Capítulo 12

El hotel se encontraba a los pies de Montmartre, no muy lejos de la sala de fiestas Moulin Rouge. Era un hotel grande para gente de categoría media, para gente dispuesta a pagar por un buen servicio y unas habitaciones limpias, pero no por el lujo y unas vistas al Sena. Un típico hotel para comerciales de artículos de oficina, había pensado Even al registrarse el día anterior. Una elección un tanto sorprendente, teniendo en cuenta que Mai siempre se había hospedado en el tranquilo hotel Bersolys, en Rué de Lille, un hotel relativamente pequeño y elegante que, además, estaba a corta distancia, la suficiente para poder ir a pie, de los tesoros del Louvre, la elegancia gótica de Sainte-Chapelle y el encanto abigarrado del Quartier Latín, que ella nunca se cansaba de visitar.

Even atravesó el vestíbulo, inclinó automáticamente la cabeza en dirección al recepcionista a modo de saludo y pulsó el botón del ascensor. Como de costumbre, se había metido la llave de plástico en el bolsillo al abandonar el hotel.

Antes de la partida, Finn-Erik le había contado que Mai había ocupado la habitación número 612. Un número típico de Mai, había pensado Even: 1 y 2 y 6 y 12, suma transversal, 9. El número contenía franqueza y amplitud, posibilidades. Even tuvo que conformarse con la habitación vecina, la 610. Un número Fibonacci. Un producto de sus antecesores, 233 y 377, de la misma manera que Even era un producto inconfundible de sus antecesores: un saco de mierda y un loco.

Al llegar al hotel había insistido en que le dieran la habitación 612, pero ya estaba ocupada por un matrimonio alemán.

– Lo sentimos mucho, pero se quedarán una semana más -le habían explicado pacientemente en la recepción.

En la planta sexta se encontró con una señora mayor con una bata azul celeste que aspiraba la alfombra.

– Pardon, ¿es usted madame Raffaela Lorenzo?

La mujer sonrió y se señaló las orejas antes de apagar el aspirador. Even lo repitió.

– No -dijo la mujer entre risas, como si Even hubiera dicho algo gracioso-. Raffaela está por ahí. -Señaló en dirección al pasillo donde se hallaba la habitación de Even y volvió a encender el aspirador.

Even se giró y avanzó por el pasillo hacia la habitación 610, miró a su alrededor pero no vio ningún carrito ni ninguna camarera ni oyó ningún ruido de ninguna máquina de limpieza de ninguna de las habitaciones. Sacó la llave de plástico y la metió en la cerradura. 610, el año en que Mohammed tuvo la visión en la que se le revelaba que era el mensajero de Dios. Mai se lo había comentado en una ocasión, recordó Even de pronto. La puerta zumbó y Even entró, cerró la puerta e introdujo la llave de plástico en el interruptor para que se encendiera la luz. Después de colgar la chaqueta en el pequeño vestidor y cuando ya se disponía a abrir la puerta del baño, se quedó paralizado y miró lentamente a su alrededor.

Las cortinas estaban a medio echar, tal como las había dejado por la mañana. El televisor estaba apagado del todo, como solía hacer cuando se hospedaba en un hotel. La carpeta con la información del hotel estaba sobre la mesa, al lado del teléfono. La silla estaba justo delante del escritorio. La cama estaba hecha; la colcha blanca, totalmente ajustada y ceñida, como una mortaja cubriendo un cadáver en un ataúd. Even notó cómo el pulso latía en el cuello de su jersey. Con cuidado, como si quisiera evitar despertar a un durmiente, pasó al lado de la cama y se detuvo al llegar al pequeño banco del equipaje. Se quedó un buen rato mirando la cremallera de la bolsa que estaba un poco abierta, tal como solía dejarla. Algo estaba mal. Se había dado cuenta a simple vista, pero para convencerse posó la mano sobre la bolsa para medir la distancia que había entre las dos guías de la cremallera: había al menos dos centímetros de más.

Entró en el baño con la misma sensación ilógica de tener que moverse con sigilo. Dejó la puerta abierta mientras deslizaba la vista por el estante: pasta de dientes, maquinilla de afeitar, jabón y cepillo de dientes. El neceser estaba en el suelo, lo cogió y lo abrió. Al darle la vuelta al neceser, se cayó un mondadientes y un pequeño frasco de gel after-shave que nunca utilizaba. Nada más.

El hombre en el espejo le miró con ojos rojos y tensos, y Even pensó que debería afeitarse, dormir algo. Necesitaba relajarse. Cogió el vaso de plástico y bebió un poco de agua fría antes de volver a salir para inspeccionar la bolsa.

«Tal vez haya sido la camarera la que no ha podido resistir la tentación, y ha estado buscando dinero o alguna tarjeta de crédito. O tal vez se le cayó la bolsa al suelo mientras pasaba el aspirador. Por accidente.»

Cogió la bolsa por las asas y abrió la cremallera, abrió la bolsa hasta que pudo ver toda la ropa, los zapatos de recambio y el libro que había comprado en el aeropuerto, antes de subir al avión. Todo seguía en la bolsa tal como lo había dejado, no detectó ningún cambio. No sabía cómo había dejado las cosas exactamente al irse, pero todo parecía estar en su sitio. No era un neurótico, lo de la cremallera no era más que una vieja costumbre. No era necesario, pero tampoco estaba de más, solía pensar cuando ponía la mano sobre la bolsa y dejaba la cremallera abierta exactamente un palmo, antes de abandonar la habitación del hotel. Una mala costumbre de los viejos tiempos, solía decirse a sí mismo a modo de excusa.

