobre sus propias palabras, hasta que se inclinó hacia delante y lanzó una mirada aguda a Newton. «El problema reside, sin embargo, en que dentro del círculo de la "universidad invisible" hay personas que no están tan dispuestas a mantener en secreto nuestros conocimientos como deberían. Usted mismo, Mr. Unus, ha comentado en una carta la frustración que le produce Mr. Boyle y su tendencia a la indiscreción, y hay más miembros que no han entendido el significado más profundo de las palabras sub rosa.»

Mr. F se puso en pie, se acercó a una mesita que había al lado de la ventana y cogió algo. Newton volvió a dar un sorbito a la cerveza; estaba nervioso hasta un punto que no estaba acostumbrado, como si estuviera a las puertas de un mundo en el que tendría que ceder las riendas de su vida a otros, poner su vida en manos de los demás.

El anfitrión volvió y se sentó en la silla. Una prenda de color marrón descansaba en su regazo. «Con todo sigilo se ha ido formando un núcleo de hermanos que desean la invisibilidad total. Hace pocos años creamos la Fraternitas Invisibilis, la orden de la fraternidad invisible. Se trata de una orden en la que no solicitas el ingreso, pues nadie fuera del círculo la conoce, sino que es la orden la que te invita a ingresar, y de la que, dicho sea de paso, es un gran honor recibir una invitación. Varios de los que ocupamos puestos importantes en la hermandad invisible ya tenemos experiencia en otras sociedades esotéricas y hemos estrechado lazos con otras órdenes en el extranjero.»

Mr. F alzó la prenda para que quedara extendida y resultó ser una casulla con una gran capucha marrón. Una cuerda cayó al suelo y Mr. F explicó que servía para atarla alrededor de la cintura. «Todos los miembros de nuestra orden llevan casullas como ésta durante las reuniones; nos garantiza el anonimato total, incluso dentro de la orden. Yo, al ser vuestro superior más inmediato, soy el único que conoce vuestra verdadera identidad. Y el único cuya identidad conocéis. Ni siquiera el gran maestro, al que pronto conoceréis, desea conocer vuestra identidad. Hablará con usted, interrogará, pero la capucha de la casulla le garantizará que sigáis siendo invisible para él, y su capucha hará que él sea invisible para usted.»

Newton tosió antes de preguntar: «¿Quién conoce la identidad del gran maestro?»

«La conocemos los que estamos en el primer grado, justo por debajo del gran maestro. No estoy autorizado a contar cuántos somos. Pero lo que sí puedo decirle es que cada vez tenemos más poder, porque nuestros miembros son leales a nuestra causa y ocupan puestos y cargos en los círculos más elevados de la sociedad.» Los ojos de Mr. F brillaron al añadir: «Créame, usted está a punto de ingresar en una hermandad que moldeará el futuro de Inglaterra».

Llamaron a la puerta, dos golpes, y al rato, dos golpes más.

Mr. F asintió y ofreció la casulla a Newton. «Tiene que ponerse esto, haga el favor. Volveré en un momento.» Salió por la puerta y Newton se quedó petrificado, con el traje marrón en la mano. Aunque titubeante, acabó pasándosela por encima de la cabeza y la dejó caer. La casulla se acomodó a su cuerpo como una sotana y Newton agarró la cuerda y la ciñó alrededor de su cintura. La capucha colgaba tapándole la cara de tal manera que le parecía mirar a través de un túnel. Irritado, se retiró la capucha y se fue hacia la ventana. En la calle una carroza se alejaba de la casa perdiéndose entre la niebla.

La hermandad invisible. En cierto modo, le agradaba la idea de ser invisible. Poder sentarse tranquilamente y escuchar, expresarse libremente sin estar presente. Sin embargo, lo de no saber con quién compartía sus conocimientos… Bueno, siempre cabía la posibilidad de abandonar la hermandad si se convertía en una cortapisa para él.

La puerta se abrió a sus espaldas y una figura cubierta con una casulla y con una antorcha en la mano entró. «Súbase la capucha y sígame», dijo la voz de Mr. F, que le indicó el camino con un bastón dorado.

