Capítulo 64

– Al principio pensé servir asado de ternera de Talleyrand -dijo Odin Hjelm y removió con suaves movimientos en una pequeña cazuela-, pero ¿te puedes creer que no he podido encontrar un asado de ternera decente en ningún sitio? O bien llevaba tanto tiempo en la carnicería que casi se había convertido en vaca o bien estaba congelado. Y todo el mundo sabe que pierde el sabor. -Miró a Even para que éste le diera la razón. Even paseó la mirada por la cocina rústica, por los revestimientos de madera y los armarios de roble oscuro. Unos espaguetis en unos tarros de barro asomaban por encima de unos estantes bastos y unos tarros de cristal mostraban judías, tomates secados al sol, setas y frutas. La mesa de la cocina estaba hecha de tablones de madera basta sin cepillar cubiertas de una fina plancha de metacrilato. El ambiente que se respiraba, tan bucólico, hacía que fuera inevitable sentirse transportado a una estancia en la que se oía el arrullo de las palomas y el cloqueo de las gallinas al otro lado de la ventana.

– Veo que tienes cocina de gas -dijo Even por decir algo.

– Por supuesto, es lo que hay que tener, ya sabes. Te permite controlar mejor el calor. -Hjelm probó el vino que les había servido a los dos, chasqueó los labios y miró la etiqueta con escepticismo-. Es un Medoc de una pequeña bodega al sur de Le-Verdón, ligeramente terso y fresco, y seguramente adecuado para acompañar la ternera, pero para caza… no sé si va bien… ¿tú qué dices?

Even probó el vino y le pareció bien, ni demasiado agrio ni demasiado dulce.

– Está bien -dijo, y vació la copa de un trago para demostrar su adaptación al entorno rústico.

– Es peligroso no cuidar las papilas gustativas, luego lo pagan el humor y la alegría de trabajar, y te arriesgas a volverte melancólico y a perder la energía. -Hjelm probó la salsa y cogió una pizca de sal, la echó en la cacerola, removió y volvió a probarla-. Lo dijo Brillat-Savarin, el conocido filósofo gastrónomo francés. -Hjelm observó la salsa y le pasó el cucharón a Even-. ¿Serías tan amable de remover la salsa mientras yo bajo al sótano a por un vino más adecuado? Creo que tengo un vino italiano para cazadores, que es precisamente lo que necesitamos. -Even aceptó el cucharón y vio que Hjelm se sacaba una llave del cuello de la camisa al salir al pasillo. Se oyó una llave girar en una cerradura y pasos traqueteando escaleras abajo. «¿Guardará un tesoro en el sótano?», se preguntó Even, y dejó el cucharón sobre la mesa antes de servirse una copa de vino más. Desde la ventana podía ver la calle e intentó adivinar en qué casa viviría Susann Stanley. El número dieciséis, había dicho. Hjelm vivía en el número once; debía de ser la casa roja de dos pisos al otro lado de la calle, donde había coches en la entrada.

¡Maldita sea! ¡Mierda! Even dejó la copa para no arriesgarse a romperla de pura irritación. Había olvidado llamar a Susann a pesar de prometerse que lo haría. En realidad, era extraño que ella no hubiera vuelto a intentar llamarle a lo largo del día. O… ¿tal vez se había cansado de intentarlo al no recibir ninguna respuesta y había pasado de él?

¿Debería hacerle una visita de camino a casa, tal vez quedarse a dormir con ella? Habría sido una solución práctica; tenía la sensación de que acabaría bastante borracho después de la cena con Hjelm.

Agarró la copa y le dio un buen sorbo. Luego se apoyó en el marco de la ventana mientras se enjuagaba la boca con el vino.

