– Mañana -dijo el recepcionista-. Raffaela estará aquí mañana, a partir de las once. Le toca la planta en la que se hospeda usted, monsieur. Es la misma camarera que trabajó el 22 de marzo. Raffaela Lorenzo.
Even dio las gracias y colgó. Se echó encima de la cama y miró al techo. Lorenzo. ¿Sería española? Agarró la toalla y se secó la nuca una vez más, estaba desnudo, secándose al aire después de un baño caliente.
Mañana a las diez tocaba la policía. Había llamado previamente a la central de policía de Ile de la Cité en cuanto llegó al hotel y había acordado una cita. Con el inspector Bonjove. No Bon Jovi, sino Bonjove. Se estiró en busca del mando a distancia, zapeó sin demasiado interés entre un sinfín de canales encontró una presentadora francesa que anunciaba un programa que se emitiría después de las noticias. Sobre el premio Nóbel de física del año pasado. Even no lo conocía. Un americano. Como siempre. ¿Por qué no concedían un premio Nóbel de matemáticas? Entonces él…
Sacó un par de botellas del minibar, descorchó una y apretó el corcho entre los dedos hasta dejarlo plano. El presentador de las noticias hablaba de una bronca que había habido en la Comisión Europea debido a la distribución de unas ayudas, y Even bajó el sonido.
¿Qué debía hacer… o, mejor dicho, qué podía hacer? ¿Acaso no era engañarse a sí mismo creer que todavía le quedaba mucho recorrido en el campo de las matemáticas? Durante cinco años y medio todo había estado parado, eso era un hecho incontrovertible. Durante cinco años, sus progresos en la investigación que llevaba a cabo acerca de la función de la zeta y de los números primos gemelos habían sido homologables a los de una tortuga bailando la polca. Un chiste.
Y ahora…
Estaba echado en la cama, mirando la pared. Mirando a través de la pintura amarilla, las planchas de yeso y el aislamiento. Mirando el interior de la otra habitación, en la que Mai había estado hospedada hacía una semana. La vio sentada al escritorio, con papel y pluma, escribiendo muy lentamente, mirando hacia la pared, mirando hacia el futuro, que no existía. Pensando.
«Mañana. Mañana moriré.»
¿Habría pensado así? Habría pensado como Galois: «¿Qué me queda por hacer, qué debo anotar antes de morir? ¿Qué debo contarles a los que se quedan?».
La leyenda de Evariste Galois -se había convertido en un mito entre los matemáticos; les gustaba verse como los Últimos Caballeros de la Verdad – estaba construida alrededor de estas simples palabras: moriré mañana. ¿Qué debo dejar a la posteridad? A Even le gustaba la historia del joven Galois, un rebelde genio francés de las matemáticas que vivió en tiempos de Napoleón. Una noche, por culpa de su temperamento y su propensión a las broncas y a las mujeres, se encontró en la lamentable situación de tener que batirse en duelo a la mañana siguiente con uno de los mejores tiradores de pistola de Francia. Un encuentro que equivalía a la muerte. La suya.
La noche anterior al duelo Galois se puso a escribir su vida a través de todas las ideas, teorías y enigmas matemáticos a los que creía haber encontrado una solución. No fueron pocos, desde luego, sobre todo teniendo en cuenta su juventud (fue realmente un genio y tenía veintidós años cuando le retaron a duelo). Toda aquella noche, Evariste estuvo sumido en un febril arrebato agónico, anotando números, ecuaciones, definiciones, llenando un folio detrás de otro. Finalmente, los juntó todos en un rollo que ató con una cinta roja y adjuntó una carta a un amigo al que pidió que enviase las notas a los matemáticos más importantes de Europa.
