Capítulo 9

It was here -dijo el inspector Bonjove, señalando con un dedo con la manicura hecha.

Era un hombre joven, tal vez de unos treinta y cinco años, vestido impecablemente con un traje hecho a medida y una autoridad innata. Habían convenido que hablarían en inglés, pero Even no tardó en arrepentirse, pues el hombre tenía un acento tan marcado que hubiera sido preferible dejarle hablar en francés directamente, evitando los vocablos ingleses. El inspector se detuvo y volvió a señalar con su dedo.

– Se sentó debajo del parasol. La bala se introdujo en la pared, al lado de la ventana. Pidió un capuchino, que se derramó por… -Agitó los brazos, buscando la palabra en inglés hasta que, poniendo mucho énfasis, señaló las bastas losas de cemento con la punta del pie- cuando se desplomó, y arrastró la mesa en la caída.

El café se encontraba en una calle lateral cerca del Sena. Ahora, en primavera, cuando la nieve de las montañas del sureste se había derretido, el nivel del agua era tan alto que se vislumbraban los techos de los alargados barcos turísticos que seguían navegando por sus aguas, incluso en un día desapacible del mes de marzo como aquél. El café se extendía por una pequeña plaza y por la acera para captar a los transeúntes. Ahora mismo sólo estaban ocupadas un par de las mesas de la terraza. Even había metido las manos en los bolsillos de sus chinos, estaba temblando. Mai había llegado por la acera, a pasos largos, como de costumbre, con ese andar tan peculiar que le daba un aire aniñado y encantador; había mirado a su alrededor; había asentido, decidió que ése sería el café: aquí se tomaría su última taza de café. Even se frotó la nuca. ¿Qué la llevó a decidirse por éste, precisamente?

– ¿Murió al instante? -preguntó.

– La bala atravesó la cabeza oblicuamente y salió por la parte posterior.

El inspector posó tres dedos sobre su pelo negro y brillante de gel para mostrarle exactamente por dónde. El cerebelo, pensó Even. La médula espinal. Cortó el sistema nervioso central.

– ¿Le hicieron la autopsia?

El inspector miró a Even.

– ¿Para qué?

– A lo mejor comió o bebió algo que la hizo reaccionar de forma irracional. Pastillas. Drogas.

Bonjove vaciló un instante antes de encogerse de hombros y bajar las comisuras de los labios en una mueca muy francesa, como diciendo: ¿Y qué? Estaba muerta. Se pegó un tiro ella misma. No había duda. Si la causa habían sido las penas de amor o la cocaína, no era asunto de la policía. Ellos consideraban el caso como cerrado. Aunque…

– ¿Llegaron a iniciarla? -preguntó Even, dándole continuación a sus pensamientos.

– Pardon? -El inspector no sabía de qué le estaba hablando Even.

– La investigación. Si usted y sus hombres consideraron alguna vez el caso como algo digno de investigar. Quiero decir, investigar de verdad.

El inspector retiró una silla y se sentó. Un hombre ya mayor con mostacho y barriga colgantes se acercó a ellos resoplando.

– Ah, inspecteur. Ha vuelto. ¿No podía vivir más sin mi calvados?

Bonjove le presentó al propietario del bistró a Even. El mostacho colgante le dio el pésame, a la vez condolido y curioso. «Parece una morsa», pensó Even al recibir una jovial palmada en el hombro. El hombre se fue a por los dos calvados que el inspector le había pedido sin antes consultárselo a Even.

– Hay cientos de suicidios en París cada año -dijo Bonjove, dirigiendo la mirada al tráfico de la calle, el sempiterno torrente de coches, bicicletas y motos, incluso allí, en una estrecha calle secundaria-. Sólo en los arrondissements de la orilla izquierda hubo más de cincuenta el año pasado. Es limitado el tiempo que podemos invertir, aunque…

– En este caso, no se trata de un suicidio al uso -le interrumpió Even-. Ni siquiera para los estándares parisinos.

– Es cierto, tiene razón. Como estaba a punto de decirle, no se trata de un suicidio común. -El inspector Bonjove miró fijamente a Even-. Usted es su ex marido, ¿verdad?

Even asintió con la cabeza.

– ¿Por qué ha venido? ¿Qué está buscando?

El mostacho de morsa llegó con las copas y Bonjove insistió en que Even probara el calvados antes de responder. El fuerte sabor a manzana se posó en su lengua, se deslizó cuello abajo, para luego abrirse camino, ardiente y plácido, hasta el estómago. Even asintió y vio por el resquicio de la puerta corrediza que la Morsa sonreía satisfecho. Se sacó la carta del bolsillo, la desdobló y la dejó sobre la mesa.