Tras la visita frustrada a la oficina de correos, Even había vuelto a casa y había recogido la fórmula de Newton y los papeles de Mai, había alquilado una caja fuerte en el banco más cercano y se había sentido aliviado, casi excitado, por tenerlo todo bajo llave. Luego se había duchado y se había vestido, había estudiado el rostro azul amarillento en el espejo y había conjeturado lo que diría Hjelm sobre su aspecto. Para su sorpresa el editor no le había dado a entender, ni con su actitud ni con la mirada ni con palabras, que hubiera detectado algo extraño en el rostro de Even.

Los escalones cedieron, la puerta del sótano se cerró y la llave giró en la cerradura, y Hjelm entró en la cocina a trompicones, con su desequilibrio habitual. Volvió a meterse la llave debajo de la camisa.

– ¿Qué tal va esa salsa…? ¡Oh! -Miró a Even, que seguía de pie delante de la ventana, de reojo -. Bueno, supongo que está bien. -Dejó la botella de vino sobre la mesa, removió un poco en la cazuela, echó un vistazo a las patatas en el horno y abrió la botella que había traído del sótano-. ¿Te he dicho que finalmente será alce? El carnicero tenía una pieza tan buena y tierna que podía cortarse sólo con la mirada. -Dio un sorbito al vino destinado a la ternera y le echó una mirada rápida a Even-. ¿Qué es lo que te fascina de Newton?

Even miró de reojo su imagen reflejada en la ventana para verificar si se estaría delatando. Qué pregunta tan ingenua. Echó un trago profundo y ávido al vino antes de contestar.

– La genialidad, la capacidad para ver detrás de los números, de ver las posibilidades de nuevas constelaciones, de hacer cosas de las que nadie era capaz en el mundo entero. El veía el mundo como un enorme jeroglífico que tenía que resolver. Y, de hecho, resolvió buena parte del jeroglífico, una parte enormemente importante. Gracias a él la ciencia dio un salto cuantitativo.

– Pero ¿realmente su genialidad era tan especial? -Hjelm lo miró de reojo desde la mesa donde seguía cortando brócoli en pequeños ramitos-. ¿No sería más bien que se tomaba su tiempo y que luego llegó a un par de soluciones por casualidad?

Even se rió; aquí le llegaba el castigo por su actitud condescendiente ante la comida y el buen vino. Su estimación por Hjelm subió.

– Bueno, además de hacer comprensible el universo, explicar los movimientos de los planetas alrededor del sol, el de la luna alrededor de la Tierra, la pleamar y la bajamar, las órbitas de los cometas, dar respuesta a algunas de las preguntas más complejas sobre las que se llevaban milenios reflexionando, todo por arte de magia si quieres, permíteme que te cuente una pequeña historia que te dará una idea muy exacta de su talento. -Even bebió antes de continuar-. A un matemático contemporáneo de nombre Bernouilli le gustaba inventarse enigmas y problemas para que sus alumnos y amigos, o él mismo, los resolvieran. En 1696 hizo la siguiente pregunta: Tengo dos puntos, A y B, que mantienen cierta distancia y diferencia de altura entre sí. Creo una vía de la A a la B y dejo que un cubo se deslice por la vía sólo con la ayuda de la fuerza de la gravedad. ¿Qué camino debe recorrer el cubo para alcanzar el tiempo de deslizamiento más corto?

Hjelm escuchó atentamente mientras metía el brócoli en un tarro de cristal y después empezó a cortar las setas.

– Ningún alumno ni ningún colega parecía capaz de resolver el problema, por lo que Bernouilli decidió enviárselo a algunos de los matemáticos más ilustres de Europa, entre ellos, a Leibniz. Pero tampoco ellos fueron capaces de resolverlo. -Even hizo rodar el vino en la copa, observó el juego de la luz en el rojo-. Las malas lenguas dicen que Leibniz, que en realidad era un hombre simpático y tranquilo, propuso, con una sonrisa malévola en los labios, que le enviaran el problema al «gran Newton», probablemente para que Newton se encontrara entre la espada y la pared, como lo habían estado tantos otros. Newton, que por entonces acababa de asumir el puesto de maestro de la Real Casa de la Moneda en Londres, tenía muchos problemas con los que pelearse en el trabajo, pues el anterior maestro de la moneda había desatendido gravemente sus funciones.