Una vez hecho esto, se vistió con su mejor traje, se anudó el fular alrededor del cuello y se recogió el pelo en un nudo sobre la cabeza. Con la primera luz del alba se dirigió a un lugar a las afueras de la ciudad, un campo a orillas de un río, y saludó a su contendiente. Este iba secundado por sus dos ayudantes. Evariste Galois optó por acudir solo. Mientras la neblina de la mañana todavía flotaba sobre las aguas del río, les fueron entregadas las pistolas. Los ayudantes comprobaron que las pistolas estuvieran cargadas y los duelistas se colocaron espalda contra espalda. Olía a tierra húmeda desde el prado, y una gallineta de agua graznó desde el cañaveral al sur del prado. Su llamada sonó como un agudo goteo. Uno de los ayudantes contó en voz alta al compás del goteo de la gallineta de agua, mientras los duelistas avanzaban veinticinco pasos, cada uno en su dirección. Entonces se volvieron, apuntaron y dispararon. Uno de ellos se desplomó con una bala en el abdomen. Un joven, una estrella rutilante de las matemáticas, quedó tendido en el suelo, solo y agonizante, mientras el sol de mayo ascendía lentamente sobre el prado. El contendiente y sus dos ayudantes recogieron las pistolas, abandonaron el lugar sin pronunciar una palabra y se fueron a París, abandonándolo a sí mismo y a la muerte.
Con el tiempo se había ido haciendo más difícil dilucidar cuánto había de fantasía y cuánto de realidad en la historia. ¿Y qué más daba? La historia, la leyenda, decía algo de la fascinación inherente al mundo de los números. ¿Qué persona normal dedicaría sus últimas horas de vida a los números y las ecuaciones? ¿Se recluiría a solas, papel y pluma en mano, en lugar de reunirse con las personas amadas, con la familia necesitada de consuelo y los amigos que le hubieran podido dar esperanzas?
En una ocasión, en sus años mozos, Even había descrito el poder de los números como un encantamiento, algo de lo que podría escapar en cuanto quisiera, o al menos en cuanto conociera a la princesa ideal. No sabía si había sido un ingenuo o demasiado astuto. Cuando conoció a la princesa, la mujer incontestablemente ideal, ella no rompió el hechizo. Sobre todo porque él nunca le había dado la oportunidad de hacerlo, no lo deseaba. En cambio, la convirtió en una herramienta de su mundo, un elemento con el que mejorar sus posibilidades en el universo mágico de los números. Se volvió imprescindible para él.
Sin embargo, ella había descubierto sus intenciones, y lo había abandonado. Aunque le prometió que…
Tenía que preguntárselo a sí mismo: ¿había cumplido con su parte del acuerdo? ¿La había protegido? ¿Había estado dispuesto a crear una complicidad, un universo común despojado de secretos?
No, lo último desde luego que no. Por la simple razón de que era imposible. ¡Si le hubiera hablado de la podredumbre, el recelo, las batallas, la sangre…! Ella se habría ido. Sin duda, ¿quién no lo hubiera hecho? Y si no se hubiera ido, se habría quedado por compasión. ¡Él no necesitaba de su compasión, maldita sea!
Lanzó la última botella en dirección a la papelera, falló el tiro por medio metro y estrelló el puño contra la pared con todas sus fuerzas. ¿Qué era lo que la había atrapado la semana pasada, qué era lo que la llevó a elegir la muerte y así alejarse de los seres queridos?
Even se movió en la cama y profirió un gemido. Se frotó los ojos y se pasó la mano por la cara, notó cómo le picaba la barba. Consideró el tiempo que tarda un músculo en reaccionar a una descarga eléctrica, la posibilidad de estrellar la cabeza contra la pared hasta que el cerebro se apagara. Ya no le quedaban fuerzas para pensar. Miró hacia el reloj del televisor: las 20:47. Más números primos. Hora de números primos. Un tiempo para la locura. Dirigió la mirada al techo, esperando que pasara. El tiempo. Decidió bajar a la calle y buscar algún sitio donde cenar algo. Y beber.
Cuando estaba saliendo de la habitación, se metió la carta de Mai en el bolsillo para leerla por última vez antes de acostarse, leerla por ahí, en la ciudad donde había sido escrita.