Sacó la bolsa con los zapatos de recambio y la dejó sobre la cama, y después el libro, El péndulo de Foucault, de Eco, que todavía no había abierto. Sacó una pieza tras otra, dejándolas detrás. Finalmente miró al fondo de cuero negro de la bolsa y movió la plancha del fondo hasta retirarla, sólo para descubrir una superficie negra e inocente que brillaba débilmente a la luz de la lámpara.

Se dejó caer en la cama y encendió un cigarrillo. Había comprado la cajetilla en el camino de regreso al hotel, después de la reunión con el inspector, intentando convencerse a sí mismo de que sería el primer y último paquete. Sentía que se encontraba en un momento difícil que demandaba algo extra donde apoyarse. Even inspiró y dejó que el mareo y el hormigueo se apoderasen de su cuerpo; mantuvo el humo en los pulmones, hasta que éste le provocó tos. El aire que soltó era limpio e invisible. «Toda la mierda se ha quedado dentro -pensó-, y volvió la vista hacia la ventana.»

¿En qué lío se habría metido Mai?, pensó por milésima vez. ¿Qué había sido lo que se había vuelto tan grave como para que cambiara de personalidad e hiciera algo que él, hacía una semana, habría jurado que era impensable? No sólo impensable, sino imposible. Mientras estuvieron juntos había comprendido enseguida que las drogas y el hashhish, incluso los cigarrillos normales, eran algo del todo indeseable en el mundo de Mai. Lo había rechazado de la misma manera que tampoco toleraba el alcohol en cantidades mayores.

El ambiente en el que él se había movido desde que se fue de casa había sido diametralmente opuesto, allí lo había visto y probado casi todo. ¡Tenía que saber lo que el puto mundo podía ofrecerle! Había creído que controlaba, que dejar las drogas era a piece of cake. Cuando Mai colgó el cartel de prohibido él puso a prueba su autodisciplina. Y su amor. No era tan fácil como había creído, tuvo que reconocerlo. No era fácil en ningún caso. De hecho, era un infierno. El cuerpo tenía voluntad propia, y gritaba y trabajaba duro para convencer a la razón para que le diera lo que reclamaba. Enamorado de una chica que era demasiado buena y demasiado guapa para él, le hacía sentirse inseguro. ¿Valía realmente la pena tal esfuerzo? ¿Cuándo lo dejaría? Era más que evidente que ella acabaría yéndose, eso Even lo supo desde el primer día, a pesar de lo que le había dicho cuando se escondieron en aquel sótano.

Sin embargo, ella lo apoyó durante las primeras semanas duras, que pronto se convertirían en meses; dijo que si él aguantaba, ella también lo haría; y, finalmente, después de varias visitas al infierno, fue como si la puerta de una estancia, de cuya existencia quería olvidarse, se cerrara realmente y la llave desapareció. Renunció a la droga, ya no la necesitaba, ni siquiera la echaba de menos, y su cabeza se convirtió en un nuevo disco duro, limpio de virus y spyware. Trabajaba mejor y de forma más metódica que antes, y las imágenes de sangre con el ruido de una cáscara quebrándose se volvieron menos frecuentes.


Lo más sorprendente fue que nunca volvió a los viejos vicios. Ni siquiera cuando Mai lo dejó. Ni siquiera cuando, en un intento de superar la ruptura, decidió aceptar una plaza de profesor visitante en Inglaterra y, a la vuelta, le contaron que ella y Finn-Erik habían sido padres de un niño. Sí que empezó a beber más, pero no cada día y nunca en cantidades descontroladas. De vez en cuando, la soledad y la melancolía se desmandaban. No estaba seguro de que hubiera podido dejar la mierda de las drogas de no haber sido por Mai. Con paciencia, ella le había limpiado los vómitos, le había secado el sudor de la frente y le había consolado cuando despertaba por culpa de una pesadilla en mitad de la noche, con el cuerpo completamente sudado. Había sido como un ángel y, a la vez, un valiente soldadito de plomo, totalmente inamovible en sus exigencias. Por eso, la historia de la bolsita con polvo blanco y la historia de que habían encontrado restos de cocaína en su nariz le parecía una absurdidad total. Casi como si hubieran descubierto que la madre Teresa era prostituta. ¿Qué había llevado a Mai a romper con la decencia y la moral de lucha que ella entonces le había exigido a él? Irritado, levantó la barriga mientras cogía unos calcetines que se habían quedado hechos un ovillo debajo de su trasero. Tenía que reconocer que la carta de despedida de Mai era especial, tan extrañamente formulada que llegó a preguntarse si realmente había estado en su sano juicio cuando la escribió. De hecho, en cinco años podía muy bien haberse convertido en un saco de nervios y haber empezado a abusar de las pastillas. Teóricamente, sí, pero aquí no se trataba, evidentemente, de una teoría. Su mano se cerró alrededor de la bola de calcetines cargada de impotencia, y a punto estuvo de lanzarla a la bolsa de viaje abierta cuando, de pronto, se detuvo. Los dedos se volvieron a cerrar, palpando la tela centímetro a centímetro. ¿Aquí? Deshizo la bola y cogió un calcetín en cada mano. Uno de ellos no dejaba de deslizarse hacia abajo por el peso en la puntera y Even metió la mano en el calcetín, del que sustrajo una bolsita de plástico. Estaba llena de un polvo blanco. En ese mismo instante llamaron a la puerta.

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