»El día que recibió la carta con el enigma volvió a casa agotado ya muy avanzada la tarde. Su sobrina, Catherine, que por entonces vivía en su casa, había dejado la carta de Bernouilli sobre la mesa. Newton la abrió, leyó la adivinanza y decidió ignorar el desafío. La cabeza y el cuerpo del matemático de cincuenta y cuatro años estaban demasiado cansados y guardó la carta. Sin embargo, después de la cena, empezó a picarle la curiosidad y pronto le superó la ambición. Tomó asiento en el banco de trabajo, pertrechado de papel y pluma, y encendió una lámpara. Llenó un folio detrás de otro con cálculos y pronto llegó la medianoche. Catherine le dio las buenas noches sin recibir una respuesta y la joven se acostó. Las horas pasaron. Se hicieron las dos y las tres. Por fin, Newton enderezó la espalda rígida y miró satisfecho el papel. Eran las cuatro de la madrugada y había resuelto el problema.

– Jesús! ¿Es eso verdad? -dijo Hjelm impresionado, e hizo una mueca afrancesada que a Even le recordó al inspector Bonjove-. ¿Consiguió resolverlo en doce horas, mientras que los demás tuvieron que rendirse? -Abrió el horno y sacó una fuente con patatas cortadas en láminas-. Bueno, ya puedes sentarte a la mesa y ahora mismo serviré la cena.

La salsa, la carne, las patatas, la ensalada, el vino, todo estaba exquisito. Even notó cómo sus glándulas gustativas se estremecían de placer.

– Son pommes Anna -dijo Hjelm y se sirvió una nueva ración de patatas-. Le deben su nombre a Anna Deslions. Era una cortesana francesa, tan deseada que el famoso Café Anglais de París instaló un salón para ella donde poder recibir a sus visitas exclusivas: reyes, príncipes y nobles. En el salón habían colocado lo más importante, una cama, una chaise longue y una mesa que siempre estaba dispuesta para dos. El cocinero del lugar estaba tan contento de que Anna Deslions atrajera a tantos famosos de toda Europa al restaurante que llegó a crear nuevos platos con su nombre. Las pommes Anna que estás degustando ahora son uno de ellos.

Even espetó un pedazo de seta con el tenedor y lo sostuvo en alto.

– ¿Por qué estás interesado en Newton?

Hjelm lo miró de reojo antes de sonreír divertido.

– Los secretos. Su personalidad, con todas sus contradicciones. Fue un ser humano único y, a su vez, tan típicamente inglés. -Hjelm dejó el tenedor sobre el plato y agarró la copa-. A propósito de lo típicamente inglés, a veces creo que Inglaterra es uno de los pocos países modernos y civilizados que ha conseguido hasta tal punto mantenerse resguardado que podrá conservar sus tradiciones a través de los siglos, si así lo desea. Sin embargo, la nación se las ve para encontrarse a sí misma. Fíjate, por ejemplo, en el tráfico. Los ingleses son los únicos en todo el mundo que insisten en seguir conduciendo por la izquierda de la calzada, ellos y las naciones que estuvieron sometidas a la protección paternal del Imperio. Y entonces pensamos que su terquedad debe de estar asentada profundamente en sus genes, ¡pero no! -Hjelmm sonrió ampliamente y bebió del vino-. No es más que simple tozudez. Míralos cuando andan por la acera, pasan por la derecha de la gente, lo mismo que nosotros. O si quieres un ejemplo más claro, fíjate en la manera en que funcionan las escaleras mecánicas. Suben por la derecha, tal como lo hacemos en el resto del mundo. ¿No crees que eso es como cavar tu propia tumba?

