Todavía medio sumido en un agradable sueño en el que Kitty estaba acurrucada contra su cuerpo (¿o era Mai?), mordiéndole la oreja y susurrándole algo que no entendía, algo sobre el diario que estaba antes que el sobre, Even se estiró y jadeó. Con un ojo medio entornado encontró el reloj sobre la mesilla de noche. De pronto estaba completamente despierto.
– ¡Mierda! ¡Las cuatro y media! La oficina de correos está a punto de cerrar.
Even salió rápidamente de la cama, saltó al salón y llamó a un taxi. Luego fue corriendo al baño, donde se detuvo para constatar que no le dolían ni la cabeza ni el estómago. Se lavó y se vistió sin mirarse al espejo, se preparó un bollo, se palpó el bolsillo para asegurarse de que las llaves del coche seguían ahí y salió corriendo por la puerta.
El taxi llegó en aquel mismo momento. Cuando puso el intermitente para abandonar la acera, Even se acordó de la llave del apartado de correos y gritó «para» con el pan con queso en la boca. El taxista esperó mientras él entraba corriendo y sacaba la llave del pantalón. El tráfico hasta el centro estaba en su momento más álgido. Even maldijo su suerte y tuvo que abrir la ventana para no ahogarse. Perdió el apetito y lanzó el emparedado por la ventana. El taxista lo miró excusándose por el espejo y puso la radio. Even le pidió que la bajara y sacó el móvil. El servicio de información telefónica le dio el número de la oficina de correos de Vika, donde un funcionario le dijo que la oficina cerraría en dos minutos y que no, no podían esperar diez minutos más.
Estaba llegando tarde.
Even jadeó resignado, pagó y salió del coche en mitad del tráfico. Cruzó el centro desanimado y sin rumbo, se detuvo delante de un café y se tomó un capuchino. Pensó en Mai, que siempre que podía se tomaba un capuchino, pensó en dónde estaría ahora; si estaría en el cielo, en el que siempre había creído, o si estaría inmersa en el largo e infinito sueño que Even creía era el único final lógico a la vida. ¿No serían, en realidad, dos lados de una misma moneda, algo de lo que no se sabía absolutamente nada, sobre lo que sólo se podía soñar y fantasear? Como el pez que uno tenía que pescar el próximo verano. A Even siempre le había extrañado que los teólogos y demás sabelotodos fueran capaces de discutir y pelearse airadamente sobre una cosa así, algo sobre lo que nadie, decididamente nadie, podía saber realmente nada. No eran más que suposiciones y cábalas. Afortunadamente, él era matemático.
El centro comercial Oslo City todavía estaba abierto, y aunque no le gustaban ese tipo de superficies, le entraron unas enormes ganas de comprarles algo a Stig y a Line. Cuando una hora más tarde volvió a salir, llevaba toda la colección de películas mudas de Charlie Chaplin bajo el brazo, para Stig. No estaba seguro de que fuera un regalo adecuado para un niño de cuatro años, pero decidió arriesgarse. Un rompecabezas con unos gatitos y una muñeca servirían para Line. Even se quedó pensativo, contemplando el tráfico, los autobuses y los taxis que desfilaban por delante de él, el tranvía que hacía sonar la campana, volvió a entrar y compró un gran autobús para Stig.
Media hora más tarde, un taxi se detuvo en Frogner, a una manzana de la casa de Hjelm. Even pagó y se acercó al escarabajo rojo. Destacaba entre todos los vehículos plateados, pero aun así, esperaba que Hjelm no se hubiera dado cuenta de que había estado allí aparcado todo el tiempo.
De ser así, creería que Kitty tenía un nuevo amante en aquel barrio.
Even se metió en la burbuja, puso en marcha el motor y avanzó por callejuelas estrechas en dirección a Majorstuen. Cuando encontró Slemdalsveien, giró en dirección norte y pasó por Froen, Vinderen y luego, al llegar a Gaustad, tomó la ronda en dirección al este. Miró de reojo hacia la izquierda. El hospital de Gaustad, la clínica de salud mental, como lo llamaban ahora, estaba más arriba, entre los árboles. En los viejos tiempos lo solían llamar asilo Estatal. Una vez, el padre de Even le había rugido a la madre que él se encargaría de que la encerraran en el Asilo si no dejaba de beber todo el día. Ya era suficiente con que hubiera u loco en la familia. Al principio, Even había creído que el padre se refería a él, pero más tarde descubrió que al abuelo materno, un maestro de escuela que se suicidó antes de que naciera Even, lo habían ingresado allí varias veces por depresión. El abuelo también había sido bueno con las matemáticas, o al menos eso le había contado la madre cuando un día le había hablado, de mala gana, de su padre. Even no sabía cuánto consuelo podía encontrar en esa información.
La línea divisoria entre la genialidad y la locura era desagradablemente fina, Even lo sabía. El matemático y premio Nobel John Nash, del que recientemente habían hecho una película, era un buen ejemplo de un genio que, a temporadas, vivía sumergido en el mundo de los dementes; y su hijo había recogido el testigo, tanto en las matemáticas como en la locura. Otro ejemplo era el padre de la teoría de conjuntos, Georg Cantor, que en su día había sido encerrado en un asilo y que había muerto allí. Kurt Gódel, Srinivasa Ramanuja y Alan Turing fueron unos matemáticos geniales que habían intentado, con mayor o menor suerte, quitarse la vida alguna vez, cuando la locura se desmandaba.