– Mai escribió una carta -dijo-. Una carta de despedida a su marido y a los niños. Pero también se dirige a mí. A mí, que desaparecí de su vida hace cinco años y medio.

Bonjove tamborileó sobre la carta con la uña pulida del dedo índice.

– Pero su nombre no…

– No, pero lo sé porque firmó de manera que incluso el marido comprendió que se trataba de un mensaje para mí. Con un nombre por el que sólo yo la llamaba. Además, utilizó una palabra mía, una que yo… -Even levantó la vista hacia el parasol plegado-. Soy profesor en matemáticas. Mai solía decir que sólo tengo números en la cabeza. Ella es… era historiadora, era doctora en… -Even se interrumpió a sí mismo de nuevo y señaló irritado la carta-. Es una palabra que un suicida no utilizaría en su carta de despedida. Por eso sé que me escribía a mí, que quería decirme algo. Por qué, sino, iba a… ¡Maldita sea! Nadie se pone a pensar en términos matemáticos cuando les dice adiós, por última vez, a sus hijos.

Even se echó el resto del calvados a la garganta, tosió y se reclinó hacia atrás, con una mirada encolerizada, dirigida a la ciudad. ¡Maldito París! Parpadeó, irritado.

– ¿Sería tan amable de traducirme la carta entera? Cuando encontramos la carta en la habitación del hotel fue traducida con prisas por una de las recepcionistas que dijo que había vivido en Dinamarca.

– Es noruego -dijo Even-. Noruega no es Dinamarca.

– Lo sé -dijo Bonjove-. Pero hicimos lo que pudimos entonces. Y lo que ella tradujo no nos hizo suponer que la carta pudiera revelarnos nada, más allá de lo que suele escribirse en este tipo de cartas.

Even asintió y tradujo la carta palabra por palabra, esforzándose por buscar las palabras en inglés que mejor se ajustasen a las originales.

– ¿Sustraendo? -preguntó el inspector.

– Un término matemático que representa el número que se sustrae…

– De acuerdo, de acuerdo.-Bonjove agitó la mano en un gesto de rechazo, como si Even le estuviera contando algo embarazosamente íntimo-. ¿Y qué cree que Mai-Brit Fossen quería decirle en la carta?

Even titubeó.

– No lo sé. No lo tengo… -Even se había quedado en blanco.

El inspector hizo un gesto de resignación.

– No, eso es. No pone nada que no suela aparecer en este tipo de cartas. Si realmente tiene razón al decir que la carta también estaba dirigida a usted, quiere decir que también se despedía de usted. Y en ese caso debo preguntarle: ¿cuándo la vio por última vez? ¿Todavía mantenía relaciones con ella después de que ella se casara con el hombre que se hizo cargo del féretro? -El inspector se giró agitando un billete en el aire en dirección a la cocina.

Even se quedó pasmado. Notó cómo la ira empezaba a brotar como un picor en el cuero cabelludo y bufó:

– Mai nunca fue así. Ella jamás…

El inspector le interrumpió:

– Pero usted sí, ¿verdad? Usted estaba tan enamorado como siempre. Ha viajado hasta París para ver el lugar donde se mató. Para buscar una aguja en un pajar, una miserable prueba, por pequeña que sea, de que tal vez ella también pensó en usted al poner el dedo en el gatillo.

El propietario del bistró se acercó y cogió el billete, dejó el cambio en un platillo. Se detuvo en la mesa vecina e inició una limpieza innecesariamente concienzuda de la encimera de la mesa.

Even se había levantado y señalaba al inspector con un dedo.

– Miente -dijo entre dientes-. Hace como si el asunto no le interesara y, sin embargo, dedica una hora de su valioso tiempo a alguien del que piensa que sólo está aquí por culpa de unos sentimientos patéticos y anticuados.

Una joven pareja los miraba con una curiosidad manifiesta mientras cuchicheaban. Even se sentó lentamente, como si el asiento pudiera quemarle.

– Creo que sé lo que le atormenta, inspector. Porque usted, a pesar de lo que dice, ha querido verme, porque sigue pensando en ese suicidio.

Bonjove chasqueó los dedos hacia la Morsa y le pidió que se fuera a otro lado con sus grandes orejas. Este dio un par de golpes limpiadores con el paño de cocina sobre la mesa antes de girarse con un gruñido ofendido.

– Dígame -dijo el inspector y se sacó un paquete de Gauloises del bolsillo. Cogió un cigarrillo y le ofreció el paquete a Even, que sacudió la cabeza, aunque al instante se arrepintió.

– Con una condición. -Even miró el palito de tabaco que de pronto tenía en la mano y lo cogió entre tres dedos, como si fuera a romperlo-. Que me cuente lo que ha descubierto hasta ahora.