– Hace algunos años, un buen amigo mío -dijo Even-, un matemático inglés, fue el invitado de honor de un banquete en Oslo. Durante la cena de gala, cuando la conversación corría de un lado a otro por encima de la mesa, le preguntaron por qué los ingleses seguían insistiendo en conducir por la izquierda. Entonces él contestó que, de hecho, había planes para cambiarlo. A modo de prueba, y para ver qué tal iba, se decidió que primero se dejaría que el tráfico pesado condujera por la derecha.

De pronto Hjelm, que acababa de beber un sorbo de vino, se rió y el vino salió disparado por su nariz.

– Vaya por Dios -hipó Hjelm-, es increíble que nadie haya pensado en eso antes. Los ingleses dominan eso del pensamiento nuevo, por más conservadores que sean.

Estuvieron hablando de todo un poco y Even tuvo que reconocer, muy a su pesar, que hasta entonces, la velada había sido mucho más agradable de lo que había pensado que sería en un primer momento. Naturalmente, también hablaron de la muerte trágica de Mai, y Hjelm le aseguró que había sido una pérdida importante para la editorial, aunque llevara poco tiempo con ellos.

– ¿Cómo diste con ella? -preguntó Even-. Al fin y al cabo, Mai no había trabajado nunca en el mundo editorial.

– Tengo mis contactos. -Hjelm sonrió taimadamente-.Y uno de esos contactos me facilitó la tesis doctoral de Mai-Brit, la que escribió sobre la influencia de las cortesanas en la política exterior europea en los siglos XVIII y XIX. Era realmente brillante, tan formidablemente articulada que llegabas a olvidar que se trataba de un texto puramente académico y, a su vez, bebía tanto de las fuentes documentales que podías fiarte de su contenido. Y luego esas vinculaciones políticas: el estudio de la gran influencia que tuvieron estas mujeres sobre sus amantes, reyes, ministros, diplomáticos, que, según las investigaciones de Mai-Brit Fossen, no fue pequeña.

– Puedes fiarte tranquilamente -dijo Even-. Recibió una beca de una organización feminista y estuvo viajando por toda Europa, primero medio año y al año siguiente, otros tres meses, para investigar en archivos y colecciones privadas. Lo ponía todo en su trabajo, como solía hacer siempre cuando algo realmente le interesaba.

– ¿Estabais casados entonces?

– Sí. Yo tenía una beca en Cambridge para acabar mi doctorado y estuve viviendo allí un buen tiempo, aunque nos visitábamos siempre que teníamos la posibilidad de hacerlo.

Odin asintió.

– ¿Fue entonces cuando te hiciste experto en Newton?

– No. Newton ha sido mi gran héroe desde que era pequeño. -Even rebañó el plato con el último pedazo de baguette que le quedaba, lo masticó y se reclinó en la silla con un suspiro-. Oh, ahora estoy tan lleno que podría pasar una pizza volando por mi lado, y no la probaría.

– ¡Una pizza! ¿¡Cómo te atreves a pensar en pizzas ahora!? -dijo Hjelm, mirándole con sincera indignación.

– No, si es precisamente lo que te estoy diciendo -sonrió Even-. No hubiera podido aunque quisiera.

Hjelm alzó las cejas en un gesto de resignación y se levantó.

– Ven. Nos sentaremos en el salón. Prepararé café y nos lo tomaremos con un coñac y un puro. Luego tomaremos el postre, un Peche Melba que hará que tus pesadillas pizzeras se esfumen como vampiros ante un cliente de ajo.

En «el salón», pensó Even. Coñac y puro. Melba. Pommes Anna. Un esnob cultural de dimensiones, ese Hjelm. Pero un esnob cultural simpático.

– Dicen -dijo Odin Hjelm cuando volvió con la botella de coñac y un par de vasos gruesos en las manos- que mantienes una relación pasional con los números y que puedes encontrar algo especial en cualquier secuencia de cifras, encontrar algo singular, por así decirlo. ¿Es eso cierto?

Oh, no, pensó Even. Era como tener a una nueva hornada de estudiantes delante, siempre había alguno que había oído la historia, que conocía el mito. Sabía que sólo se lo podía reprochar a sí mismo, pues no era capaz de callarse la boca cuando las circunstancias lo exigían.