Avanzaron por un pasillo y bajaron por unas escaleras, aunque no las mismas que Newton había subido al llegar; luego tomaron otro pasillo y bajaron por otras escaleras. La iluminación débil propiciaba la pérdida del sentido de la orientación y de las distancias. Newton contó para sus adentros cada paso, cada escalón y cada revuelo que tomaron. No sabía por qué se tomaba tantas molestias, pero al menos le procuraba cierta sensación de control. Mr. F se detuvo finalmente delante de una ancha puerta de madera de roble y, como quien no quiere la cosa alzó la antorcha e iluminó una rosa tallada en el dintel de la puerta. Newton asintió en la profundidad de la capucha. Sub rosa. Todo lo que se decía «bajo la rosa» estaba sometido a la ley del silencio y consagrado a la confidencialidad. Mr. F alzó el bastón, que era una especie de cetro. En el extremo superior había una talla de una cabeza de pelícano muy expresiva y una rosa. Los ojos del pelícano brillaban a la luz de la antorcha como pequeños zafiros estrellados y el centro de la rosa estaba formado por un gran rubí. Mr. F llamó a la puerta sirviéndose del cetro antes de abrirla con un gesto ceremonioso.

Justo al entrar había dos antorchas que iluminaban una alfombra descolorida de color azul. La alfombra atravesaba una amplia estancia, flanqueada a medio camino por hileras de sillas de respaldo alto, doce a cada lado, hasta que finalmente se llegaba al sillón presidencial, elevado por un peldaño del suelo. En el sillón se sentaba una persona vestida con el mismo tipo de casulla que Newton y Mr. F, a excepción de la cuerda que llevaba ceñida alrededor de la cintura, que era plateada. Detrás del asiento del gran maestro ardían dos antorchas y sobre un altar cerca del sillón presidencial había un libro grueso iluminado por dos candelabros. El resto de la estancia estaba sumido en una oscuridad densa, que se volvía más impenetrable cuanto más lejos se estaba de lo que, a todas luces, conformaba el centro de la sala de la logia: el sillón del gran maestro. Newton no fue capaz de hacerse una idea de las dimensiones de la estancia.

El gran maestro hizo un gesto con la mano invitándole a acercarse. Newton avanzó con cierto temor reverencial y se dejó caer sobre un estrecho banco a los pies del sillón. La puerta se cerró a sus espaldas con un estruendo hueco que sugería que se encontraban en una estancia amplia con las paredes de piedra. Entonces se hizo el silencio. Newton oyó su propia respiración y la sangre que latía en sus sienes. ¿Habría otros presentes en la sala, sentados fuera del alcance de la luz de las antorchas, mirándole desde la oscuridad? Se obligó a no pensar ni temer ni esperar nada; se limitaría a estar presente y alerta.

Así se quedaron sentados un buen rato. Sin decir nada. Newton notó cómo su pulso se calmaba y su respiración se confundía con el silencio.

«El Ser más Elevado es Todo, y el Todo es el Ser más Elevado.» La voz era profunda y agradable. «No existe la división eterna entre la Luz y la Oscuridad, entre el Bien y el Mal. En el Universo hay una sola sustancia, un Alma y un Espíritu.» El gran maestro salmodió las palabras, que se propagaron con un eco débil entre las paredes de la estancia. Newton tuvo la impresión de que estaban solos, que también Mr. F se había marchado, a pesar de que no le había oído irse. El gran maestro guardó silencio, y Newton notó que lo miraba, notó la mirada que recorría su figura, evaluándole como si fuera un alumno sentado en el banco del colegio.

«Usted ha sido invitado a ingresar en nuestra hermandad», dijo el gran maestro. «Si después de esta conversación estoy de acuerdo con la persona que le ha propuesto, será iniciado en la próxima Gran Reunión como miembro de la orden de la hermandad invisible.»

Newton inclinó la cabeza a modo de respuesta.

«¿Acepta jurar fidelidad a la orden?»

Newton asintió.

«¿Acepta jurar silencio y confidencialidad eternos a la hermandad?»

Newton volvió a asentir.

«¿Acepta compartir su sabiduría y sus conocimientos esotéricos con sus hermanos?»

Newton titubeó un instante antes de inclinar la cabeza.

El gran maestro guardó un breve silencio. «Su ingreso en la hermandad será su ingreso en la eternidad. La adhesión es irrevocable y no es posible romper con la hermandad invisible una vez se ha jurado fidelidad.» Newton se puso rígido sobre el pequeño banco.

El gran maestro alzó la voz ligeramente antes de continuar. «La violación de las reglas de la orden será como romper el cordón de la vida.» Guardó silencio un instante y añadió, para asegurarse de que Newton había comprendido la gravedad del asunto: «El quebrantamiento de una regla es como condenarse a uno mismo a la pena de muerte».

Newton miró por el túnel de la capucha, miró hacia el altar y el libro que estaba abierto e iluminado. Se preguntó por un instante de qué libro podía tratarse, y si el gran maestro no estaría dramatizando la situación un poco. Sin embargo, sospechaba que no era así. Entonces inclinó lentamente la cabeza.

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