– ¿Descubierto hasta ahora? -El inspector levantó los hombros-. Ya le he dicho que éste es un caso no-caso. No estamos investigando ningún crimen, no tenemos nada que investigar. Por tanto, no tengo nada que contarle.

– Pero habrán interrogado a los testigos del suicidio. Y al personal del hotel en el que estuvo hospedada, ¿no es cierto? Entonces podrá contarme lo que sacó en claro de los interrogatorios.

– Ríen. Nothing -dijo el inspector, abriendo los brazos-. Nada. Los testigos de este café no fueron capaces de decir nada con un mínimo de coherencia, ni siquiera fueron capaces de ponerse de acuerdo en la ropa que llevaba la mujer al pasar por su lado. A pesar de que estuvo tendida en el suelo a unos pocos metros de ellos, el disparo y la sangre les resultó tan chocante que incluso los detalles más nimios se confundieron. Un testigo llegó a afirmar que la difunta llevaba un chubasquero, a pesar de que el sol brillaba.

– ¿A qué hora del día pasó?

– Eran las 17:47, cuando el policía que estaba de guardia recibió el aviso y, por lo tanto, debió de ser uno o dos minutos antes. ¿Por qué lo pregunta?

– No lo sé…

– ¿Qué es lo que cree que me preocupa? -preguntó el inspector Bonjove al ver que Even no seguía. Se echó hacia delante y encendió un mechero-. ¿Cuál cree usted que es la razón por la que me molesto en escucharle?

– La pistola -dijo Even y se inclinó hacia delante para que le diera fuego el inspector. Aspiró profundamente y notó unos pinchazos en todo el cuerpo-. O el revólver, o lo que fuera. Me imagino que usted se preguntará por qué una mujer como Mai optaría por pegarse un tiro. Desde un punto de vista estadístico no sería el método que utilizaría una mujer de cuarenta años con estudios universitarios que quisiera suicidarse. ¿Y de dónde sacó el arma? ¿La trajo de Noruega? Es poco probable. Sabe que llegó en avión y, por lo tanto, si confiamos en los controles de los aeropuertos, es poco probable. Ya hacía tiempo que estaba planeando el suicidio. Su marido me contó que llevaba tres días en París. No, sin duda consiguió el arma en Francia, en París, tal vez incluso en este mismo arrondissement. Eso requiere tener contactos en ambientes que podríamos llamar «dudosos». Pero ¿por qué malgastar el tiempo intentando conseguir un arma, cuando podía comprar un cuchillo de cocina en cualquier sitio y cortarse las venas en la ducha? ¿O haberse traído somníferos de casa? -Even se recostó en la silla-. Eso es lo que creo que le atormenta, inspector.

– A lo mejor le gustaban las armas de fuego. A lo mejor pensó que era lo más seguro y rápido. -Bonjove agitó la mano haciendo que el cigarrillo desprendiera aros de humo azulado-. Los suicidas son egoístas en el momento del acto. No piensan en nadie más que en sí mismos. No quieren sentir dolor, no quieren sufrir en el camino hacia el reino de la muerte. Y una vez han tomado la decisión, quieren estar seguros de que realmente van a morir. A poder ser con una sortie algo dramática, algo que dejar a la posteridad.

– Mai no era así, no tenía ninguna necesidad de sentirse el centro de nada… -Even se detuvo con cierta inseguridad. Habían pasado un puñado de años… No, Mai no, ella no podía haber cambiado tanto en un punto tan trascendental, por mucho tiempo que hubiera pasado-. Odiaba las armas, era pacifista hasta la médula. En su juventud aprovechó todas las ocasiones que tuvo para manifestarse contra las guerras y todo lo que tuviera que ver con las armas. En todos los años que estuve con ella jamás sostuvo un arma de fuego en sus manos. Alguien debió de enseñarle cómo cargarla. Porque supongo que no estuvo aquí manoseando un arma sin que nadie interviniera ni dijera nada. ¿O acaso hubo un alma piadosa que la ayudó a quitar el seguro?

El inspector Bonjove hizo caso omiso del sarcasmo, y se quedó un rato sumido en sus pensamientos antes de volver a fijar la mirada en Even.

– A lo mejor no la conocía tan bien como creía.

– ¿A qué se refiere?

– O tal vez sí la conozca bien, pero no quiera admitirlo. -El inspector se llevó la mano al bolsillo y sacó algo que mantuvo oculto-. Antes me preguntó si estaba bajo los efectos de alguna droga. Esto es lo que encontramos entre su equipaje. -Arrojó una bolsita transparente que contenía un polvo blanco sobre la mesa, que finalmente aterrizó al lado de la copa de Even-. ¿Era usted su camello? ¿Es por eso que tiene tanto interés por lo que le ocurrió a Mai-Brit Fossen?

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