– La verdad es que es muy sencillo -dijo y aceptó la copa de coñac-. No hay nada mágico en ello, no tiene truco. Todo el mundo puede hacerlo. Ya sabes, se puede fraccionar cualquier número por sus unidades, ver cómo está compuesto, determinar a qué grupo de cifras pertenece y qué características tiene. Es casi como disecar una planta, cuando estableces a qué familia y grupo pertenece y qué rasgos característicos tiene; si las hojas son alternas u opuestas, etcétera, etcétera. -Even se encogió de hombros y aceptó uno de los puritos de Hjelm-.

Cuando me preguntan soy lo bastante estúpido… o candido, para responder, para contar este tipo de cosas. -Suspiró y miró el purito, se sentía ebrio-. Supongo que me gusta ver cómo los jóvenes estudiantes se quedan impresionados conmigo. Pero no es más que una ilusión, una manera de recibir una admiración que no me merezco. Se dan cuenta de ello en cuanto me conocen.

– 99 -dijo Hjelm con una mirada astuta.

Uno de esos sistemáticos sin sistema, pensó Even. Uno de los que creen que el 100 es un número bonito y redondo y que por eso es demasiado fácil, y entonces piensan que un número cercano debe de ser complejo.

– Coge cualquier número de tres cifras, por ejemplo el 785, dale la vuelta y saca la diferencia.

– ¿¡Qué!? ¿Que lo haga yo?

Even asintió, y Hjelm sacó su teléfono móvil y empezó a teclear.

– Has dicho 785 menos el número al revés… 587. Veamos… la diferencia es 198. -Hjelm levantó la cabeza.

– 198 es el doble de 99. La diferencia entre dos números de tres cifras iguales pero con el orden de los números invertidos siempre será divisible por 99.

– Siempre divisible… ¡Vaya estupidez!

– No. Elige otro número.

– 982.

– De acuerdo; 982 menos 289 son 693…

– Un momento… -Hjelm volvió a teclear en su móvil-. Pues sí, vaya… -dijo y levantó la mirada.

– 693 dividido por 99 da exactamente 7, ni más ni menos.

La cara de Hjelm denotaba a la vez confusión y admiración. Verificó el resultado con la ayuda de la calculadora de su móvil y asintió con la cabeza.

– Y aún puedo hacer una cosa más -dijo Even, sintiéndose deliciosamente infantil-. Elige otro número de tres cifras, réstale el número al revés, y ahora mismo te diré cuál es el número del medio. Es el 9.

Hjelm lo miró con escepticismo; murmuró 220 y empezó a calcular en el móvil.

220. ¡Dios mío! Even miró fijamente a Hjelm. 220. Un número amistoso. ¡Maldita sea! ¡Era la solución del apartado de correos que no se había dejado abrir! Y mira que no haberlo pensado antes. ¿Acaso estaría infravalorando a Mai tanto como lo había hecho Finn-Erik? El mejor que nadie debería saber que Mai era muy lista, que…

– Sí, caramba, 198 -exclamó Hjelm-. ¿Cómo lo has sabido?

– Eh… sencillamente es así.

Even miró distraído al anfitrión y pensó en el 220 y el 284. Dos números que eran amigos; que estaban encadenados entre sí; que eran indivisibles en la misma medida en que lo son dos personas que tienen un hijo juntas. Si cogías todos los divisores enteros de 284, y los sumabas, daba 220. Y si a su vez cogías la suma de todos los divisores enteros de 220, daba 284. No tenía ninguna lógica, no había ninguna explicación obvia al fenómeno. Sencillamente era así. Una de las ocurrencias divertidas de las matemáticas. Era un asunto tan conocido que debería haber asociado el 284 con el 220 en cuanto los vio. Ahora también se daba cuenta de por qué Mai había colocado el 1000 separado del 284. Para darle la oportunidad de descifrar la clave.

