Even miró asustado hacia la puerta, luego hacia la bolsita de plástico con el polvo blanco y, finalmente, de nuevo hacia la puerta. Volvieron a llamar, ahora ya con impaciencia.
– Un momento -gritó y se fue rápidamente y sin hacer ruido hacia el baño.
Abrió la bolsita de un tirón, vertió el polvo blanco en el váter y, una vez vacía, también dejó caer la bolsa en el váter. Luego bajó la tapa y tiró de la cadena, se lavó las manos y volvió a vaciar la cisterna. Levantó la tapa para ver si había desaparecido todo, volvió a la cama a toda prisa, arrojó toda la ropa en la bolsa de viaje y la cerró antes de volver a la puerta. La entreabrió.
– ¿Sí? -dijo a la muchacha menuda que lo miraba desde el vano de la puerta.
– Monsieur Robert, de la recepción, me ha dicho que quería hablar conmigo. -Tenía apoyada la mano en la cadera cubierta con la bata azul y una mueca de aburrimiento dominaba su rostro.
– ¿Eres Raffaela Lorenzo? Entra, haz el favor. Y sí, quería hablar contigo. -Even abrió la puerta de par en par.
La muchacha se enderezó y lanzó una mirada insegura al interior de la habitación.
– No nos permiten… -dijo y miró a Even.
– No te preocupes, sólo quiero hablar. Podemos dejar la puerta abierta. -Even se adentró en la habitación y señaló hacia el sillón-. Adelante, siéntate.
La muchacha titubeó en la puerta, se acercó lentamente y finalmente se sentó estirando la falda de la bata para evitar que se le vieran las rodillas. «Dieciocho o diecinueve años», pensó Even y se sentó al escritorio.
– ¿Cuánto tiempo hace que arreglaste mi habitación por última vez?
La muchacha echó un vistazo al reloj del televisor y respondió que una hora.
– Está todo muy recogido y limpio -dijo Even con voz amable-. Haces un buen trabajo.
La muchacha asintió como si fuera lo más natural que el cliente estuviera satisfecho con su trabajo.
– ¿Estuviste con alguien, mientras limpiabas la habitación?
La muchacha echó un rápido y asustado vistazo hacia la puerta, bajó la mirada y respondió que no.
Even se miró las manos, las abrió y finalmente las posó sobre los muslos. Le dolía el estómago.
– Trabajaste aquí el día que una mujer noruega se suicidó. Se pegó un tiro, cerca del Sena. ¿Lo recuerdas? Hace una semana. Ocupaba la habitación de al lado.
La muchacha asintió sin levantar la mirada.
– Has hablado con la policía de ello, ¿verdad?
La muchacha volvió a asentir.
– ¿Qué aspecto tenía la habitación cuando la abandonó? -La muchacha lo miró sin comprender lo que le decía Even-. Quiero decir, ¿dónde estaba su maleta, dónde estaba la ropa, el neceser?
Raffaela Lorenzo se pasó una lengua pequeña y afilada por los labios con cautela y le explicó que la maleta estaba encima del banco donde ahora se encontraba su bolsa de viaje, y la ropa estaba dentro de la maleta. ¿El neceser debía estar en el baño? Lo dijo, interrogando a Even con la mirada.
– ¿Algo más? ¿Se había estirado sobre la cama durante el día? Porque se disparó el tiro por la tarde, ¿verdad?
La muchacha se encogió de hombros y murmuró algo.
– Disculpa, ¿qué dices?
– Es posible que estuviera sentada en la cama. No creo que estuviese echada. O tal vez sí, no lo sé. Pero, sin duda, estuvo sentada al escritorio, allí estaban los naipes, y la pluma y la carta.
– ¿Los naipes? ¿Qué naipes?
La muchacha abrió los brazos en un gesto de resignación. -Los naipes. Las cartas.
– ¿Había jugado con alguien? ¿Había hecho un solitario? ¿Cómo estaban distribuidas las cartas sobre la mesa?
La muchacha sacudió la cabeza, sin entender lo que le preguntaba.
– No lo sé. Simplemente estaban allí.
– ¿Recibió alguna visita durante el día?
La muchacha miró fijamente al suelo y le respondió que no.
Even se miró las manos; sus puños se habían vuelto a cerrar.