– Probablemente, lo más adecuado sería calificarlo de trabajo de riesgo -murmuró Even y puso el intermitente para girar hacia Kringsjá.
Cuando aparcó delante de la casa de Finn-Erik, Even descubrió que habían colgado una bandera a un lado de la puerta principal. Habían atado un globo rojo y otro azul a la barandilla. Finn-Erik abrió la puerta y lo miró sorprendido.
– ¿Cómo sabías que…? -preguntó y miró boquiabierto los regalos.
– ¿Qué sabía? -dijo Even y entró.
Stig salió corriendo al pasillo con una corona de cartón sobre la cabeza. «STIG 5 AÑOS», ponía en letras doradas entre pegatinas de Spiderman y el capitán Diente de Sable.
– ¡Hola, Stig! ¡Felicidades! -Stig miró con los ojos abiertos los cuatro paquetes-. Dos son para Line.
Even disfrutaba viendo los brazos afanosos que arrancaban el papel de regalo a tirones grandes.
– Me preguntaba si podrías imprimirme la lista de teléfonos del móvil de Mai -consiguió susurrarle Even a Finn-Erik en un momento inadvertido.
Finn-Erik graznó:
– Eh, sí, claro. Te la daré antes de que te vayas. ¿Te han dado una paliza o qué?
Even se llevó la mano al ojo.
– Choqué con una puerta.
– Por cierto, recibí la visita del inspector Molvik de la comisaría. Sólo quería informarme de que estaban realizando algunas investigaciones alrededor de la muerte de Mai-Brit.
– ¡¿Vino a verte hoy?!
– Sí, esta misma tarde. Estuvo muy simpático, se sentó a charlar conmigo un buen rato, quería saber cómo estaba la familia. Me preguntó si estaba en contacto contigo. Me parece que se sorprendió al saber que tú y yo nos entendíamos.
Even intentó sonreír y murmuró:
– Sí, claro.
– Quería saber qué habíamos averiguado, y le comenté lo que te había dado Kitty, y que habías estado en Londres. Le dije que debería hablar de ello contigo.
Even reprimió un suspiro.
– Ahora hay tarta -dijo Finn-Erik señalando en dirección al salón de estar.
El padre de Mai, su hermana y su cuñado, junto con sus dos hijos adolescentes enfurruñados, estaban sentados alrededor de una mesita de sofá bien pertrechada. Even saludó y dijo que sólo había pasado para dejar los regalos, que tenía una cita y que no quería molestar. En un tono bonachón, Finn-Erik le obligó a sentarse en una silla y le sirvió una taza de café. Había sitio para uno más, no había problema. La hermana le lanzó una mirada ceñuda y apenas le devolvió el saludo. Stig pidió poder ver una de las películas de Chaplin enseguida.
– Primero la tarta -dijo Finn-Erik.
Antes había que cortar una tarta de varios pisos con cinco velas. Stig las sopló en dos intentos. Todos aplaudieron.
– ¿Has chocado con una puerta? -le preguntó el padre de Mai.
Dos horas más tarde Even cogió el coche hacia Sognsvann y una vez allí aparcó. Lloviznaba y Even se subió el cuello de la chaqueta por encima de las orejas mientras trastabillaba entre los árboles en dirección al agua. Estuvo paseando durante una o dos horas por los senderos alrededor del lago, anduvo hasta que sus piernas adquirieron la dureza de dos puerros cocidos y la neblina nocturna lo volvió todo frío y húmedo. Hasta que sus zapatos acabaron sucios y sus calcetines empapados. Descubrió un banco cerca de la orilla y se sentó; le daba igual que el trasero de los pantalones se le mojara. Una pareja de cisnes le envió unas miradas furibundas y Even pensó en números, como llevaba haciendo desde que abandonó la fiesta de cumpleaños. Números bajos, como el 5 y el 9. Realizó algunos cálculos con ellos, como si las matemáticas fueran símbolos demoniacos y él sólo tuviera cinco años y no hubiera visto antes números como aquéllos. Al final temblaba tanto que los dientes empezaron a castañetearle; se puso en pie y volvió al coche encorvado. Pasó por delante de la escuela superior de deportes sin pensar en Kitty; atravesó la primera y tenue luz del día y al llegar a casa se metió en la cama y se envolvió en el edredón, escondiéndose en él como un niño de cinco años que tiene miedo a la oscuridad. Sintió un sofoco y tuvo que sacar la cabeza; miró el póster de The Clash y se preguntó si a «él» también le acabaría gustando la misma música. De pronto pensó que él, EvenVik, tendría que empezar a cuidarse, a comer sano, no alimentarse sólo a base de pizzas; cuidarse y no ponerse a sí mismo en peligro. Tenía que asumir responsabilidades.
Una duda se coló en su mente. ¿Sería verdad? ¿No podía Mai haberle sido infiel?
No, ella no era así… no había sido así. En su mundo, esas cosas no se hacían. Tendría que llamar a Finn-Erik y preguntárselo. En cuanto se hiciera de día.