La llave del apartado de correos que tenía en el bolsillo casi le daba patadas a las llaves del coche; quería que se fuera de allí inmediatamente. Pero la oficina de correos estaba cerrada. Tendría que esperar hasta el día siguiente.

Hjelm carraspeó.

Even alzó la mirada.

– Eh… el número del medio siempre es el 9, da igual el número que elijas -murmuró; entonces hizo un esfuerzo y se concentró-. Disculpa, tengo un pequeño defecto profesional. Si me viene una idea a la cabeza, me olvido de dónde estoy y me vuelvo un poco distante.

Hjelm hizo un gesto con la mano disculpándole; entonces entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas y dijo:

– Ahora te voy a dar un nuevo número del que quiero que me digas algo personal. Digamos el 364…

«Ya está, ya la tenemos otra vez -pensó Even-. No el 365, que son los días del año, sino exactamente uno menos, para ponérmelo un poco difícil.» Even intentó poner cara de preocupación; sentía que era algo que le debía a su anfitrión, a cambio de la excelente cena, e incluso suspiró para que Hjelm pudiera sonreír satisfecho.

– Tengo que ir con cuidado con este número -dijo Even, dando por terminado el teatro-. El 364 contiene tantas buenas historias que podría dedicarle el resto de la noche íntegramente. Pero permíteme que centre la atención en lo que podríamos llamar el parentesco o la afinidad con las cartas de la baraja. Como ya sabes, hay 52 cartas en una baraja, ¿verdad? Una baraja consta de 13 cartas repartidas en cuatro grupos: corazones, tréboles, diamantes y picas. Si sumas los valores de todas estas cartas, es decir, el as equivale al uno, luego el dos, el tres, etcétera, la sota al once, la reina al doce, ya sabes, llegas al número 364.

Hjelm volvió a coger su móvil, sacudió la cabeza y dijo:

– No, da 91.

– Sí, cuando sumas todas las cartas de un solo color. Pero tienes cuatro colores y, por lo tanto, debes multiplicarlo por cuatro.

Hjelm pulsó un par de veces y no pudo más que sonreír.

– 364, concuerda, tenías razón. -Sonrió-. Me habría gustado tenerte de profesor de matemáticas en el colegio. Entonces, a lo mejor, mis notas habrían sido distintas.

Even se rió secamente.

– Lo dudo. No soy un gran pedagogo, tengo la paciencia de una cobra a la que pretendes rascarle la nariz. Pero de hecho, las matemáticas son terriblemente divertidas, si consigues abrir los ojos a tiempo. Las han calificado de «aburridas» injustamente.

– Y es precisamente por eso por lo que quiero que termines de escribir el libro sobre Newton de Mai-Brit Fossen -dijo Odin Hjelm, en un tono serio y de hombre de negocios-. Porque tú conoces los aspectos positivos, tanto de las matemáticas como del personaje, y también sus enigmas y sus habilidades singulares. Y, sobre todo, conocías a Mai-Brit Fossen lo suficiente como para terminar el trabajo que ella inició. ¿Podríamos llegar a un acuerdo sobre el libro? -Cogió una pequeña pistola que había sobre la mesa y apuntó a Even-. Por lo que tengo entendido, ya has pedido una excedencia en la universidad. Tal vez fuera una buena idea que la dedicaras a escribir el libro sobre Newton.

Hjelm pulsó el gatillo del encendedor-pistola y el purito que le había ofrecido, y que había olvidado que tenía en la mano, se encendió. El humo se posó como una neblina cálida en su boca y lo soltó lentamente por encima de la mesa. Contempló la nube de humo, empujada hacia arriba por el calor del café y de las dos velas. Contempló el ascua del purito. Excedencia, sí. El propósito de tomarse un tiempo libre había sido, inicialmente, descubrir las razones del suicidio de Mai, encontrar a quien o a quienes estaban detrás. Sin embargo, ahora dedicaba el tiempo a buscar viejas fórmulas de Newton, a descifrarlas, y a encontrar las cartas de Mai sobre Newton. Poco a poco, todo iba girando alrededor de Newton. ¿Acaso Mai había planeado que él terminara su trabajo? ¿Sería, en realidad, ésa la herencia que le había dejado?

