Capítulo 2

El teléfono sonó mientras se comía una manzana durante la hora del almuerzo.

La frase se formó en la cabeza de Even mientras escuchaba los sonidos de la oficina. Miró la manzana fijamente e hizo una mueca. Luego miró desafiante a Johan, el ayudante con el que últimamente compartía despacho, pero el muy estúpido cogió una nueva rebanada de pan y ensaladilla rusa sin levantar la mirada del periódico. A decir verdad, el teléfono que sonaba era el de su propia mesa.

El teléfono sonó (y sonó) mientras se comía una manzana durante la hora del almuerzo.

La situación resultaba algo absurda. Suponía que por eso la frase seguía resonando en su cabeza. Había un elemento de la frase que lo hacía…

Bueno, bien, digamos que hipotéticamente posible, pero era tan remoto, que resultaba descabellado creer que fuera a ocurrir. Podría decirse que la probabilidad de que sucediese era casi la misma que jugar a la primitiva y acertar todos los números. No porque no acostumbrara a recibir llamadas, pensó, dándose cuenta al instante de que en su interior había empezado a tomar forma una especie de discurso hipotético. Lo desoyó, aunque tuvo que reconocer para sus adentros que podían haber sido más las llamadas de teléfono. Lo notable tampoco era que a menudo se saltara la comida, al fin y al cabo solo solía olvidarse de la comida un par de veces a la semana.

Even miró la manzana a medio comer. Aquí estaba la clave. Él nunca comía manzanas, así de sencillo.

Era su primera manzana en cinco años. Cinco años, seis meses y diecisiete días, para ser exactos. Una estudiante había acudido a su despacho justo antes de la hora del almuerzo y se la había ofrecido: le había sonreído, le había mirado a los ojos y le había ofrecido la manzana roja. Él lo interpretó como una señal y la aceptó, aunque se arrepintió al darse cuenta de que tendría que morderla, saborearla, masticarla… Pero a lo hecho, pecho y no tardó en comérsela. Y la verdad es que no había sido tan horrible como había temido.

Al fin y al cabo ya habían pasado cinco años. Y seis meses.

El ayudante lo miró con resignación por encima del periódico. Even se puso de pie y entró en el despacho. Sonó por sexta vez, tozuda y ruidosamente. La mano planeó un instante sobre el auricular como una gaviota hasta que decidió cogerlo.

«Mai -le dijo el timbre-. La manzana es una señal. Mai me está llamando.»

«Ni hablar, no me he vuelto vidente», pensó con irritación. La superstición y los milagros los dejaba para los demás. La manzana cayó en la papelera, donde se escondió debajo del borrador de una conferencia sobre el octavo problema de Hilbert. Cogió el auricular.

– Sí, soy Even.

Se oyó un zumbido al otro lado de la línea, como si el viento agarrase el micrófono, nadie decía nada.

– ¿Diga? -dijo-. Soy yo, Even. ¿Quién es? ¿Eres tú, Mai?

Se oyó un sonido medio ahogado en el auricular, entonces se hizo el silencio, el zumbido desapareció. Habían colgado. Even le dio a la tecla de última llamada y se quedó un rato mirando el número que apareció en la pantalla. No era una combinación de números que le dijera nada, al menos no como número de teléfono pero, de hecho, las últimas cuatro cifras formaban un número primo, el 1729, que le parecía que tenía algo especial… bueno, ¿qué más daba? Por otro lado… Cogió un lápiz e hizo un cálculo rápido. Pues sí, la verdad es que podía expresarse como la suma de dos números cúbicos… de dos números diferentes…

Se obligó a parar y soltó el lápiz, vaciló un instante antes de marcar el número. Sonó una vez, entonces alguien cogió el teléfono, aunque sin presentarse. Even oyó a alguien respirar hondo al otro lado de la línea.

– ¿Hola? -dijo en voz baja. No sabía por qué bajaba la voz. Tenía la sensación de que iba a compartir un secreto con un desconocido.

– Even… -la voz, que pertenecía a un hombre, se abría camino a duras penas a través del teléfono.

– ¿Sí? -dijo Even, expectante.

– Esto… Mai-Brit ha muerto. -La voz se quebró, alejó el teléfono y se sonó la nariz. Even se quedó paralizado, esperando a que volvieran a coger el auricular.

– ¿Finn-Erik? ¿Eres tú? Di algo, maldita sea.

– Está muerta -dijo Finn-Erik, esforzándose por vocalizar. Respiró hondo-. Ha escrito una carta que…

– Muerta -le interrumpió Even-. ¿De qué se ha muerto? ¿Un accidente? ¿Estaba enferma? ¡Cuéntamelo, maldita sea! Si estaba enferma, ¿por qué nadie me dijo nada? Tú sabes…

– Ella… -Finn-Erik se detuvo, resopló.

Even vio a Johan levantarse y cerrar la puerta del despacho, y se dio cuenta de que estaba apretando el auricular con tanta fuerza que sus nudillos se habían vuelto blancos.

– ¿Qué ha pasado, Finn-Erik? -susurró a la vez que notaba cómo le latía la sien-. ¿Qué le ha pasado?

– Se ha quitado la vida -dijo Finn-Erik-. Se ha…

– ¡Tonterías! Mai jamás se suicidaría. -Even intentó reírse-. Es la última persona en este mundo que haría algo así. Ella…

– ¡Cállate de una maldita vez! -rugió Finn-Erik-. Cállate la boca y escúchame, por una sola vez en tu vida. ¡Escúchame!

Even se calló.

– Mai-Brit se ha suicidado. No hay duda. Dejó una carta.

«Las cartas se pueden falsificar», pensó Even.

– Hay testigos.

Un testigo puede malinterpretar la situación.

– Muchos testigos. Diecinueve, dice la policía de París.

La policía… ¿París? Even se frotó la sien y pensó: «¿Por qué París?». Y oyó a Finn-Erik decir algo a lo lejos, su mano estaba a punto de colgar el teléfono como si ya no quisiera escuchar nada más.

– Disculpa, no te estaba escuchando -alcanzó a decir.

– Escribió una carta que quería que leyeras -repitió Finn-Erik-. Estaba en el hotel. Sobre el escritorio. Te la envío. Una copia. ¿Vives en el mismo sitio de siempre, la misma dirección, en Ulleväl? -De pronto el tono de voz era sereno, casi profesional.

– Eh, ¿qué? Disculpa, sí, la misma dirección de siempre, sí.

– Te la envío -dijo Finn-Erik y colgó.

Even se había quedado con el auricular en la mano, mirando al suelo, que estaba sucio y gastado. Bajó la mirada hacia el tablero del escritorio cubierto de las quemaduras de cientos de cigarrillos, tan rugoso que apenas podía utilizarlo para escribir encima. Miró las montañas de papeles que se apilaban por todo el suelo, algunos sin leer, otros leídos, expectantes. Fijó la mirada en un agujero negro. Un enorme agujero negro llamado Mai-Brit Fossen.

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