Capítulo 46

Cambridge

El camarero dejó un capuchino sobre la mesa y Mai-Brit le sonrió agradecida antes de abrir el bolso y sacar las gafas, la pluma y el diario. Resultaba especialmente agradable escribir con aquella pluma; le producía el mismo escalofrío de placer que meter el dedo en la masa de un pastel de chocolate. Sólo la utilizaba para escribir en el diario; hacía que estuviera especialmente ansiosa por anotar el texto del día. Fuera de la cafetería, la gente pasaba a toda prisa con los paraguas abiertos sobre las cabezas, los coches salpicaban agua al pasar, obligando a los peatones a bailar claqué sobre las estrechas aceras para evitar mojarse las piernas. Mai-Brit abrió el libro y leyó.


17 de agosto. Kings's College Library, Cambridge


Estoy sentada estudiando las copias de los manuscritos alquímicos de Newton, parte de su correspondencia y diversas anotaciones (encontré, entre otras cosas, una anotación de varias páginas sobre un idioma universal que Newton tenía planes manifiestos de crear). (¡Una amplitud increíble, la de aquel hombre! ¡Lo abarcaba todo!)

He intentado concentrarme en encontrar las «alusiones» o «insinuaciones» que ese tal Pazcar menciona, pero sin suerte.

Por lo demás, he empezado a escribir el Segundo secreto de Newton. De hecho, soñé una idea para algo que sentí podría ser una buena «primera escena» y la anoté en cuanto estuve lo bastante despierta. Naturalmente, tuve que reescribirla un poco, pero me parece que funcionará.

Algo de lo que escribe Newton me lleva a… no sé… No puedo evitar preguntarme: ¿Newton habría sido un fascista de haber vivido en Europa en la década de los años treinta del siglo pasado? La idea resulta grotesca, pero aun así… El hombre sabía mucho de eso de odiar a aquellos que pensaban distinto a él (los católicos, por ejemplo) y se mostraba implacable con aquellos que lo contrariaban o se oponían a él (entre otros, Robert Hooke). Además, estaba sinceramente convencido de su propia valía inmensurable, de que era una especie de superhombre, a pesar de que no conocía la expresión. No creo que me hubiera caído bien de haberlo conocido. ¿Se parece un poco a Even (risita)? No, me parece que me he pasado.


Mai-Brit leyó la última frase una vez más, le quitó el capuchón a la pluma y se mordió el labio suavemente antes de escribir:


(Ahora estoy sentada en el café Copper Kettle.)

No quise decir lo de Even. Aunque tiene sus más y sus menos, es una persona demasiado buena para merecerse una comparación como ésa. Pero como investigador, solitario y genio tiene ciertos parecidos con Newton. La obstinación, la determinación que los hace insensibles a lo que les rodea (al menos aparentemente) durante ciertos períodos de tiempo, el cerebro que es a la vez imaginativo, intuitivo y lógico. Ojalá mi cerebro fuera así, pero sin tener que sacrificar la empatia, naturalmente.


Sacó el pintalabios y se lo pasó por el labio inferior en un movimiento rápido; luego se pintó el superior en dos trazos, antes de sacar el espejo para revisar el resultado. A veces se sorprendía echando de menos a Even. Últimamente le había ocurrido varias veces. Finn-Erik era un hombre de buen corazón, sólido y fiel, y un hombre al que siempre sabía dónde tenía. Pero… era demasiado predecible. Ya no encerraba ningún secreto para ella, todo en él había quedado al descubierto y le resultaba incluso manido. Eso nunca ocurriría con Even, ni después de cien años de convivencia, lo que, en cierto modo, resultaba excitante; aunque, a su vez, tenía que reconocerlo, era precisamente de lo que había huido. Había huido del pasado que él nunca mencionaba; de sus pesadillas y sus alaridos hirientes, que a veces la habían asustado hasta no poder más; y de las ocurrencias disparatadas, los experimentos infantiles de los que no sabía si reírse o llorar. Al final, todo aquello la había superado.

Aunque tal vez la excentricidad fuera algo que había que aceptar cuando convivías con un científico. Recientemente, Mai-Brit había leído sobre John Haldane, un biólogo que a principios del siglo XX se había interesado por las reacciones del cuerpo al bucear; había leído que al hombre le habían saltado los empastes durante un experimento; partes de la espina dorsal en otro; que los pulmones se le habían colapsado y que los tímpanos le habían estallado. Sin embargo, el hombre había continuado impávido, convencido de que los tímpanos volverían a sanar, y si finalmente acababan perforados, siempre se podía, a pesar de tener un oído debilitado, soltar humo por la oreja, algo que siempre es muy prestigioso en reuniones sociales.

Comparado con Haldane, y con Newton, Even era inofensivo. Mai-Brit se rió sólo de pensarlo. De pronto, recordó una vez que, tras muchos esfuerzos, había conseguido llevárselo a la playa. Even se había quedado echado, tan pálido como un budín de pescado, dejando que un sinfín de pulgas de mar saltaran por todo su cuerpo. Even había intentado encontrar un sistema en sus movimientos, o eso había farfullado, distraído, a su pregunta. Pretendía construir una fórmula que confirmara que todas las pulgas se movían con relación a un punto fijo determinado, como por ejemplo el ombligo o algo así. Intimidada y avergonzada por las miradas de la gente que los rodeaba, Mai-Brit lo había cubierto, a él y a las pulgas, con una manta. A cambio, él la había arrojado al agua con el libro y las gafas de sol.


… we'll have the time of our lives

in our Wonderworld

time of our lives

there's a boy for every girl…


La pluma golpeaba contra sus dientes al ritmo de la música que salía de los altavoces. Música plana de un grupo de chicos ingleses. Algo que oías sin escucharlo. Simplemente estaba allí. Un poco como Finn-Erik, pensó Mai-Brit, arrepintiéndose al instante de haberlo pensado. Así no se debe pensar del padre de tus hijos. Sin embargo, había algo de cierto. Antes, cuando había estado fuera un tiempo, solía hacerle ilusión volver a casa con Even, sabía que él podría haber cambiado los muebles de toda la casa de sitio; o haber intentado preparar un plato de bienvenida exótico, a pesar de que era un cocinero pésimo; o haber olvidado por completo que aquel día era el de su vuelta a casa. Nunca se sabía con él. Sin embargo, con Finn-Erik era como beber agua, se hubieran visto el día anterior o tres semanas atrás. Pero seguramente era bueno para los niños. La regularidad, la seguridad y la certeza. El problema era que Even no quería tener hijos, pensó, mientras contemplaba la lluvia que caía al otro lado del cristal.

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