– ¿Alguna vez Mai mencionó mi nombre en relación con el proyecto Newton?

Hjelm se lo pensó antes de sacudir la cabeza.

– No, que yo recuerde. Como ya te dije la última vez que nos vimos, no nos dio mucho tiempo a hablar del proyecto a ella y a mí. Supongo que no quise presionarla porque sabía que podía confiar en ella y veía que estaba trabajando duro. Pero visto en perspectiva, me arrepiento de no haberle exigido un informe mensual de los avances.

– Tiene que haber, por narices, más material -dijo Even-. Tiene que haber escrito más. Mai era tenaz como pocos cuando algo se le metía en la cabeza. Y si te he interpretado bien, estaba realmente prendada del libro que estaba preparando.

– Oh, sí, desde luego. Se convirtió en el niño de sus ojos, eso fue lo que me dijo un día, este invierno. Trabajó tenazmente, como has dicho tú, y viajó mucho para recopilar documentación y datos. Quería que todo estuviera documentado y verificado, que fuera prácticamente imposible atacar su trabajo.

– ¿Qué documentación? ¿Qué datos? Hjelm parecía contrariado.

– Eso es precisamente lo que no sé. Como bien dices tú, tiene por fuerza que haber algo en algún lugar, pero no sé dónde, la verdad. -Dirigió el purito hacia Even-. Pero tú, que a lo mejor eres quien mejor la conocía, deberías poder descubrir los sitios donde pudo esconder alguna cosa, y por qué.

– No -contestó Even, mientras examinaba la pistola sobre la mesa-. No tengo ni idea.


Cuando Even se levantó para irse, sonó el teléfono. Odin lo cogió, habló un rato, tapó el auricular con la mano y le dijo a Even que sólo sería un instante, que tenía que ir a su estudio para hablar un par de minutos. Que ahora mismo volvía. Even asintió y se quedó en medio del salón, borracho y un poco indeciso, sin saber muy bien qué hacer consigo mismo. Se apoyó en el aparador. El móvil de Hjelm estaba al lado de un jarrón. Tenía un aspecto insignificante y lleno de esperanza, y parecía estarle pidiendo que lo usara, que no lo dejara allí, inútil y a oscuras. Even pulsó un botón y la pantalla se iluminó. Miró por encima del hombro antes de meterse en los mensajes, se movió a través de una serie de nombres desconocidos hasta que de pronto apareció el nombre de Kitty.

Acercó el oído al estudio y oyó la voz zumbante de Odin Hjelm decir algo. El dedo no titubeó, apareció el texto y Even pudo leer las palabras con el rostro inexpresivo. La fecha mostraba que el mensaje tenía una semana.

Cuando Odin volvió, Even ya estaba en el pasillo poniéndose la chaqueta de cuero.

– Siento haber sido tan maleducado antes, pero la llamada era un poco importante. De Francia -dijo Hjelm-. Ten. -Sacó tres puritos y los metió en el bolsillo de la camisa de Even-. For the road.

«…Tenemos que dejar este lío… hemos terminado… hazme el favor.» Even miró al hombre que había recibido el mensaje de Kitty. Que había recibido sus ruegos. ¿Quién era, realmente, aquel hombre? ¿Quién se ocultaba tras aquel aspecto jovial, tras aquella fachada de esnob cultural?

Antes de que le diera tiempo a pensárselo dos veces, antes de que pudiera valorar si era o no razonable preguntarlo, Even dijo:

– ¿Quién es Simon LaTour?

Odin Hjelm alzó la cabeza, sorprendido.

– ¿Has escuchado la conversación? -Su mirada se tornó vigilante, su voz reservada-. Es un escritor francés. ¿Qué has oído?

– Nada -dijo Even y se fue-. Nada.

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